Educar a los estudiantes

de acomodación y repetición, ya que el sometimiento a la autoridad era un bien altamente valorizado y requería ausencia de crítica y por lo tanto, de reflexión. Bajo este contexto, el alumno nunca tenía razón y aunque la tuviera debía callar y aceptar la razón de la autoridad. El castigo era un medida ejemplificadora, propósitos tales como “disciplinar”, “proteger”, “educar”, “hacer entrar en razón”, “poner límites”, “tranquilizar” eran las razones por las cuales, la violencia, se convertía en un acto natural.

Hoy la cuestión ha cambiado, padres y escuela no presentan los acuerdos de épocas anteriores. El desconcierto y el no saber hacia dónde se va y qué hay que hacer caracterizan el momento actual. Los docentes no saben qué es lo que la sociedad les pide. Los padres sientes que sus hijos se les van de las manos y que reciben influencias múltiples, confusas e indeseables. Los jóvenes y adolescentes están bombardeados por discursos de múltiples signos y profusamente tentados por ofertas de diversa índole.

En el ambiente escolar y su entorno se cruzan reproches recíprocos. Nadie parece estar de acuerdo con nadie, por lo cual, se habla de crisis, especialmente de “crisis de valores”. La alianza que cimentaba en buena medida el funcionamiento del sistema educativo se ha quebrado. Esta situación es habitualmente pensada y vivida como una ruptura, como discontinuidad. Se hace continua referencia a la violencia que aparece en forma desembozada, es decir en su pura expresión. Se responsabiliza a los medios de comunicación, a las cosas que niños y adolescentes ven por televisión, a la sociedad en general, a la corrupción en la esfera pública, a las desmedidas apetencias materiales, a la falta de gobiernos firmes, a la excesiva permisividad que se supone se ha instalado, al no respeto a las leyes y a la falta de leyes más severas, a las desigualdades sociales, a la injusticia en la distribución de bienes materiales y simbólicos. Las distintas opiniones refleja

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