El Elogio
Enviado por elpampislokote • 14 de Agosto de 2013 • 12.071 Palabras (49 Páginas) • 236 Visitas
EL ELOGIO DE LOS JUECES
ESCRITO POR UN ABOGADO
Piero Calamandrei
DE LA URBANIDAD (O DE LA DISCRECIÓN) EN LOS JUECES
Mientras el proceso se concebía como un duelo entre los litigantes,en el cual el magistrado, a modo de árbitro en campo de deportes, se limitaba a anotar los puntos y a controlar que se observaran las re-glas del juego, parecía natural que la abogacía se redujera a un certamende acrobacias y que el valor de los defensores se juzgara con criterio, como si dijéramos, deportivo.
Una frase ingeniosa, que no hiciese avanzar un paso a la verdad, pero que atacase en lo vivo cualquier defecto del defensor contrario, producía el entusiasmo del público, como hoy, en el estadio, el golpe maestro de un futbolista. Y cuando el abogado se levantaba para informar, dirigía-se al público con el mismo gesto del púgil que al subir al ring muestra laturgencia de los bíceps.
Pero hoy, cuando todos saben que en cada proceso, aun en los civiles, se ventila, no un juego atlético, sino la más celosa y alta función delEstado, no se acude a las Salas de justicia para admirar escaramuzas. Losabogados no son ni artistas de circo ni conferenciantes de salón: la justiciaes una cosa seria.
Yo me pregunto —me decía confidencialmente un juez— si en elcomportamiento extraño de ciertos abogados en la audiencia pública, nohabrá la misteriosa intervención de algún medium.
Los tales, cuando no visten la toga, son en verdad personas correctas y discretas que conocen perfectamente y practican todas las reglas deurbanidad. Detenerse con ellos en la calle a hablar del tiempo que hace,es un delicioso placer; saben que no está bien levantar la voz en la conversación, se abstienen de emplear palabras enfáticas para expresar cosassencillas, guárdanse de interrumpir la frase de su interlocutor y de infligirle el tormento de largos periodos; y cuando entran en una tienda a comprar una corbata o se sientan a conversar en un salón, no se ponen a darpuñetazos sobre el mostrador ni a apuntar con el índice, desorbitados losojos, contra la señora de la casa que sirve el té. Y, sin embargo, esas mismas personas, tan bien educadas, cuando están en audiencia, olvidan laurbanidad y los buenos modales. Con los cabellos desordenados y congestionado el rostro, emiten una voz estridente y gutural, que parece amplificada por las arcanas concavidades de otro mundo; emplean gestos y vocabulario que no son los suyos, y hasta alteran (también he podido observarlo) la pronunciación habitual de ciertas consonantes. ¿Habrá, pues,qué creer que caen como suele decirse, en trance, y que a través de suinerte persona habla el espíritu de algún charlatán de feria escapado delinfierno?
Así debe ser; no se comprendería de otra manera cómo puedensuponer que, para hacerse tomar en serio por el Tribunal, tengan que gritar, gesticular y desorbitar los ojos en la audiencia de tal modo, que si lohicieran en sus casas, cuando están sentados a la mesa con su familia, entre sus inocentes hijitos, desencadenarían una clamorosa tempestad decarcajadas. Sería conveniente que, entre las varias pruebas que los candidatos a la abogacía hubiesen de superar con el fin de ser habilitados parael ejercicio de la profesión, se comprendiese también una prueba de resistencia nerviosa, como la que se les exige a los aspirantes a aviadores. Nopuede ser un buen abogado quien está siempre a punto de perder la cabeza por una palabra mal entendida, o que ante la villanía del adversario,sólo sepa reaccionar recurriendo al tradicional gesto de los abogados de lavieja escuela de tomar el tintero para arrojárselo. La noble pasión delabogado debe ser siempre consciente y razonable; tener tan dominadoslos nervios, que sepa responder a la ofensa con una sonrisa amable y darlas gracias con una correcta inclinación al presidente autoritario que lepriva del uso de la palabra. Está perfectamente demostrado ya que la vociferación no es indicio de energía, y que la repentina violencia no es indicio de verdadero valor; perder la cabeza durante el debate representacasi siempre hacer que el cliente pierda la causa.
El abogado que creyera atemorizar a los jueces a fuerza de gritos,me recordaría al campesino que, cuando perdía alguna cosa, en lugar derecitar plegarias a san Antonio, abogado de las cosas perdidas, comenzaba a lanzar contra él una serie de blasfemias, y después quería justificar suimpío proceder diciendo:
—A los santos, para hacer que nos atiendan, no hay que rogarles,sino meterles miedo.
El aforismoiuranovit curia(la curia conoce las leyes) no es solamenteuna regla de derecho procesal, la cual significa que el juez debe hallar deoficio la norma que corresponde al hecho, sin esperar a que las partes sela indiquen, sino que es también una regla de corrección forense, que indica al abogado, si siente interés por la causa que defiende, que le conviene no dar la impresión de enseñar a los jueces el derecho; por el contra-rio, la buena educación impone que se les considere como maestros. Serágran jurista, pero a la verdad pésimo psicólogo (y, por consiguiente, mediocre abogado), quien hablando a los jueces como si estuviese en cátedra, los molestara con la ostentación de su sabiduría y los fatigara coninusitadas y abstrusas exposiciones doctrinales.
Me viene a la memoria aquel viejo profesor de medicina legal, quedándose cuenta de que un examinando había utilizado para prepararse,en lugar de sus apuntes, amarillentos por cincuenta años de uso, un difíciltexto moderno, le dijo, interrumpiéndolo con semblante suspicaz: —Jo-ven, me parece que quieres saber más que yo. Y lo suspendió.
Yo tengo confianza en los abogados —me decía un juez—, por-que abiertamente se presentan como defensores de una de las partes yconfiesan así los límites de su credibilidad; pero desconfío de ciertos jurisconsultos de la cátedra que, sin firmar los escritos y asumir abierta-mente la función de defensor, colocan dentro de la carpeta de la causa,dirigidos a nosotros, los jueces, cual si fuésemos sus alumnos, ciertos dictámenes que titulan “por la Verdad”, como queriendo hacer creer quecon los tales dictámenes no estiman ellos hacer obra de patrocinadoresde una de las partes, sino de maestros desinteresados que no se cuidande las cosas terrenales. Esta forma de proceder me parece indiscreta pordos motivos: primero, porque si elconsiliumsapientisestaba en uso cuan-do los juzgadores eran analfabetos, ofrecer actualmente al magistrado,que tiene su título académico, lección a domicilio, no es hacerle unCumplido; segundo, porque no se alcanza a comprender cómo puedeocurrir que, en esos dictámenes, incluidos entre
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