Losfunerales De La Mama Grande
Enviado por Mariocerecer • 2 de Febrero de 2015 • 4.126 Palabras (17 Páginas) • 443 Visitas
Ésta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana
absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió
en olor de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo
Pontífice.
Ahora que la nación sacudida en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que los
gaiteros de San Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las
prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca han
colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la
serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el presidente de la república y sus
ministros y todos aquellos que representaron al poder público y a las potencias
sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales
históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a los Cielos en cuerpo y alma, y que es
imposible transitar en Macondo a causa de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos,
los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al
entierro, ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a
contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que
tengan tiempo de llegar los historiadores.
Hace catorce semanas, después de interminables noches de cataplasmas, sinapismos y
ventosas, demolida por la delirante agonía, la Mamá Grande ordenó que la sentaran en
su viejo mecedor de bejuco para expresar su última voluntad. Era el único requisito que
le hacía falta para morir. Aquella mañana, por intermedio del padre Antonio Isabel, había
arreglado los negocios de su alma, y sólo le faltaba arreglar los de sus arcas con los
nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno al lecho. El párroco,
hablando solo y a punto de cumplir cien años, permanecía en el cuarto. Se habían
necesitado diez hombres para subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había
decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volverlo a subir en el minuto
final.
Nicanor, el sobrino mayor, titánico y montaraz, vestido de caqui, botas con espuelas y
un revólver calibre 38, cañón largo, ajustado bajo la camisa, fue en busca del notario. La
enorme mansión de dos plantas, olorosa a melaza y a orégano, con sus oscuros
aposentos atiborrados de arcones y cachivaches de cuatro generaciones convertidas en
polvo, se había paralizado desde la semana anterior a la expectativa de aquel momento.
En el profundo corredor central, con garfios en las paredes donde en otro tiempo se
colgaron cerdos desollados y se desangraban venados en los soñolientos domingos de
agosto, los peones dormían amontonados sobre sacos de sal y útiles de labranza,
esperando la orden de ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la
hacienda desmedida. El resto de la familia estaba en la sala. Las mujeres lívidas,
desangradas por la herencia y la vigilia, guardaban un luto cerrado que era una suma de
incontables lutos superpuestos. La rigidez matriarcal de la Mamá Grande había cercado
su fortuna y su apellido con una alambrada sacramental, dentro de la cual los tíos se
casaban con las hijas de las sobrinas, y los primos con las tías, y los hermanos con las
cuñadas, hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la
procreación en un círculo vicioso. Sólo Magdalena, la menor de las sobrinas, logró
escapar al cerco; aterrorizada por las alucinaciones se hizo exorcizar por el padre Antonio
Isabel, se rapó la cabeza y renunció a las glorias y vanidades del mundo en el noviciado
de la Prefectura Apostólica. Al margen de la familia oficial y en ejercicio del derecho de
pernada, los varones habían fecundado hatos, veredas y caseríos con toda una
descendencia bastarda, que circulaba entre la servidumbre sin apellidos a título de
ahijados, dependientes, favoritos y protegidos de la Mamá Grande.
La inminencia de la muerte removió la extenuante expectativa. La voz de la
moribunda, acostumbrada al homenaje y a la obediencia, no fue más sonora que un bajode órgano en la pieza cerrada, pero resonó en los más apartados rincones de la
hacienda. Nadie era indiferente a esa muerte. Durante el presente siglo, la Mamá Grande
había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres y los
padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos.
La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los límites ni el
valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la
Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de
los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía
además un derecho heredado sobre vida y haciendas. Cuando se sentaba a tomar el
fresco de la tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su
autoridad aplastado en su viejo mecedor de bejuco, parecía en verdad infinitamente rica
y poderosa, la matrona más rica y poderosa del mundo.
A nadie se le había ocurrido pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los
miembros de su tribu, y a ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del
padre Antonio Isabel. Pero ella confiaba en que viviría más de 100 años, como su abuela
materna, que en la guerra de 1875 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano
Buendía, atrincherada en la cocina de la hacienda. Sólo en abril de este año comprendió
la Mamá Grande que Dios no le concedería el privilegio de liquidar personalmente, en
franca refriega, a una horda de masones federalistas.
En la primera semana de dolores el médico de la familia la entretuvo con cataplasmas
de mostaza y calcetines de lana. Era un médico hereditario, laureado en Montpellier,
contrario por convicción filosófica a los progresos de su ciencia, a quien la Mamá Grande
había concedido la prebenda de que se impidiera en Macondo el establecimiento de otros
médicos. En un tiempo recorría el pueblo a caballo, visitando a los lúgubres enfermos del
atardecer, y la naturaleza le concedió el privilegio de ser padre de numerosos
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