El Diosero Fernando De Rojas
Enviado por florecita35 • 28 de Mayo de 2012 • 3.486 Palabras (14 Páginas) • 1.222 Visitas
El diosero
Fernando Rojas González
KAI-LAN, señor del caribal de Puná, sentado frente a mí toma una graciosa postura simiesca y sonríe amistoso; en sus manos cortitas y móviles, juguetea un bejuco. Estamos bajo el techo de su "champa " erigida en un claro de la selva; en un claro que es islote perdido entre el océano vegetal que amenaza desbordarse en olas crujientes y negras. Kai-Lan escucha, sus ojos se clavan en mi rostro; parece
adivinarme el gesto mejor que entender mis palabras. A veces, cuando mi propósito logra penetrar en el cerebro o en el corazón del indio, él ríe, ríe a carcajadas... Mas a veces, cuando mi relato tórnase grave, el lacandón se pone formal y aparentemente interesado en aquel diálogo en que participa él con algunos monosílabos o con tal o cual frase sencilla, emitida con dificultad.
Las tres mujeres de Kai-Lan están cerca de nosotros, sus tres "kikas". Jacinta, niña casi y madre ya de una indiecita lactante, de cara redonda y cachetona; Jova, una anciana reservada, fea y huidiza, y Nachak'in, hembra en plenitud; su perfil arrogante como un mascarón pétreo de Chichén-Itzá, los ojos sensuales y coquetones, el cuerpo ondulante, aptetitoso, a pesar de la corta estatura y los ademanes sueltos, tanto, que llegan a descocados frente al 1 desabrimiento de las otras dos.
Jova, arrodillada cerca del metate, tortea grandes ruedas de masa de maíz; Jacinta, que carga sobre el brazo izquierdo a su hija, revuelve entre las brasas del fogón un faisán abierto en canal del que sale un tufillo agradable. Nachak'in de pie, metida en su amplio cotón de lana, mira impávida el ajetreo de sus compañeras.
-Y ésa -pregunté a Kai-Lan señalando a Nachak'in- ¿por qué no trabaja?
El lacandón sonríe, guarda silencio unos instantes; con ello da idea de que busca los términos aprpiados para responder:
-No trabaja en el día -dice al fin-, a la noche sí... A ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.
La bella "kika", tal si hubiera entendido las palabras que en castellano me dijo su marido, baja los ojos ante mi curiosa mirada y pliega los labios en una sonrisa terriblemente picaresca. De su cuello robusto y corto, cuelga un collar de colmillos de lagarto.
Fuera de la "champa", la selva, el escenario donde se desenvuelve el drama de los lacandones. Frente a la casa de Kai-Lan, se alza el templo del que él es Gran Sacerdote, al mismo tiempo que acólito y fiel. El templo es una barraca techada con hojas de de palma; sólo tiene un muro, que ve al poniente; adentro, caballetes de rústica talla y, sobre ellos, los incensarios o braserillos de barro crudo, que son deidades doblegadoras de las pasiones, moderadoras de los fenómenos naturales que en la selva se desencadenan con furia diabólica, domadores de bestias, amparo contra serpientes y sabandijas y resguardo opuesto a los "hombres malos" del más allá de los bosques.
Junto al templo, la parcela de maíz cultivada cuidadosamente; matas vigorosas se alzan del suelo más de dos palmos entre las paredes de los hoyancos cavados a "coa"; un lienzo de varas espinudas protege al sembradío de las incursiones de los jabalíes y de los tapires y, abajo, entre lianas y raíces, el río Jataté. El clima es húmedo y tibio.
La voz de la selva, de tono invariable y de intenciones tozudas como las del mar, aquel ruido de enervantes efectos para quien lo escucha por primera vez y que acaba por tornarse, andando el tiempo, en estímulo grato durante el día y en arrullo suave durante la noche, aquella voz nacida de buches de aves, de fauces de fieras, de ramas quebradizas, del canto de las hojas de las ceibas, del ramón y del asesino matapalos que trepa sus tentáctuos abrazados a los corpulentos troncos del caobo, del chicozapote, para extraer de ellos, en provecho propio, hasta la última gota de savia, del chifljdo intermitente de la nauyaca que vive entre las cortezas del chacalté y del ululante alarido del sarahuato, monito grotesco y cínico que retoza su eterna brama pendiente de las lianas o trepado inverosímilmente en las más atrevidas copas. En tal algarabía, apenas si se escucha la palabra de] lacandón que es señor de la selva, al mismo tiempo que el más débil y desposeído entre lo que anima ese mundo de fronda y luz, de estruendo y silencio.
En la "champa" de Kai-Lan, cacique de Puná, aguardo el "taco" que su hospitalidad delicadísima me ha brindado, para continuar mi camino después del refrigerio, por brechas y "picados", entre la masa verde y el pantano, con rumbo al caribal de Pancho Viejo, aquel silencioso, solitario y lánguido caballero lacandón, cuya "champa", huérfana de "kikas", se alza, Jataté abajo, a pocos kilómetros de la heredad de mi huésped actual. Calculo llegar a la anochecida .
Cuando estoy terminando de dar cuenta con la pechuga del faisán, Kai-Lan muestra alguna inquietud; voltea hacia la selva, hincha su nariz en un husmear de bestia carnívora; se pone en pie y sale lentamente. Lo miro cómo interroga a las nubes; después recoge del suelo una varita que eleva entre el índice y el pulgar; por el arco que formnan sus dedos, se mira el sol a punto de llegar al cenit.
Kai-Lan ha vuelto y me hace conocer el resultado de su observación.
-Poco andarás. ..Viene agua, mucha agua.
Yo insisti en la necesidad que tengo de llegar esa misma noche a la "champa" de Pancho Viejo, mas Kai-Lan machaca cordialmente:
-Mira, falta ansinita para el agua -y me muestra la vara a través de la cual observó las nubes.
-Pancho Viejo me espera.
Kai-Lan ya no habla.
Me he puesto en píe, acaricio la cara de la pequeña que se ha dormido en brazos de su madre y cuando me díspongo a salir, gotas enormes me detienen; la tormenta se ha desencadenado. Kai-Lan sonríe al ver cumplido su pronóstico: " Agua... mucha agua."
El rayo brama a poco bajo un techo color de acero que se ha interpuesto entre la selva y el sol; la tormenta se abate sobre las ramazones de los árboles que rascan la costra de nubes. La voz de la selva se acalla para dejar sitio al estruendo de las cataratas. La "champa" se sacude con violencia, Kai-Lan ha vuelto a sentarse junto a mí; estoy sobrecogido ante el espectáculo que por primera vez presencio.
El agua sube a ojos vistas; Jacinta ha dejado a su niña acostada en la hamaca de Kaí-Lan y seguida de Jova alzan sus cotones con inocente impudicia hasta arriba de la cintura y empiezan a levantar un dique dentro de la choza, para evitar que el agua escurra al interior. Nachak'in, la "kika" en turno, distrae su holganza sentada en cuclillas en un rincón de la "champa"; Kai-Lan,
...