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Análisis De Ensayo Los Inmigrantes De Mario Vargas Llosa


Enviado por   •  17 de Octubre de 2012  •  3.253 Palabras (14 Páginas)  •  1.090 Visitas

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Unos amigos me invitaron a pasar un fin de semana en una finca de la Mancha y allí me presentaron a una pareja de peruanos que les cuidaba y limpiaba la casa. Eran muy jóvenes, de Lambayeque, y me contaron la peripecia que les permitió llegar a España. En el consulado español de Lima les negaron la visa, pero una agencia especializada en casos como el suyo les consiguió una visa para Italia (no sabían si auténtica o falsificada), que les costó mil dólares. Otra agencia se encargó de ellos en Génova: los hizo cruzar la Costa Azul a escondidas y pasar los Pirineos a pie, por senderos de cabras, con un frío terrible y por la tarifa relativamente cómoda de dos mil dólares. Llevaban unos meses en las tierras del Quijote y se iban acostumbrando a su nuevo país.

Un año y medio después volví a verlos en el mismo lugar. Estaban mucho mejor ambientados y no sólo por el tiempo transcurrido; también, porque once miembros de su familia lambayecana habían seguido sus pasos y se encontraban ya también instalados en España. Todos tenían trabajo, como empleados domésticos. Esta historia me recordó otra, casi idéntica, que le escuché hace algunos años a una peruana de Nueva York, ilegal, que limpiaba la cafetería del Museo de Arte Moderno. Ella había vivido una verdadera odisea, viajando en ómnibus desde Lima hasta México y cruzando el río Grande con los espaldas mojadas. Y celebraba cómo habían mejorado los tiempos,pues, su madre, en vez de todo ese calvario para meterse por la puerta falsa en Estados Unidos, había entrado hacía poco por la puerta grande. Es decir, tomando el avión en Lima y desembarcando en el Kennedy Airport, con unos papeles eficientemente falsificados desde el Perú.

Esas gentes, y los millones que, como ellas, desde todos los rincones del mundo donde hay hambre, desempleo, opresión y violencia cruzan clandestinamente las fronteras de los países prósperos, pacíficos y con oportunidades, violan la ley, sin duda, pero ejercitan un derecho natural y moral que ninguna norma jurídica o reglamento debería tratar de sofocar: el derecho a la vida, a la supervivencia, a escapar a la condición infernal a que los gobiernos bárbaros enquistados en medio planeta condenan a sus pueblos. Si las consideraciones éticas tuvieran el menor efecto persuasivo, esas mujeres y hombres heroicos que cruzan el Estrecho de Gibraltar o los Cayos de la Florida o las barreras electrificadas de Tijuana o los muelles de Marsella en busca de trabajo, libertad y futuro, deberían ser recibidos con los brazos abierto. Pero, como los argumentos que apelan a la solidaridad humana no conmueven a nadie, tal vez resulta más eficaz este otro, práctico. Mejor aceptar la inmigración, aunque sea a regañadientes, porque, bienvenida o malvenida, como muestran los dos ejemplos con que comencé este artículo, a ella no hay manera de pararla.

Si no me lo creen, pregúntenselo al país más poderoso de la tierra. Que Estados Unidos les cuente cuánto lleva gastado tratando de cerrarles las puertas de la dorada California y el ardiente Texas a los mejicanos, guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, etcétera, y las costas color esmeralda de la Florida a los cubanos y haitianos y colombianos y peruanos y cómo éstos entran a raudales, cada día más, burlando alegremente todas las patrullas terrestres, marítimas, aéreas, pasando por debajo o por encima de las computarizadas alambradas construidas a precio de oro y, además, y sobre todo, ante las narices de los superentrenados oficiales de inmigración, gracias a una infraestructura industrial creada para burlar todos esos cernideros inútiles levantados por ese miedo pánico al inmigrante, convertido en los últimos años en el mundo occidental en el chivo expiatorio de todas las calamidades.

Las políticas antiinmigrantes están condenadas a fracasar porque nunca atajarán a éstos, pero, en cambio, tienen el efecto perverso de socava

las instituciones democráticas del país que las aplica y de dar una apariencia de legitimidad a la xenofobia y el racismo y de abrirle las puertas de la ciudad al autoritarismo. Un partido fascista como Le Front National de Le Pen, en Francia, erigido exclusivamente a base de la demonización del inmigrante, que era hace unos años una excrecencia insignificante de la democracia, es hoy una fuerza política `respetable' que controla casi un quinto del electorado. Y en España hemos visto, no hace mucho, el espectáculo bochornoso de unos pobres africanos ilegales a los que la policía narcotizó para poder expulsar sin que hicieran mucho lío. Se comienza así y se puede terminar con las famosas cacerías de forasteros perniciosos que jalonan la historia universal de la infamia, como los exterminios de armenios en Turquía, de haitianos en la República Dominicana o de judíos en Alemania.

Los inmigrantes no pueden ser atajados con medidas policiales por una razón muy simple: porque en los países a los que ellos acuden hay incentivos más poderosos que los obstáculos que tratan de disuadirlos de venir. En otras palabras, porque hay allí trabajo para ellos. Si no lo hubiera, no irían, porque los inmigrantes son gentes desvalidas pero no estúpidas, y no escapan del hambre, a costa de infinitas penalidades, para ir a morirse de inanición al extranjero. Vienen, como mis compatriotas de Lambayeque avecindados en la Mancha, porque hay allí empleos que ningún español (léase norteamericano, francés, inglés, etc.) acepta ya hacer por la paga y las condiciones que ellos sí aceptan, exactamente como ocurría con los cientos de miles de españoles que, en los años sesenta, invadieron Alemania, Francia, Suiza, los Países Bajos, aportando una energía y unos brazos que fueron valiosísimos para el formidable despegue industrial de esos países en aquellos años (y de la propia España, por el flujo de divisas que ello le significó).

Esta es la primera ley de la inmigración, que ha quedado borrada por la demonología imperante: el inmigrante no quita trabajo, lo crea y es siempre un factor de progreso, nunca de atraso. El historiados J.P. Taylor explicaba que la revolución industrial que hizo la grandeza de Inglaterra no hubiera sido posible si Gran Bretaña no hubiera sido entonces un país sin fronteras, donde podía radicarse el que quisiera -con el único requisito de cumplir la ley-, meter o sacar su dinero, abrir o correr empresas y contratar empleados o emplearse. El prodigioso desarrollo de Estados Unidos en el siglo XIX, de Argentina, de Canadá, de Venezuela en los años treinta y cuarenta, coinciden con políticas de puertas abiertas a la inmigración. Y eso lo recordaba Steve Forbes, en las primarias de la candidatura a la Presidencia del Partido Republicano, atreviéndose a proponer en su programa restablecer la apertura pura y simple de las fronteras que practicó Estados Unidos en los mejores

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