EL DIOSERO; La Tona. Francisco Rojas González
Enviado por cessarsalas • 12 de Agosto de 2014 • 2.501 Palabras (11 Páginas) • 742 Visitas
EL DIOSERO
Francisco Rojas González
LA TONA
Crisanta descendió por la vereda que culebreaba entre los peñascos de la loma clavada entre la aldehuela y el río, de aquel río bronco al que tributaban los torrentes que, abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte. Tendido en la hondonada, Tapijulapa, el pueblo de indios pastores. Las torrecitas de la capilla, patinadas de fervores y lamosas de años, perforaban la nube aprisionada entre los brazos de la cruz de hierro.
Crisanta, india joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire de la media tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al peso de un tercio de leña; la cabeza gacha y sobre la frente un manojo de cabellos empapados de sudor. Sus pies —garras a ratos, pezuñas por momentos— resbalaban sobre las lajas, se hundían en los líquenes o se asentaban como extremidades de plantígrado en las planadas del senderillo… Los muslos de la hembra, negros y macizos, asomaban por entre los harapos de la enagua de algodón, que alzaba por delante hasta arriba de las rodillas, porque el vientre estaba urgido de preñez… la marcha se hacía más penosa a cada paso; la muchacha deteníase por instantes a tomar alientos; más luego, sin levantar la cara, reanudaba el camino con ímpetus de bestia que embistiera al fantasma del aire.
Pero hubo un momento en que las piernas se negaron al impulso, vacilaron. Crisanta alzó por primera vez la cabeza e hizo vagar sus ojos en la extensión. En el rostro de la mujercita zoque cayó un velo de angustia; sus labios temblaron y las aletas de su nariz latieron, tal si olfatearan. Con pasos inseguros la india buscó las riberas; diríase llevada entonces por un instinto, mejor que impulsada por un pensamiento. El río estaba cerca, a no más de veinte pasos de la vereda. Cuando estuvo en las márgenes, desató el ―mecapal‖ anudado en su frente y con apremios depositó en el suelo el fardo de leña; luego, como lo hacen todas las zoques, todas:
la abuela,
la madre,
la hermana,
la amiga,
la enemiga,
remangó hasta arriba de la cintura su faldita andrajosa, para sentarse en cuclillas, con las piernas abiertas y las manos crispadas sobre las rodillas amoratadas y ásperas. Entonces se esforzó al lancetazo del dolor. Respiró profunda, irregularmente, tal si todas las dolencias hubiéransele anidado en la garganta. Después hizo de sus manos, de aquellas manos duras, agrietadas y rugosas de fatigas, utensilios de consuelo, cuando las pasó por el excesivo vientre ahora convulso y acalambrado. Los ojos escurrían lágrimas que brotaban de las escleróticas congestionadas. Pero todo esfuerzo fue vano. Llevó después sus dedos, únicos instrumentos de alivio, hasta la entrepierna ardorosa, tumefacta y de ahí los separó por inútiles… Luego los encajó en la tierra con fiereza y así los mantuvo, pujando rabia y desesperación… De pronto la sed se hizo otra tortura… y allá fue, arrastrándose como coyota, hasta llegar al río: tendióse sobre la arena, intentó beber, pero la náusea se opuso cuantas veces quiso pasar un trago; entonces mugió si desesperación y rodó en la arena entre convulsiones. Así la halló Simón su marido.
Cuando el mozo llegó hasta su Crisanta, ella lo recibió con palabras duras en lengua zoque; pero Simón se había hecho sordo. Con delicadeza la levantó en brazos para conducirla a su choza, aquel jacal pajizo, incrustado en la falda de la loma. El hombrecito depositó en el petate la carga trémula de dos vidas y fue en busca de Altagracia, la comadrona vieja que moría de hambre en aquel pueblo en donde las mujeres se las arreglaban solas, a orillas del río, sin más ayuda que sus manos, su esfuerzo y sus gemidos.
Altagracia vino al jacal seguida de Simón. La vieja encendió un manojo de ocote que dejó arder sobre una olla, en seguida, con ademanes complicados y posturas misteriosas, se arrodilló sobre la tierra apisonada, rezó un credo al revés, empezando por el ―amén‖ para concluir en el ―… padre, Dios en creo‖; fórmula, según ella, ―linda‖ para sacar de apuros a la más comprometida.
Después siguió practicando algunos tocamientos sobre la barriga deforme.
No te apures, Simón, luego la arreglamos. Esto pasa siempre con las primerizas… ¡Hum, las veces que me ha tocado batallas con ellas…! —dijo.
Obre Dios —contestó el muchacho mientras echaba a la fogata una raja resinosa.
¿Hace mucho que te empezaron los dolores hija?
Y Crisanta tuvo por respuesta sólo un rezongo.
Vamos a ver, muchacha —siguió Altagracia—: dobla tus piernas… Así, flojas. Resuella hondo, puja, puja fuerte cada vez que te venga el dolor… Más fuerte, más… ¡Grita, hija…!
Crisanta hizo cuanto se le dijo y más; sus piernas fueron hilachos, rugió hasta enronquecer y sangró sus puños a mordidas.
Vamos, ayúdame muchachita —suplicó la vieja en los momentos en que pasaba rudamente sus manos sobre la barriga relajada, pero terca en conservar la carga…
Y los dedazos de uñas corvas y negras echaban toda su habilidad, toda su experiencia, todas sus mañas en los frotamientos que empezaban en las mamas rotundas, para acabar en la pelvis abultada y lampiña.
Simón, entre tanto, habíase acurrucado en un rincón de la choza; entre sus piernas un trozo de madera destinado a ser cabo de azadón. El chirrido de la lima que aguzaba un extremo del mango distraía el enervamiento, robaba un poco la ansiedad del muchacho.
— Anda, madrecita, grita por vida tuya… Puja, enconrajínate… Dime chiches de perra; pero date prisa… Pare, haragana. Pare hembra o macho, pero pronto… ¡Cristo de Esquipulas!
La joven no hacía esfuerzo ya; el dolor se había apuntado un triunfo.
Simón trataba ahora de insertar a golpes el mango dentro del arillo del azadón; de su boca entreabierta salían sonidos roncos.
Altagracia sudorosa y desgreñada, con las manos tiesas abiertas en abanico, se volvió hacia el muchacho quien había logrado, por fin, introducir el astil en la argolla de la azada; el trabajo había alejado un poco a su pensamiento del sitio en que se escenificaba el drama.
— Todo es de balde, Simón, viene de nalgas —dijo la vieja a gritos, mientras se limpiaba la frente con el dorso de su diestra.
Y Simón, como si volviese del sueño, como si hubiese sido sustraído por las destempladas palabras de una región luminosa y apacible:
— ¿De nalgas? Bueno… ¿y‘hora qué?
La vieja no contestó; su vista vagaba por el techo del jacal.
— De ahí —dijo de pronto—, de ahí,
...