Capitulo II Cazadores De Microbios
Enviado por carlossotoluque • 28 de Agosto de 2014 • 3.006 Palabras (13 Páginas) • 345 Visitas
CAPITULO II
LAZZARO SPALLANZANI
LOS MICROBIOS NACEN DE MICROBIOS
I
«Leeuwenhoek ha muerto. ¡Qué dolor! ¡Es una pérdida irreparable! ¿Quién va a continuar ahora el estudio de los animales microscópicos? Tal era la pregunta que se hacían en Inglaterra los doctos miembros de la Real Sociedad, y en París, Reamur y la brillante academia Francesa. La contestación no se hizo esperar, pues apenas, puede decirse, había cerrado los ojos el tendero de Delft, en 1723, logrando el eterno descanso que tan merecido se tenía, cuando, a mil quinientos kilómetros, en Scandiano, pueblo del norte de Italia, nació en 1729 otro cazador de microbios. Este continuador de la obra de Leeuwenhoek, era Lazzaro Spallanzani, un niño extraño que, aún balbuciente, recitaba versos al mismo tiempo que hacía tortas de barro, que olvidó estos pasatiempos para realizar experimentos crueles e infantiles con escarabajos, sabandijas, moscas y gusanos, y que, en lugar de acosar a preguntas a sus padres, examinaba atentamente los seres vivos de la Naturaleza, les arrancaba patas y alas y trataba después de volverlas a colocar en su primitivo sitio. Quería saber cómo funcionaban las cosas, sin que le importase tanto como eran éstas en sí. El joven Spallanzani estaba tan decidido a arrancar sus secretos a la Naturaleza, como lo estuvo Leeuwenhoek, si bien eligió un camino totalmente diferente para llegar a ser hombre de ciencia. «Mi padre insiste en que estudie leyes, ¿no es eso?», reflexionó e hizo como que le interesaban los documentos legales, pero en los momentos que tenía libre se dedicó a estudiar matemáticas, griego, francés y lógica, y durante las vacaciones observaba las fuentes, el deslizarse de las piedras sobre el agua y soñaba con llegar a comprender algún día los fuegos artificiales de los volcanes. A hurtadillas, hizo una visita a Vallisnieri, el célebre hombre de ciencia, a quien dio cuenta de todos sus conocimientos. —Pero, chico, si tú has nacido para ser un científico —exclamó Vallisnieri—. Estás perdiendo el tiempo lastimosamente estudiando leyes. —Ah, maestro; pero es que mi padre se empeña. Vallisnieri, indignado, fue a ver al padre de Spallanzani, reconviniéndole por hacer caso omiso del talento natural de Lazzaro y obligarle a estudiar Derecho. —Su hijo —le dijo— será con el tiempo un investigador que honrará a Scandiano, se parece a Galileo. A consecuencia de esto el avispado Spallanzani fue enviado a la Universidad de Reggio para emprender la carrera de ciencias. El ser hombre ciencia en aquella época era profesión mucho más respetable y segura que cuando Leeuwenhoek empezó a fabricar lentes. Las Sociedades científicas obtenían en todas partes el apoyo generoso de los parlamentos y de los reyes: no sólo empezaba a ser tolerado el poner en duda las supersticiones, sino que llegó a ser
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moda el hacerlo así. La emoción y la dignidad de profundizar en el estudio de la Naturaleza empezaron a abrirse paso en los laboratorios retirados de los filósofos; Voltaire se refugió en las delicias campestres de la Francia rural para dominar los grandes descubrimientos de Newton y poderlos vulgarizar en su patria; la ciencia llegó a penetrar hasta en los brillantes salones, satíricos e inmorales, y grandes damas, como Madame de Pompadour, leía la prohibida Enciclopedia. A los veinticinco años de edad hizo Spallanzani una traducción de los poetas clásicos y criticó la versión italiana de Hornero, considerada hasta entonces como una obra maestra; y bajo la dirección de su prima Laura Bassi, la célebre profesora de Reggio, estudió matemáticas con gran aprovechamiento. Por esta época se dedicaba ya en serio a tirar piedras sobre el agua, y escribió un trabajo científico tratando de explicar la mecánica de estas piedras saltarinas. Se ordenó sacerdote católico y se ayudaba a vivir diciendo misa. Antes de cumplir los treinta años fue nombrado profesor en la ciudad de Reggio, donde explicaba sus lecciones ante un auditorio entusiasta que le escuchaba pasmado; allí fue donde dio comienzo a su labor sobre los animalillos, aquellos seres nuevos y pequeñísimos descubiertos por Leeuwenhoek, empezando sus experimentos cuando corrían el peligro de retornar al nebuloso incógnito de que los había sacado el holandés. Estos animalillos eran objeto de una controversia extraña, de una lucha enconada, y, a no ser por esto, habrían seguido siendo durante siglos curiosidades o habrían sido olvidados. La discusión giraba en torno de esta cuestión: ¿Nacen espontáneamente los seres vivos, o deben tener padres forzadamente, como todas las cosas vivientes? En los tiempos de Spallanzani el vulgo se inclinaba por la aparición espontánea de la vida.
II
Los mismos hombres de ciencias eran partidarios de este modo de ver: el naturalista inglés Rosso decía enfáticamente: «Poner en duda que los escarabajos y las avispas son engendrados por el estiércol de vaca, es poner en duda la razón, el juicio y la experiencia». Incluso los animales tan complicados como los ratones no necesitaban tener progenitores, y si alguien dudase de esto, no tenía más que ir a Egipto, en donde encontraría los campos plagados de ratones para gran desesperación de los habitantes del país. Spallanzani tenía ideas vehementes acerca de la generación espontánea de la vida; ante la realidad de los hechos, estimaba absurdo que los animales, aún los diminutos bichejos de Leeuwenhoek, pudieran provenir de un modo caprichoso, de cualquier cosa vieja o de cualquier revoltijo sucio. ¡Una ley y un orden debían predecir su nacimiento; no podían surgir al azar» ¿Pero cómo demostrarlo? Y una noche, en la soledad de su estudio, tropezó con un librito sencillo e inocente, que le demostró un nuevo procedimiento de atacar la cuestión del origen de la vida. El autor del libro no argumentaba con palabras sino con experimentos que, a los ojos de Spallanzani, demostraba los hechos con toda claridad. «Redi, el autor de este libro, es un gran hombre —pensó Spallanzani despojándose del levitón e inclinando su robusto cuello hacia la luz de la bujía—. ¡Con cuanta facilidad dilucida la cuestión! Toma dos tarros y pone un poco de carne en cada uno de ellos; deja descubierto el uno y tapa el otro con una gasa. Se pone a observar y ve cómo las moscas acuden a la carne que hay en el tarro destapado, y poco después aparecen en él los gusanos y más tarde las moscas. Examina el tarro tapado con la gasa y no encuentra un solo gusano, ni una sola mosca. ¡Qué sencillo! No es más que cuestión de la gasa, que impide a las moscas llegar hasta la carne.
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A la mañana siguiente, el librillo inspirador le
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