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El Matadero


Enviado por   •  3 de Julio de 2014  •  5.739 Palabras (23 Páginas)  •  169 Visitas

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A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes

como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros

prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente

que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo del 183... Estábamos, a más, en cuaresma,

época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine,

abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne

es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación

directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen

al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el

pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo

traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos

dispensados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no

faltan, dispuestos siempre a violar las mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad

con el mal ejemplo.

Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron

a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida

se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta

el pie de las barrancas del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando

su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como

un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua

y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos

y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas

al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos

y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo

y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina

rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que

os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah

de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes

y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes

horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación

os declarará malditos.

Las pobres mujeres salían del templo sin aliento, anonadadas, echando, como era natural, la culpa de

aquella calamidad a los unitarios.

Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los

predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece

no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse

al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta,

de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando

al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando

al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.

El Matadero. Esteban Echeverría

Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque

bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro

ni plegarias.

Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el Matadero

de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros

y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos

y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era

general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre

él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro

reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula;

pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.

No quedó en el Matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron

o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras,

como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar

cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el Matadero, emigraron en

busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo;

pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron

el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro

mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.

Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por

estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes

pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase

de nutrición animal y de promiscuación

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