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KILÓMETRO TRECE.


Enviado por   •  24 de Febrero de 2016  •  Apuntes  •  39.264 Palabras (158 Páginas)  •  225 Visitas

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KILOMETRO TRECE

KM 13

1. Ruben’s

2. El laberinto

3. El bosque de los castigos

4. La dama de rojo

5. Sonrisa eterna

6. Le llamaban Nick

7. Preludio

8. Las lunas de octubre

9. Epílogo - Labios de rosa prohíbido

Ruben’s

"Everybody knows that the dice are loaded

Everybody rolls with their fingers crossed".

L. Cohen

Era una noche a finales de julio, de aquellas en las que el calor aún se resiste a ceder su lugar al clima templado del otoño y en las que sólo basta un poco de agitación para provocar humedad en el cuerpo y la imperiosa necesidad de buscar el alivio en la ligereza de ropa, el consumo indolente de bebidas frías o el placentero conjunto de ambas alternativas. En el interior de un Jaguar clásico color plata sonaba la voz pastosa y nostálgica de Cohen, muy ad hoc con las horas y el ánimo de Max, el conductor al volante del automóvil. Una nube de humo plomizo revoloteaba en el techo del coche, escapándose violentamente por las ventanillas y formándose de nuevo en cada bocanada, tal como ocurría con los planes en su cabeza para pasar las últimas horas antes del eventual retorno a casa. Cada posibilidad luchaba inútilmente por su vida, sólo para ser masacrada sin piedad por aburrida o por su carencia de emociones nuevas. Muy atrás habían quedado las trasnochadas con los compañeros de parrandas sin fin y las noches en la búsqueda del eternamente fugaz Amor físico o el mítico Amor eterno, ahora cazaba a solas en lugares estratégicos y medios bien estudiados, ahí radicaba principalmente la masacre de sus planes esa noche, todos estos sitios eran predecibles y descartables.

Hacía tiempo que Max caminaba por la cuerda floja de la vida y no se había percatado de ello. Todos saben que el sexo es adictivo, pero lo que no saben es que es por su conexión con nuestras raíces primarias. El aroma a excitación de una mujer es el más sutil de los olores y también, el más detectable a nivel del inconsciente para los machos de la especie humana; una verdadera droga natural para quienes la han saboreado en su forma más pura: líquida, caliente y manando directo de la fuente. Max era adicto al embriagante olor a entrepierna mojada, esa era la delgada cuerda por la que caminaba a ciegas, sin más brújula que sus ganas. Estaba acostumbrado a su efecto, a buscarlo y obtenerlo en cualquiera de sus manifestaciones y expresiones, física, textual o auditiva. Los efectos eran suficientemente efectivos para no hacer distinción ni desaire al que se presentara primero. Una sesión de sexo telefónico, con una trama excitante, susurrada en el tono de voz adecuado y con una interlocutora sensual y creativa podía ser tan intensa y apasionada como un blow job o un rapidín en un lugar público. Para la mayoría de los seres humanos esas son meras fantasías que nunca suceden más allá del terreno de los sueños y que adquieren un aura de misticismo sexual más allá de la realidad. Pero para Max, todas esas visiones eróticas cumplidas eran parte del exceso de equipaje con el que cargaba a la hora de buscar parejas sexuales y sentimentales. Le resultaba difícil conformarse con hábitos comunes y comportamientos promedio, sus expectativas sexuales se elevaban muy por encima de la media demográfica.

Aquella noche se decidió por hacer una parada tardía en Ruben’s con la idea de tomar un trago, fumar un cigarrillo y quizá, levantar algo más intenso para beberlo de madrugada. En la barra se hallaban algunos clientes conocidos, compañeros regulares que acompañaban en silencio su soledad con la callada o bulliciosa soledad de otros retazos de la misma tijera. En algunas mesas no faltaba la promesa velada de una antigua compañera de sexo casual, pero ninguna que lo motivara a lanzarse al conocido vacío de las caricias sin química. Después de un largo trance de estar sentado en su mesa, a solas con sus elucubraciones filosóficas-etílicas, se percató que Ricky, el encargado del lugar estaba a poco tiempo de correrlos a todos con el cruel encendido de las conocidas luces mata alegrías arrojándolos sin piedad a un mundo libre de humo, huérfano total de complicidad para los defectos físicos. Aunque bien recordaba ocasiones en las que la hora de cierre se había demorado para favorecer algún romance que se fraguaba o por la simple compasión de dar un rato más de refugio a la soledad conjunta.

Ricky, no era el dueño, por lo menos no se ostentaba como tal. Hasta donde Max recordaba de las charlas en la barra, entre un trago y el consumo lento pero consistente de aceitunas, le había escuchado que la dueña de Ruben’s era su esposa, una antigua y jubilada Escort, ahora arañando los cincuenta quien había fundado el bar como fachada para un negocio alterno de citas para caballeros y ahora le dedicaba el tiempo nocturno y toda su experiencia en el ramo para seguir percibiendo ingresos a costa de los vacío emocionales o sexuales de sus clientes, hombres y mujeres. Cuando Ricky entró en su vida, tuvieron uno de esos raros acuerdos que logran las parejas que hacen del Amor una perfecta balanza que otorga a cada uno lo que espera y necesita. Ella podía dedicarse tranquilamente en las noches a su antigua profesión sin practicarla, pero obteniendo con ella mejores entradas monetarias y Ricky podía hacer uso del tiempo libre obligado de una manera complementaria y alejada de los peligros que subyacen en las parejas que viven en husos horarios diferentes. Para ambos era lo mejor que podían aspirar sin renunciar a su estilo habitual de vida, Ricky había sido barman, barista y hasta guardia nocturno en su larga lista de oficios, por lo que estaba habituado a trabajar de noche, pero más que nada, a convivir con esos seres especiales que parecen asomarse sólo cuando la luna está en lo alto del firmamento.

Max se preparaba a pedir una última copa y sacar otro cigarrillo de una cajetilla semivacía que dormitaba en la mesa al lado del cenicero, cuando la vio por primera vez, con su insoportablemente sensual vestido rojo y un caminar soberbio sobre tacones, como una mantis religiosa. Ella entraba en el tercer puesto de una fila despreocupada de trasnochados que la acompañaban sin saberlo, para hacer derrapar a Max en una de las curvas más peligrosas que le deparaba el destino. Si para el mundo el rojo es señal de pasión, para él sería a partir de esa noche, sinónimo de una mujer sin nombre, que cavaría surcos imborrables de lava caliente en su espalda, una emperatriz del sexo que llegaba como ladrón a su vida, justo en el estertor de aquella madrugada de tragos y alegrías artificiales, y se marcharía de la misma manera alguna vez.

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