La Sombra Encarnada
Enviado por NoelYebra • 20 de Diciembre de 2014 • 2.343 Palabras (10 Páginas) • 243 Visitas
LA SOMBRA ENCARNADA
Relato corto por Nöel Yebra
El recorrido era claro; preciso incluso. Jaime Dorten, se deslizaba con un
traje negro, camisa blanca y paso firme por el espacio con dirección al
centro matemático del apartamento. Las paredes perfectamente
blancas brillaban con los primeros rayos de luz de un día como otro
cualquiera. Un día más. Llegó al punto donde un montón de ceniza gris
de porte cónico se hallaba al lado de sus pies que recogió con un
movimiento preciso usando un instrumento de diseño, de material
plateado y brillante, a simple vista más adecuado para hacer un cóctel
que para recolectar basura.
Se dirigió al baño, y miró en su reflejo directamente a los ojos grises de
tono uniforme que navegaban a media asta y con expresión perdida y
desconcertada; los cerró fuertemente y, al abrirlos de nuevo, su rostro
había cambiado por el de alguien aparentemente sereno y
descansado; por el de un triunfador. El renacido Jaime ahora
preparado para la vida social y como nuevo, se sonrió torcida e
irónicamente a sí mismo; todo estaba en orden. Bañó de agua fría el
semblante y retocó su look despeinado, llevando cada cabello al lugar
deseado de forma meticulosa, después, abrió su maletín de piel
cuarteada marrón, y revisó uno por uno los catorce documentos que
portaba. Ajustó bien su americana, cogió las llaves del clásico
descapotable y cerró la puerta del magnífico espacio diáfano tras de sí.
Giro de llave, y el motor del clásico de sonido redondo intervino con
acto de presencia al tiempo que él se colocaba las gafas de sol.
Engranaje, marcha y el viento en el rostro hizo que Jaime, serio el
semblante, comenzara a trazar mentalmente las estrategias que le
otorgarían el éxito; su trabajo consistía en persuadir. Agasajando,
Apretando, estrangulando si hacía falta, pero ganando siempre; eso sin
duda. Llegó a un café de una esquina cualquiera, pidió té, y
desparramó en dos montones los catorce documentos para el principal
concilio del día encima de la mesa; siguió tramando a vista de pájaro,
recapitulando los diferentes modos, argumentándose intelectualmente
a sí mismo e incidiendo en las formas; el cómo de todo aquello era la
cuestión importante, pero a quién debería vender ese cómo lo era aun
más. Maldito y orgulloso, pasó el tiempo sigilosamente por allí, sin hacer
ruido ni mella en Jaime, que oyó doce campanadas súbitamente.
Apagó el cigarrillo, recogió la mesa y agarró el volante dirección a un
centro cualquiera de una ciudad cualquiera también. Pasó por delante
de Le Rouge; el restaurante donde había citado a aquellos maravillosos
inversores, o mejor dicho, aquellos maravillosos hijos de capitalistas. Los
vio en la mesa desde el otro lado del cristal mientras volaba dirección el
garaje más cercano. Apareció con el maletín en la mano y una sonrisa
encantadora que transmitía justo la confianza necesaria, sin llegar a
parecer excesivamente superficial, pero ofreciéndole a los portadores
del cheque ese algo que no se aprende, si no que se tiene y que
engancha. Delante de su estupenda educación estaban Marta
Gillegard, 32 años, pelo cano sin teñir alcanzando prácticamente un
plata brillante, largo y recogido en una cola, cuerpo delgado y manos
de movimientos curiosamente artísticos a la cual –especuló Jaime- no le
importaba lo más mínimo financiar o no esta inversión, pero jamás
perdería la oportunidad de asistir a una comida de negocios. A su
izquierda tenía a Joe Gillegard, el hermano mayor, grueso y rubicundo;
con una mirada intrigante e incisiva que parecía poder destramar
cualquier clase de conspiración o ánimo de fraude para con su parte
de la herencia. A la derecha de Marta estaba David, el más joven de
los tres hermanos, y el verdadero cerebro en cuanto instinto y
conocimiento de negocio; el visionario. El gurú. Moreno y atractivo, se
percibía como un absoluto triunfador en la vida; y por último Mirko
Drassanipov, en el papel de súbdito-vale para todo. Allá estaban, con
rostros graves siendo lo que les habían enseñado a ser: unos jóvenes
empresarios herederos de lo que fuera que oliera a dinero, haciendo
bien el papel de sujetos de serias intenciones que contrarrestara sus
edades, inseguridades, etc. Y aunque desde luego, el escudo familiar
era algo que no les importaba nada en absoluto, si el poder. No hubo
reprimenda por la impuntualidad, era imposible ante el encanto que
Jaime desprendía deshaciéndose en fascinantes disculpas. Comieron.
Bebieron. Rieron. Firmaron. Copia de los siete documentos para un lado
de la cancha, y copia del resto para el otro lado. Y ya estaba, todo
acababa en un par de horas entre vino tinto de importación y delicias
de cocina de diseño. Nadie había sucumbido nunca ante él; el
verdadero coloso lector de rasgos, movimientos. Y Jaime lo sabía. Sus
cejas con vida propia podían expresar seguridad. Podían seducir.
Podían amilanar. Podían sonreír en el momento preciso. Sus ojos
desprendían luz a voluntad y brillaban como un aprendido elemento
definitivo capaz de proyectar espirales hipnóticas. Sus labios rosados se
entreabrían para dejar escapar las palabras justas, despacio, y en el
instante necesario. Su bello rostro estaba tocado por algún tipo de
poder mágico y lo mejor era, que Jaime Dorten podía controlar todo
eso a voluntad. Era un negociador.
Arrancó de nuevo el coche y se dirigió despacio a la oficina situada a
pocas manzanas del centro. Entró, saludó al resto de seductores y se
sentó en su mesa poniendo los documentos en una carpeta, y a su vez
en la bandeja de los “sies”. La única que Jaime tenía en su despacho.
Repasó el expediente del día siguiente; una negociación más. Otra
más. Hacia las 7 p.m. introdujo los documentos en la cartera marrón, se
colocó su chaqueta y volvió al coche. Primera, segunda, tercera
apuntando con el capó del automóvil dirección al enfrentamiento con
el crepúsculo de aquel día, que comenzaba a morir. El sol emprendía la
marcha hacia el cementerio estelar, anaranjeándose mientras era
engullido por la línea que cortaba al mundo. Jaime esbozó una sonrisa
...