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EROS Y LOGOS.


Enviado por   •  3 de Julio de 2016  •  Ensayo  •  1.898 Palabras (8 Páginas)  •  204 Visitas

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EROS Y LOGOS

Por Nicolas Lopez

Hasta ahora solo he aprendido una cosa: la lectura ha sido placer, pero no ha sido lo suficiente como para convertirme en un lector más apasionado. La pasión con la que me refiero a la lectura debe ser un requisito para que ella se lleve a cabo. Sin pasión, no hay lectura; existe instrucción. La pasión es ese deseo de llegar temprano a la casa para terminar ese capítulo de Cortazar que fue negado por el sueño. Es esa afición que a ratos ha llenado mi pecho pero también me ha llenado de culpabilidad.

La casa en donde vivamos era una de esas casas de tapia pisada, esas que dan ganas de morder los muros después que llueve. Era una casa grande de dos plantas y con un gran árbol de mamones en el solar. La casa lo tenía todo menos un ámbito académico. Ahí vivíamos mis hermanos, mis primos y no faltaba con quien jugar.

Soy hijo de un hombre soñador y una mujer sólida. Ambos amantes del teatro y en especial mi padre, devorador de libros. En la biblioteca (más conocido como el closet de mi padre pero que para efectos impresionistas llamaré “biblioteca”) se encontraban algunos libros para mí sin ninguna importancia. Más arriba en el otro escaparate, estaba uno de mis primeros encuentro con las letras: Mafalda. Esa niña de pensamiento crítico que me parecía encantadora, se encontraba conmigo cada noche en la cama de mi padre y mi madre. Las voces de Miguelito, Susanita, Guille, Raquel (la mamá de Mafalda para los lectores inexpertos), Felipe y Libertad eran interpretadas por aquellos amantes de las tablas que eran mis progenitores. Seducido por su actuación, miraba los dibujos. Tal vez no entendería nada; pero si fabricaba imágenes y textos a partir de las voces de ellos.

Mi padre fue siempre, como lo dije anteriormente, un ávido lector. Recuerdo su imagen, leyendo siempre acostado boca abajo con una mano en la quijada. A veces subíamos a su espalda con mis hermanos. Él no se inmutaba. Seguía sumergido en sus lecturas de MIka Waltari, o de Kundera. Recuerdo que le hacíamos tatuajes, pintábamos las uñas, lo peinábamos y él, impávido, continuaba leyendo. Pienso que pudo haber sido por el hecho del contacto. Pero a veces creo que Sinuhe el egipcio o la inmortalidad hipnotizaban sus sentidos hasta el punto de la insensibilidad. Considero que fue esa pasión de mi padre la que me invitó a leer de inmediato. Comencé con Mafalda por los dibujos y cuando luego pude entender las letras, me di cuenta que no entendía el sentido. Solamente después de 20 años comienzo a entender que no debí iniciar con Mafalda. Incluso hoy, me cuesta trabajo comprender a Quino sin haber entendido todo el proceso político de la argentina a partir del 60. Pero lo que saqué de las lecturas de Joaquín Salvador Lavado, fue la pasión. Recitaba historietas de memoria e inclusive las actuábamos con mis hermanos y primos también aficionados. Recuerdo que leí Neruda sin saber leer. Había una canción de Víctor Jara que se titulaba “Te recuerdo Amanda”. Esa canción tenía un prólogo en donde Pablo Neruda lee “detrás de los libertadores” de Canto General. Aprendí ese poema y lo recitaba por monedas en las fiestas familiares. La pasión que tenía al comienzo era grande. Recuerdo que los libros siempre fueron buenos amigos en la infancia. Podía ojear las enciclopedias de pintura de mi padre; Tizziano, Rubens, y Toulouse Lautrec fueron mis profesores de pintura. Admiraba al Greco por imitación. Sentía una extraña fascinación por los cuadros que mi padre me mostraba y me gustaba mirar los cuadritos de detalles. También era posible ver enciclopedias de animales. Sabía que era la oruga y el triceratops antes que la mayoría de los niños de mi edad.

Mi madre me contaba cuentos; cuentos para la imaginación y el corazón. Ahora que ella es abuela, me doy cuenta que esos cuentos además de convocar el sueño, tenían el contenido moral de sus abrazos; que cada historia, acostados cara a cara, tal vez con un tetero o con mi oso Teddy, poseía la sabiduría y me estaba llenando el alma de comprensión y de mucho sentido social. Eran los valores en colada maizena o en chocolisto. Ese fue el comienzo de mis años de lectura. Un poco más adelante, surgió otra columna de ese proceso: mi hermana. Ella volcaba sus gustos hacia la poesía. Comencé leyendo a hurtadillas lo que ella leía. Entraba a su cuarto y leía los libros y cada comentario que ella hacia al leer. Confieso que robé algunas de sus ideas mucho después. En el colegio leía mucho más de lo que leo ahora. Aunque son diferentes las épocas, leía por el deseo de aprender y de conocer. No me sentía más inteligente que los otros pero no podía creer que hubiera alguien que no hubiera leído por lo menos un libro en la vida. En ese momento fueron los Latinoamericanos quienes alimentaron mi pasión. Latinoamericanos que saqué de la biblioteca de la casa (véase aclaración en la primera hoja). Fui a Luvina, a Talpa con Rulfo. Estuve navegando el Paraná con Quiroga, Estuve en Macondo y todos los cuentos. Me fascinaba el género cuento por su brevedad y finales. Recuerdo que la novela no me llamaba la atención por su extensión. Era un lector inmediato. Pienso que con el tiempo, el lector se vuelve más paciente, como lo afirma en su analogía del acto de amar Héctor Abad. Era un lector precoz; quería saber el final inmediato. Ahora se que es más rico cuando se lee sin ningún ansía particular. Ya no me interesa deslumbrar a mi profesor Bojacá de español con mis aportes de los cuentos. Ya comienzo a entender el arte de leer. Ya por eso le quito la ropa al libro, lo desnudo, lo escudriño, leo la letra menudita, las citas, las notas del traductor etc. Poco después me encontré con la poesía. Sabines, Benedetti, Neruda, Lorca y Silva nutrían mis notas amorosas para aquellas cuando leían: “
puedes venir a reclamarte como eras; he conservado intacto tu paisaje; aunque seas otro rostro de tu cielo hacia mi” mostraban su incomprensión diciendo: “tan lindo, que tierno”. Leía los poemas de mi hermana y me burlaba de ella. Realmente me burlaba de mí mismo, de mi incapacidad de crear un texto tan bien logrado. Con la poesía llegó la escritura y por ende, la necesidad de leer más. En ese momento leía porque quería escribir mejor. Leía para tratar de copiar. Cortazar al hablar de originalidad dice “es la manera de esconder las influencias”. Tuve en mis manos “La alegría de querer” e inmediatamente comencé a escribir como Jairo Aníbal Niño. “Las narraciones extraordinarias” se colaron en mi maletín, y empecé a escribir ese mundo oscuro, tomentoso y desequilibrado de Poe. Escribía sin borrador, con tachones, inmensos, con notas de “no sirve”, mientras subrayaba ideas posiblemente dignas de ser plagiadas en “El gigante egoísta”. En esta etapa el mundo de la literatura se abrió ante mí y las influencias extranjeras allende los mares se posaron en mis ojos. Conocí a Poe, a Hemingway, a Wilde, y recuerdo haberme encontrado con un maestro español de la ironía llamado Enrique Jardiel Poncela. Su mundo de cabaret y extrema misoginia (que tal vez fue su mejor manera de rendirle culto a la mujer) me indicaron otro camino de lectura. Comence a leer a Klim sin comprender esos 40 años de diferencias políticas: Klim me llevó a Daniel Samper, Samper a Caballero, Caballero a Héctor Abad. Nunca he tenido una corriente fija. He leído por necesidad del instante, llámese mujeres, rebelión, o protesta. He leído según el clima; para una noche oscura Poe o Conan Doyle; para una eterna tarde de vacaciones Emilia Pardo Bazan; un frenético García Márquez para una mañana agitada.

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