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Enviado por MarisolHV15 • 16 de Septiembre de 2014 • 1.219 Palabras (5 Páginas) • 150 Visitas
El conflicto entre la Iglesia y el Estado mexicano, que llega a su máxima expresión con la persecución violenta del gobierno de Calles y la guerra de los cristeros, hunde sus raíces en la asunción, por parte de la elite gobernante (ya en época de los Borbones), de una mentalidad de corte liberal e ilustrada que ve en la Iglesia Católica al enemigo más peligroso del Estado, del progreso y la racionalidad. Los hombres pertenecientes a la facción victoriosa en las guerras de "Reforma" e intervención (1858-1867), con las que culminaba una larga serie de enfrentamientos entre los partidos históricos mexicanos - el liberal y el conservador - llevaron a la práctica una serie de medidas que proclamaban la separación tajante entre la Iglesia y el Estado y disminuían gravemente el papel social de la primera: sanciones a los funcionarios que asistían a actos religiosos, confiscación de todas las propiedades eclesiásticas y abolición de órdenes monásticas (son las llamadas Leyes de Reforma).
Durante la larga dictadura del general Porfirio Díaz (1876-1910), el conflicto entre la Iglesia y el Estado conoce un período de tregua. Bajo su gobierno, la Iglesia Católica llevó a cabo una "segunda evangelización", desarrollando numerosos movimientos de acción cívica y social dentro del espíritu renovador de León XIII. Estaba en plena expansión cuando sobrevino una revolución que, durante sus tres primeros años, le fue favorable.
La facción triunfante
Pero la caída del presidente demócrata Francisco Madero (febrero de 1913) volvió a atizar la revolución, y la facción triunfante se volvería en poco tiempo contra la Iglesia Católica. Los vencedores, hombres del norte, blancos marcados por la cercanía con la frontera norteamericana, imbuidos por los valores del protestantismo y del capitalismo anglosajones, desconocían el viejo México mestizo, indio, católico.
Para ellos, la Iglesia Católica encarnaba el mal, y no tenían los medios para comprender esta reflexión de Don Porfirio, el viejo jacobino que se había vuelto conciliador: «No hay riquezas considerables entre las manos de la Iglesia, y sólo hay levantamientos populares cuando el pueblo es herido en sus tradiciones inextirpables... La persecución de la Iglesia, esté o no concernido el clero, significa la guerra, y una guerra tal que el gobierno no puede ganarla más que contra su propio pueblo, gracias al apoyo humillante, despótico, costoso y peligroso de los Estados Unidos. Sin su religión México está perdido sin remedio».
El carrancismo, que agrupaba a las facciones victoriosas de la revolución, se distinguiría por su furioso anticlericalismo, al contrario del villismo y el zapatismo. Los carrancistas destruyeron iglesias, colgaron sacerdotes y cerraron conventos, y en pleno auge de su victoria emprendieron el sometimiento definitivo de la Iglesia, a la que consideraban su enemigo secular.
Elaborada por las victoriosas facciones carrancistas y obregonistas, estableció una política de suma intolerancia religiosa, mucho más que la de las Leyes de Reforma o la Constitución de 1857. En ella se repetían anteriores leyes reformistas, tales como la que prohibía los votos religiosos y la que prohibía a la Iglesia poseer bienes raíces. Pero la nueva Constitución fue más lejos. Se privó a la Iglesia de toda personalidad jurídica. Se prohibió el culto público fuera de las dependencias eclesiásticas, a la vez que el Estado se arrogaba el derecho de decidir el número de iglesias y de sacerdotes que habría. Se negó al clero el derecho de votar y a la prensa religiosa se le prohibió hacer comentarios relativos a los asuntos públicos. Asimismo, señaló que toda la educación primaria debía ser laica y secular, y que las corporaciones religiosas y los ministros de cultos estarían impedidos para establecer o dirigir escuelas primarias.
Los católicos no ofrecieron una respuesta
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