LA MAQUINA DE LOS ALFONSO ENSAYO
Enviado por Miguel Alfonso Rodriguez Jimenez • 27 de Abril de 2018 • Reseña • 1.175 Palabras (5 Páginas) • 135 Visitas
LA MAQUINA DE LOS ALFONSO Miguel Alfonso Rodríguez - 2018 No sabemos si alguien premeditadamente se disfrazó para asustarnos, tal vez fue el producto de nuestros propios miedos o de pronto, se trató de un ser de ultratumba que aquella noche deambula por los caminos. Transcurría ya la mitad de la década de los setenta, al pueblo habían llegado tímidamente los aleteos de la moda citadina. El pantalón bota campana, los zapatos con tacón alto y ancho para los hombres, el pelo largo y las incipientes ideas e imágenes del Che Guevara y los revolucionarios latinoamericanos, hacían hora parte de la indumentaria y la cultura juninense. Una que otra minifalda, despertaba la libidinosa curiosidad de una juventud sana que crecía alejada de vicios y desprovista de tecnología. En las cantinas del pueblo, sonaban los fines de semana la Ley del monte, el Arracadas y los románticos vallenatos de Rafael Orozco, mezcladas con las guscarrileras de los alegres del Guavio. El paso de los estudiantes de las escuelas del pueblo y de la normal departamenatal se hacía con la inconfundible voz del locutor de radio Melodía que emitía en las primeras horas el programa “Cundinamarca al día” y que según él “hacía brillar lo que está oscuro y ponía en claro las cosas turbias”. Alegremente se veían transitar por las desvencijadas calles del pueblo o por los polvorientos caminos a Santa Bárbara, a San Antonio, San Rafael, a Alemania y la Carretera a San Pedro a los practicantes del colegio que llevaban sus maletas llenas de material para sus clases en las escuelas rurales. Estudiábamos todo el día pero la jornada se partía al medio día cuando salíamos a almorzar y teníamos como siesta las entretenidas aventuras dramatizadas en Todelar con el nombre de “La ley contra el hampa”. Muchas personas llevan cargados sus radios a todas partes y les acomodaban una caja de pilas más grande que el mismo radio para conseguir más días de servicio y se deleitaban con programas de música como “duelo musical” en las mañanas. Por las tardes volvía el alegre bullicio a las calles y caminos con los estudiantes que regresabamos presurosos para no perder ningún capitulo de Arandú que trasmitía Caracol en su emisora “Nuevo Mundo “ o las aventuras de Calimán y Solín de Todelar. Cuando teníamos que presentar trabajos escritos, acudíamos a las hojas blancas que eran de fácil consecución en la tienda de Don Velandia, quizá la más popular y económica que había en el poblado y que había sido instalada por don Fortunato, que utilizaba particulares frases como “se agotó el producto”, para indicar que no habían existencias en el momento. Frente a esta tienda por muchos años la señora Alicia vendió los deliciosos helados de frutas que saboreamos más de una generación de escolares. Para lograr mayor perfección de los trabajos, debajo de la hoja en blanco colocábamos una guía rayada que permitía guardar la margen y la sangría requerida. Quienes podían ganar algún dinero eran las estudiantes que tenían buena caligrafía o las internas del colegio que gozaban de mejores instalaciones y orientación para estas tareas. En este año de 1975 Ramiro Rodríguez, mi hermano, tenía una muy buena amistad con Jesús Gabriel Alfonso, más conocido entre nosotros como “Chucho Alfonso” que vivía por el sector de los arrayanes en la vereda de Santa Bárbara. Los dos eran estudiantes de la normal, amigos que departían en las sanas farras y hasta en aventuras amorosas propias de los jóvenes del apacible pueblo de Junín. Algunos cursos más atrás estaba Epifanio, hermano de “Chuco” y con quien tuve el agrado de cursar algunos años del bachillerato. Ya para entonces Enrique Alfonso, el mayor de aquella familia, tenía su propio negocio en la casa de la tía María Tunjano, donde hizo famoso el reservado, especial para departir alegres momentos con las mejores amistades. Fueron varias noches, pero aquella noche de septiembre, lo recuerdo muy bien, acompañé a Ramiro hasta la casa de los Alfonso, que tenían el privilegio de contar con una máquina de escribir y Chucho se había ofrecido a colaborarle en la elaboración de alguno de los trabajos para presentar en el colegio. Llagamos temprano para evitar pasar más oscuro por frente al cementerio que está al lado del camino, cerca del pueblo. Para el regreso habíamos llevado una caja vacía de bocadillos veleños donde acomodábamos cuidadosamente una vela para alumbrarnos. Mientras en una de las alcobas se oía el monótono sonar de las teclas y el repetido ir y venir del carro de la máquina yo jugaba en el corredor de la casa en compañía de Ignacio Humberto, con quien teníamos una pequeña diferencia de edad, bajo la curiosa mirada de Adela y Marco. Era una noche extremadamente oscura, sumado a que los campos del municipio no tenían servicio de energía y se utilizaba la lámpara de gasolina, el mechero o la vela como fuente luz. Don Epifanio, padre de aquella familia, interrumpió nuestros juegos y entabló con nosotros una charla en la que me enseñó con ceremoniosa seriedad que para hacer sentir bien a un visitante nunca debemos preguntarle cuando se va sino hasta cuando se queda, porque lo primero demostraría nuestra poco agrado por su presencia, mientras que lo segundo es muestra de agrado de su compañía. Cuando se acercaban las once de la noche, Ramiro tal vez movido por el temor de que tuviéramos que pasar a la media noche por el cementerio, terminó su trabajo con Chucho y preparó nuestra improvisada luminaria. Nos despedimos, subimos al camino e iniciamos silenciosamente el recorrido hacia el pueblo. De vez en cuando el chillido y aleteo de los búhos o el fugaz paso de las candelillas nos hacían detener y pronunciar una que otra grosería como remedio para mitigar la angustia que nos daba la cercanía del cementerio. El ladrar de los perros de don Teófilo Rodríguez, que nos siguieron por más de una cuadra, hicieron que aceleráramos el paso y más aprisa empezamos a subir el último trecho para llegar al cementerio donde las luz del pueblo nos ayudaría a caminar con mayor confianza. Respirábamos con algo de dificultad y el reflejo rectangular de la luz incipiente de la vela en la caja de bocadillos, nos permitió ver cómo por un lado del camino se nos acercaba una figura humana con unas vestiduras viejas y ensangrentadas que cubría su cabeza con un pedazo de tela que le caía sobre los hombros. Con una imperceptible y extraña voz respondió a las buenas noches que le dimos. Me sentí solo, se me puso la piel de gallina, perdí la voz y de Ramiro volví a saber uno o dos minutos después cuando me alcanzó en el centro del parque donde se había terminado la función de un humilde circo que se había instalado allí hacía unos días. De la caja con la vela nunca supimos donde fue a parar, pero para siempre en el rincón de los bonitos recuerdos quedó grabado el tac tac de las teclas de la máquina de los Alfonso.
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