El Pensamiento De Einstein
Enviado por pauv • 14 de Octubre de 2013 • 2.710 Palabras (11 Páginas) • 204 Visitas
En el transcurso del siglo pasado y parte del anterior se sostuvo
de manera generalizada que existía un conflicto insalvable entre la
ciencia y la fe. La opinión que predominaba entre las personas de ideas
avanzadas afirmaba que había llegado la hora de que el conocimiento,
la ciencia, reemplazase a la fe; toda creencia que no se apoyara en el
conocimiento era superstición y, como tal debía ser combatida. De
acuerdo con esta concepción, la educación tenía como única función
abrir el camino al pensar y al conocer, y la escuela, como instrumento
decisivo de la instrucción del pueblo, debía servir sólo a este fin.
Sin duda es difícil hallar, si se la encuentra, una exposición tan
simple del punto de vista racionalista; toda persona sensata puede ver
en efecto lo unilateral de esta exposición. Sin embargo también es
aconsejable exponer una tesis nítida y concisa si se quieren aclararlas
ideas respecto a la naturaleza de este problema.
Por supuesto que el mejor medio de defender cualquier convicción
es fundarla en la experiencia y en el razonamiento. Tenemos que
aceptar en este caso el racionalismo extremo. El punto débil de esta
concepción resulta, empero, que esas ideas que son inevitables y determinan
nuestra conducta y nuestros juicios no pueden basarse sólo en
este único procedimiento científico.
En efecto, el método científico no puede mostrarnos más que cómo
se relacionan los hechos entre sí y cómo se condicionan mutuamente.
El deseo de alcanzar este conocimiento objetivo pertenece a la
máxima exigencia de que es capaz el hombre, y pienso, por cierto, que
nadie sospechará que intente reducir los triunfos y las luchas heroicas
del hombre en este ámbito. Sin embargo, es manifiesto también que el
conocimiento de lo que es no da acceso directo a lo que debería ser. Se
puede tener el conocimiento más claro y completo de lo que es, y no
lograr, en efecto, deducir de ello lo que debería ser la finalidad de
nuestras aspiraciones humanas. El conocimiento objetivo nos proporciona
poderosos instrumentos para conseguir ciertos fines, pero el
objetivo último en sí y el propósito de alcanzarlo deben venir de otra
fuente. No creo que sea necesario siquiera defender la tesis de que
nuestra existencia y nuestra actividad sólo asumen sentido por la prosecución
de un objetivo tal y los valores correspondientes. El conocimiento
de la verdad como tal es admirable, mas su utilidad como guía
es tan escasa que no es posible demostrar ni la justificación ni el valor
de la aspiración hacia ese mismo conocimiento de la verdad. Por consiguiente,
nos enfrentamos aquí con los límites de la concepción puramente
racional de nuestra existencia.
Sin embargo, no debe suponerse que el pensamiento inteligente
no desempeñe algún papel en la formación de lo objetivo y de los juicios
éticos. Cuando se comprende que ciertos medios serían útiles para
la consecución de un fin, los medios en sí se convierten entonces en un
fin. La inteligencia nos aclara la interrelación entre medios y fines.
Empero, el simple pensamiento no es capaz de proporcionarnos un
sentido de los fines últimos y fundamentales. Penetrar estos fines y
estas valoraciones esenciales e introducirlos en la vida emotiva de los
individuos, me parece, de manera concreta, la función más importante
de la religión en la vida social del hombre. Y si nos preguntamos de
dónde se deriva la autoridad de tales fines esenciales, puesto que no
pueden fundarse y justificarse en la razón, sólo diremos: son, en una
sociedad sana, tradiciones poderosas, que influyen en la conducta, en
las aspiraciones y en los juicios de los individuos. Esto es, están allí
como algo vivo, sin que resulte indispensable buscar una justificación
de su existencia. Adquieren fuerza no mediante la demostración sino
de la revelación, a través de personalidades vigorosas. No es posible
tratar de justificarlas, sino captar su naturaleza de modo simple y claro.
Los más elevados principios de nuestras aspiraciones y juicios
nos los proporciona la tradición religiosa judeocristiana. Es un objetivo
muy digno que, con nuestras débiles fuerzas, sólo logramos alcanzar
muy pobremente, si bien proporciona una base segura a nuestras aspiraciones
y valoraciones. Si se separa este objetivo de su forma religiosa
y se examina en su mero aspecto humano, tal vez sea posible exponerlo
así: Desarrollo libre y responsable del individuo, de modo que logre
poner sus cualidades, con libertad y alegría al servicio de toda la humanidad.
No se intenta divinizar a una nación, a una clase ni tampoco a un
individuo. ¿No somos todos hijos de un padre, tal como se dice en el
lenguaje religioso? En verdad, tampoco correspondería al espíritu de
este ideal la divinización del género humano, como una totalidad abstracta.
Sólo tiene alma el individuo. Y el fin superior del individuo es
servir más que regir, o superarse de cualquier otro modo.
Si se examina la sustancia y se olvida la forma, pueden considerarse
además estas palabras, como expresión de la actitud democrática
esencial. El verdadero demócrata, igual que el hombre religioso, no
puede adorar a su nación en el sentido corriente del término.
¿Cuál es, pues, en este problema, la función de la educación y de
la escuela? Debería ayudarse al joven a formarse en un espíritu tal que
esos principios esenciales fuesen para él como el aire que respira. Sólo
la educación puede lograr este propósito.
Si se tienen estos elevados principios claramente a la vista, y se
los compara con la vida y el espíritu de la época, se comprueba con
pena que la humanidad civilizada se halla en la actualidad en un grave
peligro. En los estados totalitarios los propios dirigentes se esfuerzan
por destruir este espíritu de humanidad. En las zonas menos amenazadas
son el nacionalismo y la intolerancia, la opresión de los individuos
por medios económicos los que pretenden asfixiar esas valiosísimas
tradiciones.
La conciencia de la gravedad de esta amenaza crece, sin embargo,
entre los intelectuales, y se buscan con afán los medios para contrarrestar
el peligro . . . tanto en el dominio de
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