La Leyenda De Las Mozas
Enviado por lilyzusumi • 14 de Julio de 2013 • 1.419 Palabras (6 Páginas) • 597 Visitas
El chorro de las mozas
La villa de Penonomé está de fiesta. Se celebra un juego de balsería y de todos los contornos se dirigen al poblado del cacique ansiosos de presenciar el encuentro entre los bandos rivales.
Pintarrajeados los rostros y los cuerpos, los hombres lucen su fornida musculatura apenas cubierta con un breve taparrabo. Adornaban sus cabezas con las plumas preciosas del quetzal y el guacamayo, y las chaquiras de trocitos de oro caen sobre los pechos nervudos. Las mujeres, con sus naguas de tejido fino y sus lindas joyas de rico metal, se prestan a premiar con sus sonrisas y su mano a aquellos mozos que resulten vencedores. De las tierras de Cherú eran muchos los que salían para el poblado de Penonomé a presenciar el partido. Siendo muy amigos los dos tebas, no era nada raro que las gentes de uno y otro tuvieran muy estrechas relaciones reforzadas con alianzas matrimoniales.
Guerreros, plebeyos, damas de alta alcurnia, mujeres del pue- blo, esclavos, todos marchaban a la fiesta animados por la grata perspectiva de varios días de jolgorio. Entre las mujeres principales iban tres doncellas hermosísimas hijas de un noble, amigo de Cherú y del señor de la comarca hacia la cual se dirigían. Habían sido invitadas al juego que iba a celebrarse y por ningún motivo se habrían privado de él. Con ellas marchaba Caobo, el más diestro y ágil de los mozos de la tribu; el más temible contendor de las gentes de Penonomé. Su habilidad para golpear la pantorrilla del contrario con el liviano balso y su destreza para escapar al golpe cuando era el atacado, arrancaba las más exaltadas exclamaciones a hombres y mujeres.
Las tres muchachas sufrían en secreto. De nada les servía su condición ni su belleza. No tenía importancia que su padre fuera un famoso guerrero dueño de tierras, de esclavos y señor de muchos vasallos. Caobo, el hombre que ellas amaban no hacía caso de su amor. No se daba cuenta de sus miradas tiernas, de sus deseos de aparecer lindas y atractivas para él.
En efecto, el joven guerrero, apenas si había mirado con interés a las hijas de Tobalo. Las encontraba bellas, pero nada más. Su corazón estaba preso en los encantos de una gentil muchacha de las tierras de Penonomé. De ahí que acudiera complacidísimo al juego de la balsería. Deseaba ver a su amada, recibir sus sonrisas, sus gestos de aprobación y sus palabras cariñosas.
Las hijas de Tobalo nada sabían de los amores de Caobo, y cada una, sin comunicárselo a la otra, estaba dispuesta a hacer cuanto fuera posible por ser la preferida. Ignoraban que a un mismo hombre aspiraban las tres. Mas, el joven insensible a los hechizos de las bellas, permanecía indiferente a sus palabras insinuantes, a sus miradas llenas de pasión. —¿Por qué —se preguntaban las muchachas—, Caobo se muestra así tan frío?
Y atisbaban en los rostros de todas sus amigas y de todas las mujeres que eran lindas y hermosas para encontrar la respuesta. Siguieron los pasos de Caobo. Indagaron, buscaron. Ninguna de las muchachas de la tribu interesaba al mozo. Cuando mezclados los hombres y las mujeres de la tribu bailaban y cantaban areytos, veían que Caobo sin tomar participación en la danza tan propicia para que los que se gustaban pudieran estar juntos, no tomaba parte en ella. Se quedaba conversando con los viejos o con aquellos para los que tales regocijos no tenían ya interés alguno.
Tobalo, el padre de las jóvenes, nada sabía de este amor, y las instaba para que tomaran como compañero a alguno de los pretendientes que las festejaban, pero ellas con la esperanza de conquistar al que deseaban, optaban por esperar un poco más. Entre tanto consultaban al tequina, el hechicero de la tribu, y pedían a los dioses, pero éstos se mostraban sordos a sus súplicas. Las lunas se fueron sucediendo y cuando llegó la fiesta de la balsería, las tres muchachas engalanadas con sus naguas más lujosas y sus adornos más bellos, acudieron con los demás al poblado de Penonomé.
Como de costumbre, Caobo fue en el juego, el centro de atracción de todas las miradas, mas, indiferente a los aplausos, a los gritos de entusiasmo de los hombres, a las
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