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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN


Enviado por   •  26 de Mayo de 2014  •  Tesis  •  1.748 Palabras (7 Páginas)  •  464 Visitas

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an animado como nos ha sido posible, de lo que fue la Revolución francesa en sus diversos aspectos. Ante todo hemos procurado poner en claro el encadenamiento de los hechos, ex-

plicándolos por los modos de pensar de la época y por el juego de los intereses y de las fuerzas en cada mo- mento concurrentes, sin despreciar los factores indivi- duales en todos aquellos casos en que hemos podido contrastar su acción.

Los límites que se nos habían impuesto no nos permitían decirlo todo. Veníamos obligados a realizar una selección de sucesos. Esperamos no haber dejado en olvido nada de lo esencial.

CAPÍTULO I

LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Las revoluciones, las verdaderas, aquellas que no se limitan a cambiar las formas políticas y el personal go- bernante, sino que transforman las instituciones y des- plazan la propiedad, tienen una larga y oculta gestación antes de surgir a plena luz al conjuro de cualesquiera circunstancias fortuitas. La Revolución francesa, que sorprende, por su irresistible instantaneidad, tanto a los que fueron sus autores y beneficiarios como a los que resultaron sus víctimas, se estuvo preparando por más de un siglo. Surgió del divorcio, cada día más pro- fundo, entre la realidad y las leyes, entre las institucio- nes y las costumbres, entre la letra y el espíritu.

Los productores, sobre los que reposaba la vida de la sociedad, acrecentaban cada día su poder; pero el trabajo, si nos atenemos a los términos de la legisla- ción, continuaba siendo una tara de vileza. Se era no- ble en la misma medida que se era inútil. El nacimien- to y la ociosidad conferían privilegios cada vez más irritantes, para los que creaban y, realmente, poseían la riqueza.

En teoría, el monarca, representante de Dios sobre la tierra, gozaba de poder absoluto. Su voluntad era la ley. Lex Rex. En la realidad no lograba hacerse obede- cer ni aun de sus funcionarios inmediatos. Mandaba tan suavemente que parecía ser el primero en dudar de sus derechos. Por encima de él se cernía un poder nuevo y anónimo, la opinión, que iba trastrocando el orden establecido en los respetos humanos.

El viejo sistema feudal reposaba esencialmente so- bre la propiedad territorial. El señor confundía en su persona los derechos del propietario y las funciones del administrador, del juez y del jefe militar. Pero, des- de hacía ya mucho tiempo, el señor había perdido so- bre sus tierras todas las funciones públicas, que habían pasado a los agentes del rey. La servidumbre había desaparecido de casi todo el territorio. Sólo en algunos dominios eclesiásticos del Jura, de Nevers, de la Bor- goña, quedaban personas sujetas a la mano muerta. La gleba, casi enteramente emancipada, sólo permanecía unida al señor por el entonces bien débil lazo de las rentas feudales, cuyo mantenimiento no podía justifi- carse ya como retribución a los servicios prestados.

Las rentas feudales, especie de arrendamientos per- petuos, percibidas bien en especie –terrazgos– bien en

dinero –censos–, apenas si producían a los señores una centena de millones por año, suma poco importante en relación con la disminución constante del poder adquisitivo del dinero. Fijadas de una vez para siem- pre, hacía ya siglos, en el momento de la supresión de la servidumbre, lo fueron con arreglo a una tasa inva- riable, en tanto que el precio de las cosas había ido su- biendo sin cesar. Los señores desprovistos de empleo, sacaban, sin embargo, la parte más importante de sus recursos de las propiedades que se reservaron como de su peculiar dominio y que explotaban directamente o por medio de sus intendentes.

Los mayorazgos amparaban y hacían persistir el pa- trimonio de los llamados herederos del nombre, pero, a su vez, hacían que los segundones que no lograban en- contrar puesto en la milicia o en la Iglesia, se vieran reducidos a cuotas ínfimas que bien pronto eran insu- ficientes para poder vivir. En la primera generación se dividían el tercio de la herencia paterna, a la segunda el tercio de este tercio y así a través de los tiempos. Re- ducidos a la penuria vense obligados, para poder sub- sistir, a vender sus derechos de justicia, sus censos, sus terrazgos, sus tierras, pero no piensan en trabajar: pa- san por todo, todo, menos lo que ellos entienden

«humillarse». Una verdadera plebe nobiliaria, muy nu- merosa en ciertas provincias, como Bretaña, Poitou, Boulogne-sur-Mer, llegó a formarse. Vegetaba ensom- brecida en sus modestas y cuarteadas casas solariegas. Detestaba a la alta nobleza, poseedora de los empleos de la corte. Despreciaba y envidiaba a la burguesía de las poblaciones que progresaba y se hacía rica en el ejercicio del comercio y de la industria. Defendía con aspereza sus últimas inmunidades fiscales contra los ataques de los agentes del rey. Se hacía tanto más arro- gante cuanto era más pobre y menos poderosa.

Excluida la baja nobleza de todo poder político y administrativo desde que el absolutismo monárquico tomó carta de naturaleza con Richelieu y Luis XIV, los hidalgos de gotera llegaron, con frecuencia, a ser odia- dos por los campesinos, ya que aquéllos, para poder vivir, hubieron de aumentar sus exigencias respecto al cobro de las rentas que les correspondían. La adminis-

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