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La Paloma Negra


Enviado por   •  8 de Septiembre de 2014  •  2.250 Palabras (9 Páginas)  •  173 Visitas

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Veía a los chiquillos corretear alrededor del sillón donde estaba sentado, habían acordado que yo fuera la “bas” porque no podía correr tras ellos para pegarles la roña ni escapar de ser encantado ya que, como les había explicado su madre, estaba ya muy viejito y cansado, así, que resulté ser de chocolate. Olvidando por primera vez en mucho tiempo, mi tristeza crónica, me concentré absolutamente en los juegos de los niños, me sentí dichoso; viéndolos, como decía, correr y gritar por toda la sala, riéndose de ellos mismos con esas carcajadas espontaneas y sinceras que sólo se dan en la infancia y que son capaces de reblandecer el más plomizo corazón, incluso el mío.

Sentí caer sobre mí, unos ojos fijos que me hicieron abandonar de pronto el juego que comenzaba a divertirme, era mi nieta mayor, Cecilia, quien recargada en el marco de la puerta de la recámara nos miraba con una melancolía de trece años recién cumplidos que de todos modos era una mirada inusual en ella; no lo sé, muy pensativa, muy reflexiva, muy triste para pertenecer a una niña. Tal vez porque aunque ella no quisiera admitirlo, extrañaba un poco aquellos juegos infantiles, que le aburrían ahora que ya era grande, según sus propias palabras, o más probable: tal vez le resultaba demasiado raro que yo encontrara placer con la compañía de quienes muchas veces había tachado de escandalosos y molestos. Y no sólo eran mis nietos, mi carácter –al menos eso decían todos, y probablemente fuera así- no me hacía muy atractiva la compañía ajena, así que no era común verme conversando o riendo por ahí con los amigos o los vecinos, ni siquiera con mis propia familia.

-¿por qué le gusta siempre estar solo abuelo?, ¿por qué casi siempre está triste o muy serio?, ¿es que no le gusta estar con nosotros?- me había preguntado alguna vez Cecilia

- A todos nos gusta estar solo de vez en cuando, la soledad es tan necesaria como la compañía- ¿por qué?, lo sabía, no quise responderle, tal vez porque temí encontrar una respuesta que no conocía. Le prometí contarle algún día, eso sí cuando tuviera la edad suficiente, cuando fuera grande, y no he logrado explicarme por qué esa mirada suya me hizo entender que ya lo era.

-Siéntate aquí un rato Ceci, quiero contarte algo- le diría a la niña dándole palmaditas a una de las sillas que estaban enfrente de mí. Ya habían pasado unas horas desde que sus primos se cansaron de jugar conmigo y se fueron, el sol se estaba poniendo, la luz de la tarde se volvía cada vez más tenue y no lograba distinguirle el rostro, así que le pedí que encendiera la lámpara,- Una historia- seguiría yo -que no sé exactamente si deberías saber o no, tal vez te sirva de algo conocerla, o tal vez a mí me sirva contarla, ¿recuerdas aquella pregunta que me hiciste…?-, probablemente entendería a qué me refería, tal como yo lo había creído, ella también se habría percatado de que esa mirada había cambiado algo muy dentro de su ser, que ya no era la misma de hacía unos meses, la misma de hacía unos segundos, que ya nunca iba a ser la misma. Le contaría, sí, tal vez, como dije, me resultara útil hacerlo.

Tú sabes, seguramente tus maestros de historia te han dicho que las fechas son importantes, pero no porque los números por sí solos sean los importantes, sino porque lo que pasó en el momento representado por esa cifra, por ese mes, ese día o esa hora por alguna razón, buena o mala, fue tan sobresaliente que mereció traspasar las barreras del tiempo y quedar en la memoria colectiva, lo que se dice: pasar a la historia, aunque claro está, no siempre lo que pasa a la historia es lo que en realidad pasó, pero ese es otro asunto, que de todos modos te voy a explicar después. Te hablaba de la importancia de las fechas, por ejemplo: 1945, fue un año de los más importantes, fue el año en que vio su fin una de las peores guerras de la historia, y lo vio de una forma tan cruel como toda ella lo fue; con dos bombas atómicas, que en su propósito de acabar con la guerra, acabaron también con la vida y las ilusiones de miles de japoneses hechas cenizas. Fue un año que conmocionó al mundo, que lo cansó, lo hartó y lo horrorizó hasta extremos sin precedentes, el parte aguas del siglo XX; el holocausto, Hitler, los superhombres de Nietzsche –diría Rubén Darío-, los ilusos alemanes, los malditos nazis y los todopoderosos norteamericanos, los Aliados, los españoles masacrados y los tontos y considerados mexicanos, los judíos incinerados, los japoneses, como te decía con el cuerpo y las ilusiones hechos cenizas, los chinos torturados y los escuadrones nipones de la muerte. Como siempre ha sucedido en tiempos de posguerra, en todo lo largo y ancho del globo eran palpables los escombros dolorosos- materiales y por supuesto morales- de lo que la maldita perversidad del hombre causó. Estaba el mundo otra vez, el ser humano, otra vez, con la herida reciente y dolorosa de una guerra genocida sin sentido y con un suspiro de alivio reprimido por el enorme temor de que no fuera la última…

Pero también 1945 fue el año en que llegué al mundo, claro que yo, en ese entonces, no sabía absolutamente nada de Historia, ni de Ética ni Moral, ni nada de hecho, no tenía conciencia creo, ni siquiera de mi propia existencia, yo acababa de llegar apenas a un mundo gastado y enfermo, pero para mí, ese mundo era nuevo, era maravilloso: me sentía seguro, protegido entre los cálidos brazos de mi mamá, y las caritas divertidas y curiosas de mis hermanos me hacían sacar risitas de alegría, incluso la mirada, que recuerdo siempre, imperturbable y severa de mi padre mostraba de vez en cuando un leve destello de ternura cuando intentaba torpemente acariciarme con sus rudas manos.

Jóvenes y no tan jóvenes que cada año, después de la matanza, salían a las calles y siguen saliendo a veces, como seguramente tú también has visto, esa misma fecha, sin saber exactamente por qué, tal vez, sólo para hacer grilla, como decía mi tía Carmen hasta que su hijo desapareció aquel día y nunca volvimos a saber de él porque quizás como el Caballo aseguraba, terminó incinerado en el Campo Marte como tantos otros muchachos desaparecidos, aunque mi tía siempre guardó la esperanza de que regresara por eso nunca creyó lo que decía y conservó siempre esas pilas de volantes de propaganda junto con la imagen del Che que el primo Ignacio le dijo que escondiera bien por si llegaban los federales a buscarlo algún día y si algún día llegaban a buscarlo los federales, la tía les rogaría que le dijeran

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