El Alfiler
Enviado por jacki2315 • 29 de Agosto de 2013 • 1.466 Palabras (6 Páginas) • 378 Visitas
El Alfiler
La bestia cayó de bruces, rezumando de dolor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Ticabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.
Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
-¿Qué te pasa, Borradito? Te estan repiquetenado las choquezuelas...Si no nos comemos aquí a la gente. Habla nomas...
El Borradito, llamado así en el valle por su rostro picado de viruelas, asió con desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez-la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia en el camino-, que enmudecio por un minuto. De repente, sin respirar, exhaleo su ingenua retahila:
-Pues le diré a mi amito, que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revolver, como siempre que se hallaba conmovido, fue, sin duda, por mandato especial de la Providencia, pero estrujó el brazo del criado, queriendo extirparle mil detalles.
-¿Anoche?... ¿Está muerta?...¿Grimanesa?...
Algo advirtió quizá en las oscuras explicaciones del Borradito, pues sin decir palabras, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo a ensillar su mejor "caballo de paso". Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con sus fuegos de bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias que todavia lloran la muerte de los Incas, ocurrida en siglos remotos, pero revivisciente en la endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos que ostentaban en el ruedo de velludo camesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así... ¡Badajo!...
Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadres.
En la tarde ya vencida se escuchó otro galope resonante y premioso sobre los cantos rodados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire gritando:
-¿Quién vive?
Refreno su carrera el jinete próximo, y con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
-¡Amigo! Soy yo, ¿No me conoce?, el administrados de Sincavilca. Voy a buscar cura para el entierro. Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa el llamar al cura si Grimanesa estaba muerte y por qué razón no se hallaba en la hacienda al capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galopar con el flanco lleno de sangre.
Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio acongojaba. Hasta los perros, enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa colonial, las grandes puertas claveteadas de plata ostentaban ya crespones en forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba Conrado Basadre. Con voz empañada por el llanto, rogó el viejo a su yerno que lo dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada, que volvia a caer sobre las sábanas, entre jazmines del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa en el vall, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata que había servido a un abuelo suyo para trucidar rebeldes en una antigua sublevacion de los indios.
Al Besar don Timoteo la santa imagen quedo entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejo del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba en la noche cerrada.
Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse
...