El Canalla San Antonio
Enviado por josefan • 21 de Mayo de 2012 • 1.872 Palabras (8 Páginas) • 841 Visitas
El canalla San Antonio
Rufino Blanco Fombona
Se llamaba Casimiro Requena, y nació en una aldehuela de los Valles de Aragua. Su profesión consistía en vender agua a domicilio. Muy de mañanita se le encontraba a horcajadas en el anca de su burra pelicana: Gracia de Dios, como él la llamaba. Gracia de Dios, cargada, además, con dos barriles, tomaba el camino de un manantial vecino, donde el agua pura, cristalina, semejaba el agua de un filtro.
De regreso de la fuente, Gracia de Dios, cimbrándose con sus dos barriles llenos de agua, y con Requena caballero en el anca, atravesaba las mismas calles de siempre, se detenían ante las mismas casas y emprendía nuevamente, cada hora más o menos, el camino de la fontana.
Gracia de Dios parecía una persona, y en opinión de todo el mundo era más inteligente que su amo y señor, Casimiro Requena. Casimiro, de carácter taciturno y mal genio, era asimismo torpe como un cerdo. Pequeño, barrigón, asanchado, semejábase a un tonel. Era bizco, y se afeitaba todo el rostro; pero no se afeitaba a menudo, por donde siempre parecía, a pesar de su lustrosa persona, con aspecto demacrado o aire de enfermo. Lo apodaban el Sacristán, tanto por su cara rasa como por su fervorismo religioso, y porque en sus primeras mocedades fue monago. La fe del Sacristán no era mojigatería. Nunca sentimiento más sincero anidó en el pecho de un hombre. La fe de Casimiro era proverbial. Hasta las mujeres le daban bromas.
A la puerta de la iglesia, y al salir de misa la mañana de un domingo, cierto chusco de un corro, dirigiéndose a Requena:
— Casimiro —le dijo—, ¿quieres comprarme un hueso auténtico del Espíritu Santo?
Todo el mundo se echó a reir; pero Requena iba descuartizando al deslenguado.
— No haga usted caso de ese vagabundo, Casimiro; no se incomode —aventuró alguién con ironía.
— Cómo no hacerle caso —murmuraba Requena—, si viene a burlarse en mis barbas de las cosas divinas. ¡Un hueso del Espíritu Santo! ¡Ignorante! ¡Los huesos del Espíritu Santo los tiene el Papa!
Casimiro era quien vestía las imágenes la víspera de la fiesta patronal, por Semana Santa y por Pascua. Era el primero que tomaba su cirio en las procesiones; era él, además, quien regalaba al cura los pollos más gordos, los marranitos mejor cebados, los nísperos más ricos y olorosos.
Casimiro prestaba todo género de servicios al cura, creyendo servir a la iglesia y, lo que es más, a Dios. Cierta ocasión el cura se valió de los buenos oficios del Sacristán contra "un enemigo de la iglesia".
Un jovenzuelo del lugar, recién llegado de Caracas, donde se empapó del volterianismo callejero, fundó un periodicucho jacobino, El Rayo, no mayor que un pañuelo. Allí insultó al Gobierno, en la persona del jefe civil, y al Clero, en la persona del cura.
El magistrado era inamovible. Por enfermedad vivía de largo tiempo atrás en aquel pueblo, y como era inteligente, honrado y bueno, todo el mundo lo quería, y el Gobierno no pensaba en sustituirlo. El magistrado, pues, sonreía a los ataques de El Rayo. No así el cura. El cura contestó los ataques al Clero y a la Iglesia en El Mensaje Católico, diario provincial también. Pero sus argumentos no contundían al adversario. El cura se comprendía menos fuerte que su enemigo.
Las opiniones se dividieron en el poblacho "los progresistas", es decir, los adeptos de El Rayo, contaron la mayoría. El periodista ateo triunfaba del cura. Entonces fue cuando el cura, como último argumento polémico, envió una medianoche a Casimiro Requena para que apalease al periodista.
— Lo mataré, señor cura; cuente usted con que lo mato.
— Matarlo, no, hijo —argumentaba el cura. La muerte es un crimen. ¿Y crees tú que Dios perdonaría ese crimen? Una buena paliza. Con eso basta. Así abandonará el pueblo.
Casimiro Requena volvía a su idea.
— ¿Y si me ataca, señor cura? Si me ataca, lo mato. Lo mato por Dios, y Dios me lo perdonará.
El cura se daba cuenta de la situación. Si aquel animal asesinaba al periodista, él, el párroco, a pesar de sus talares y santas vestiduras, se vería complicado en el crimen. Por eso le pronunció a Requena un discurso espeluzmante y decisivo. Sin embargo, cuando Requena partió iba murmurando entre dientes:
— Esta bien, no lo mataré. Pero lo sangraré.
El servicio de agua terminábase a mediodía. Requena aprovechaba la tarde —después de la siesta y antes de la indeclinable partida de bolos— en el corte de hierbas por los campos comarcanos. Esa hierba constituía la cena de Gracia de Dios.
A veces Casimiro se iba al pesebre a ver comer a su burra, su compañera, su amiga, su confidente, su único amor humano, el amor de sus amores terrenales. Se complacía en ver cómo lucía la piel de Gracia de Dios y le pasaba la rasqueta, peinándola como si peinase a una gentil novia. El maíz se lo remojaba en una tina de agua salada. La borrica miaraba aquellos preparativos con miradas golosas, y cuando el Sacristán no se daba prisa a servirla, junntaba las orejas sobre la frente rompía a rebuznar: "¡Vouugh! ¡Vouugh!".
— Ya voy, golosa; ya voy —respondíale Requena, como si la burra fuese una persona, y mirándola con ojos enamorados.
Un día el Sacristán, según su vieja costumbre, se levantó a la madrugadita; calentó su café, mascó su biscocho y se dirigió al pesebre para enjalmar su burra. Pero su sorpresa fue grande. Gracia de Dios no estaba allí. Requena corrió afuera, a la calle. La puerta estaba abierta. Desde la acera, Casimiro escudriñó la calle profunda, apenas clareante por un presentimiento
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