El suplicio de San Antonio B. Traven
Enviado por saenz15 • 18 de Marzo de 2014 • Informe • 600 Palabras (3 Páginas) • 368 Visitas
El suplicio de San Antonio B. Traven
Al hacer la cuenta de sus ahorros, Cecilio Ortiz, minero indígena, se encontró con que ya tenía el dinero suficiente para comprarse el reloj que tanto ambicionara desde el día en que el tendero del pueblo le explicara las grandes cosas que un reloj hace y lo que representa en la vida de un hombre decente, pues, además, no era posible considerar como tales a quienes carecen de uno.
El reloj que Cecilio compró era de níquel y muy fino, de acuerdo con la opinión de quienes lo habían visto. Su mayor atractivo consistía en que podían leerse las veinticuatro horas en vez de doce, lo que, según sus compañeros de trabajo, representaba una gran ventaja, cuando era necesario viajar en ferrocarril. Naturalmente él se sentía orgullosísimo en posesión de semejante objeto.
Era el único de todos los hombres de su cuadrilla que llevaba su reloj al trabajo en la mina, por lo que llegó a considerarse como persona de mucha importancia, pues no sólo sus compañeros, sino el capataz y hasta los de otras cuadrillas, le preguntaban con frecuencia la hora. Debiendo a su reloj la alta estimación que le profesaban sus compañeros, lo trataba con el mismo cuidado con el que suele tratar un subteniente sus medallas.
Mas una tarde descubrió con horror que su reloj había desaparecido. No podía precisar si lo había perdido durante las horas de trabajo, o en el camino cuando se dirigía a la mina, porque justamente aquel día nadie le había preguntado la hora sino hasta el momento en que él se percatara de la pérdida. Nadie en el pueblo, ni uno sólo de los mineros, se habría atrevido a usarlo, a mostrarlo a alguien, a venderlo o a empeñarlo; por esto le parecía improbable que se lo hubieran robado. Cecilio, hombre listo como era, había hecho que el relojero grabara su nombre en la tapa del reloj. El grabado le había costado dos pesos cincuenta centavos, considerados como buena inversión por Cecilio. El relojero, que en su pueblo natal había sido herrero, había estado enteramente de acuerdo con la idea de que ninguna protección mejor para evitar el robo de un reloj que aquella de grabar profundamente y con letras bien gruesas el nombre de su propietario sobre la tapa. Y el herrero había llevado a cabo tan a conciencia su trabajo, que si alguien hubiera pretendido borrar el nombre habría tenido que destruir toda la caja.
Sin embargo, Cecilio no había quedado enteramente satisfecho con aquella precaución y había llevado el reloj a la iglesia para que el señor cura lo bendijera, por cuyo trabajo había pagado un tostón. Había abrigado la esperanza de que, protegido de aquella manera, el reloj permanecería en su poder hasta el último día de su vida. Y para su pena, se encontraba con que, el reloj había desaparecido.
Durante horas enteras buscó por todos los rincones de la mina en que había desarrollado su jornada, pero el reloj no apareció.
Nada podría hacerse hasta el domingo, cuando, con ayuda de la iglesia y muy particularmente de los santos, arreglaría el asunto. Como todos los indios de su raza, tenía una idea primitiva sobre la religión y sus virtudes. Confió el asunto a la dueña de la fonda donde tomaba sus alimentos, y ésta le aconsejó visitar a San Antonio, quien no sólo arreglaba los asuntos de los novios, sino que solucionaba prácticamente todos los problemas de sus fieles devotos.
El pueblecito más cercano estaba situado a unos cinco kilómetros de distancia, así es que el domingo, a primera hora, Cecilio se encaminó hacia allá para exponerle su desventura a San Antonio. Entró en la iglesia y, después de persignarse ante el altar mayor, se dirigió hacia el oscuro nicho que, sobre un altar especial, guardaba la imagen de madera del santo en actitud serena y solemne.
Le compró una cera de diez centavos, la encendió y se la colocó a los pies. Después se persignó varias veces, extendió los brazos y, arrodillado, explicó al santo lo que le ocurría. Como por experiencia personal sabía que nadie hace nada de balde, ofreció al santo cuatro veladoras de a cinco centavos y una manita de metal (de las que dicen ser de plata, y que en su mayoría, al igual que los demás “milagros”, medallas, etc., son fabricados y vendidos por los judíos) si le ayudaba a recobrar su reloj. De hecho, ordenó a San Antonio que encontrara su reloj, en una semana, ni un solo día después del domingo venidero, fecha en la que iría a la iglesia a enterarse del resultado de sus gestiones.
Durante la semana siguiente, el reloj no apareció. Y así el domingo, Cecilio se dirigió nuevamente a la iglesia. En aquella ocasión fue directamente hacia el nicho de San Antonio, sin detenerse, como era su obligación, ante el altar mayor para rezar a la Virgen.
Se persignó devotamente, y cuando no vio su reloj en el sitio en que esperaba encontrado, esto es, a los pies del Santo, levantó el hábito café que éste vestía y buscó cuidadosamente entre los múltiples pliegues de la vestidura, usando para ello una absoluta falta de respeto, pues había recibido una gran desilusión en su infantil creencia acerca de los poderes del santo y su deseo de ayudar a los humanos.
Convencido de que la cera, al igual que sus promesas de recompensa, no habían dado un resultado efectivo, decidió intentar otros medios para lograr que el santo cumpliera con lo que él consideraba era su obligación.
Compró otra cera, sin necesidad de salir a buscada, porque en el interior de la iglesia se traficaba activamente. Había alrededor de media docena de puestos en los que podía encontrarse todo aquello que los fieles necesitaban para hacer sus ofrendas a los santos. Vendían gran cantidad de retratos, entre los que se contaban los de los
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