El Sicariato
Enviado por exilio • 13 de Septiembre de 2011 • 3.145 Palabras (13 Páginas) • 902 Visitas
Ahora que vuelvo, Ton
ERAS REALMENTE pintoresco, Ton; con aquella gorra de los tigres del Licey, que ya no era azul sino berrenda, y el pantalón de kaki que te ponías planchadito los sábados por la tarde para ir a juntarte con nosotros en la glorieta del parque Salvador, a ver las paradas de los Boy Scouts en la avenida y a corretear y bromear hasta que de repente la noche oscurecía el recinto y nuestros gritos se apagaban por las calles del barrio. Te recuerdo, porque hoy he aprendido a querer a los muchachos como tú y entonces me empeño en recordar esa tu voz cansona y timorata y aquella insistente cojera que te hacía brinca a cada paso y que sin embargo no te impedía correr de home a primera, cuando Juan se te acercaba y te decía al oído vamos a sorprenderlos, Ton; toca por
tercera y corre mucho. Como jugabas con los muchachos del cine Aurora, compartiste con nosotros muchas veces la alegría de formar aquella rueda en box ¡rosi, rosi, sin bomba - Aurora - ra - ra -ra! y eso que tú no podías jugar todas las entradas de un partido porque había que esperar a que nos fuéramos por encima del Miramar o La Barca para darle un chance a Ton que vino tempranito y no te apures, Ton que ahorita entras de emergente. ¿Cómo llegaste al barrio? ¿Cuándo? ¿Quién te invitó a la pandilla? ¿Qué cuento de Pedro Animal hizo Toñín esa noche, Ton? ¿Serías capaz de recordar que en el radio en casa de Candelario todas las noches a las nueve Mejoral, el calmante sin rival, presenta: Cárcel de mujeres, y entonces alguien daba palmadas desde la puerta de una casa y ya era hora de irse a dormir, -se rompió la taza--
Yo no sé si tú, con esa manera de mirar con un guiño que tenías cuando el sol te molestada, podrías reconocerme ahora. Probablemente la pipa apretada entre los dientes me presta una apariencia
demasiado extraña a ti, o esta gordura que empieza a redondear mi cara y las entradas cada vez más obvias en mi cabeza, han desdibujado ya lo que podría recordarse de aquel muchacho que se hacía la raya a un lado, y que algunas tardes te acompañó a ver los training de Kid Barquerito y de 22-22 en la cancha, en los tiempos en que -Barquero se va para La Habana a pelear con Acevedoy Efraín, el entrenador, con el bigote de Joaquín Pardavé, -¡Arriba, arriba, así es, la izquierda, el
jab ahora, eso es!- y tú después, apoyándote en tu pie siempre empinado, -can-can-can-can-cangolpeando el aire con tus puños, bajábamos por la calle Sánchez, -can-can-can- jugabas la soga contra la pared, siempre saltando por tu cojera incorregible y yo te decía que -no jodas, Ton, pero tú seguías y entonces, ya en pleno barrio, yo te quitaba la gorra, dejando al descubierto el óvalo grande de tu cabeza de zeppelín, aquella cabeza del -¡Ton, Melitón, cojo y cabezón!- con que el flaco Pérez acompañaba el redoble de los tambores de los Boy Scouts para hacerte rabiar hasta el extremo de mentarle -Tumadrehijodelagranputa-, y así llegábamos corriendo uno detrás del otro,
hasta la puerta de mi casa, donde, poniéndote la gorra, decías siempre lo mismo -¡a mí no me hables!- Para esos tiempos, el barrio no estaba tan triste Ton, no caía esa luz desteñida y polvorienta sobre las casas ni este deprimente olor a tablas viejas se le pegaba a uno de la piel, como un tierno y resignado vaho de miseria, a través de las calles por donde minutos atrás yo he venido inútilmente echando de menos los ojos juntos y cejudos del -búho- Pujols, las latas de carbón a la puerta de la casa amarilla, el perro blanco y negro de los Pascual, la algarabía en las fiestas de cumpleaños
de Pin Báez, en las que su padre tomaba cerveza con sus amigos sentado contra la pared de ladrillos, en un rincón sombrío del patio, y nosotros, yo con mi traje blanco almidonado; ahora recuerdo el bordoneo puntual y melancólico de la guitarra del Negro Alcántara, mientras alrededor del pozo corríamos y gritábamos y entre el ruido de la heladera el diente cariado de Asia salía y se escondía alternativamente en cada grito. Era para morirse de risa, Ton, para enlodarse los zapatos, para empinarse junto al brocal y verse en el espejo negro del pozo, cara de círculos concéntricos, cabellos de helechos, salivazo en el ojo, y después -mira cómo te has puesto, cualquiera te revienta, perdiste dos botones, tigre, eso es lo que eres, un tigre, a este muchacho, Arturo, hay que quemarlo a golpes-; pero entonces éramos tan iguales, tan lo mismo, tan -fraile y convento, convento sin fraile, que vaya y que venga-, Ton, la vida era lo mismo, -un gustazo: un trancazo-, para todos. Claro que ahora no es lo mismo. Los años han pasado. Comenzaron a pasar desde aquel día en que miré las aguas verdosas de la zanja, cuando papá cerró el candado negro y mamá se quedó mirando la casa por el vidrio trasero del carro y yo los saludé a ustedes, a ti, a Fremio, a Juan, a Toñín, que
estaban en la esquina, y me quedé recordando esa cara que pusieron todos, un poco de tristeza y de rencor, cuando aquella mañana (ocho y quince en la radio del carro) nos marchamos definitivamente del barrio y del pueblo. Ustedes quedarían para siempre contra la pared grisácea de la pulpería de Ulises. La puya del trompo haciendo un hoyo en el pavimento, la gangorra lanzada al aire con violenta soltura,
machacando a puyazos y cabezazos la moneda ya negra de rodar por la calle; no tendrían en lo adelante otro lugar que junto a ese muro que se iría oscureciendo con los años -a Milita se la tiró Alberto en el callejoncito del tullío- escrito con carbón allí, y los días pasando con una sorda modorra que acabaría en recuerdo, en remota y desvaída imagen de un tiempo inexplicablemente perdido para siempre.
Una mañana me dio por contarles a mis amigos de San Carlos cómo eran ustedes; les dije de Fremio, que descubrió que en el piso de los vagones, en el muelle, siempre quedaba azúcar parda cuando los barcos estaban cargando, y que se podía recoger a puñados y hasta llenar una funda y sentarnos a comerla en las escalinatas del viejo edificio de aduanas; les conté también de las zambullidas en el río y llegar hasta la goleta de tres palos, encallada en el lodo sobre uno de sus costados, y que
una vez allí, con los pies en el agua, mirando el pueblo, el humo de la chimenea, las carretas que subían del puerto cargadas de mercancías, pasábamos el tiempo orinando, charlando, correteando de la popa al bauprés, hasta que en el reloj de la iglesia se hacía tarde y otra vez, braceando, ganamos la orilla en un escandaloso chapoteo que ahora me parece estar oyendo, aunque no lo creas, Ton. Los muchachos quedaron fascinados con nuestro mundo de manglares, de locomotoras, de cigüas,
de cuevas de cangrejos, y desde entonces me hicieron relatar historias que en el curso de los días yo fui alterando
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