El Sastresillo Valiente
Enviado por linodarkness • 23 de Octubre de 2012 • 3.004 Palabras (13 Páginas) • 520 Visitas
El Sastrecillo Valiente
Una mañana de primavera se encontraba un humilde sastrecillo sentado junto a su mesa, al lado de la ventana. Estaba de buen humor y cosía con entusiasmo; en esto, una campesina pasaba por la calle pregonando su mercancía:
-¡Vendo buena mermelada! ¡Vendo buena mermelada!
Esto sonaba a gloria en los oídos del sastrecillo, que asomó su fina cabeza por la ventana y llamó a la vendedora:
-¡Venga, buena mujer, que aquí la aliviaremos de su mercancía!
Subió la campesina las escaleras que llevaban hasta el taller del sastrecillo con su pesada cesta a cuestas; tuvo que sacar todos los tarros que traía para enseñárselos al sastre. Éste los miraba y los volvía a mirar uno por uno, metiendo en ellos las narices; por fin, dijo:
-La mermelada me parece buena, así que pésame dos onzas, buena mujer, y si llegas al cuarto de libra, no vamos a discutir por eso.
La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que pedía y se marchó malhumorada y refunfuñando:
-¡Muy bien -exclamó el sastrecillo-, que Dios me bendiga esta mermelada y me dé salud y fuerza!
Y, sacando un pan de la despensa, cortó una rebanada grande y la untó de mermelada.
-Parece que no sabrá mal -se dijo-; pero antes de probarla, terminaré este jubón.
Dejó la rebanada de pan sobre la mesa y continuó cosiendo; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía de la mermelada se extendía por la habitación, hasta las paredes donde las moscas se amontonaban en gran número; éstas, sintiéndose atraídas por el olor, se lanzaron sobre el pan como un verdadero enjambre.
-¡Eh!, ¿quién os ha invitado? -gritó el sastrecillo, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes.
Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas. El sastrecillo, por fin, perdió la paciencia; irritado, cogió un trapo y, al grito de: «¡Esperad, que ya os daré!», descargó sin compasión sobre ellas un golpe tras otro. Al retirar el trapo y contarlas, vio que había liquidado nada menos que a siete moscas.
-¡Vaya tío estás hecho! -exclamó, admirado de su propia valentía-; esto tiene que saberlo toda la ciudad.
Y, a toda prisa, el sastrecillo cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras: «¡Siete de un golpe!»
-¡Qué digo la ciudad! -añadió-; ¡el mundo entero tiene que enterarse de esto! -y su corazón palpitaba de alegría como el rabo de un corderillo.
Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir al mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que pudiera llevarse; pero sólo encontró un queso viejo, que se metió en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo, junto al queso. Luego se puso valientemente en camino y, como era delgado y ágil, no sentía ningún cansancio.
El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo más alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando plácidamente el paisaje. El sastrecillo se le acercó con atrevimiento y le dijo:
-¡Buenos días, camarada! ¿Qué tal? Estás contemplando el ancho mundo, ¿no? Hacia él voy yo precisamente, en busca de fortuna. ¿Quieres venir conmigo?
El gigante miró al sastrecillo con desprecio y le dijo:
-¡Quítate de mi vista, imbécil! ¡Miserable criatura...!
-¿Ah, sí? -contestó el sastrecillo, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón-; ¡aquí puedes leer qué clase de hombre soy!
El gigante leyó: «Siete de un golpe» y, pensando que se trataba de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba: agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.
-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!
-¿Nada más que eso? -preguntó el sastrecillo-. ¡Para mí es un juego de niños!
Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.
-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecillo. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.
-Anda, hombrecito, a ver si haces algo parecido.
-Un buen tiro -dijo el sastrecillo-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás.
Y sacando al pájaro del bolsillo, lo lanzó al aire. El pájaro, encantado de verse libre, se elevó por los aires y se perdió de vista.
-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecillo.
-Tirar piedras sí que sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre.
Y llevando al sastrecillo hasta un majestuoso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo:
-Si eres verdaderamente fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque.
-Con mucho gusto -respondió el sastrecillo-. Tú, cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré de la copa, que es lo más pesado .
En cuanto el gigante se echó al hombro el tronco, el sastrecillo se sentó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo que cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecillo iba de lo más contento allí detrás y se puso a tararear la canción: «Tres sastres cabalgaban a la ciudad», como si el cargar árboles fuese un juego de niños.
El gigante, después de llevar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El sastrecillo saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
-¡Un grandullón como tú y ni siquiera puedes cargar con un árbol!
Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, agarrando la copa, donde cuelgan las frutas más maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol y, en cuanto lo soltó el gigante, volvió a enderezarse, arrastrando al sastrecillo por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:
-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar esa delgada varilla?
-No es que me falten fuerzas -respondió el sastrecillo-. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un
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