Novela De Kalessa
Enviado por anelcarbajal • 20 de Noviembre de 2012 • 23.284 Palabras (94 Páginas) • 327 Visitas
Kalessa
Desenfrenos de la carne
Por Fernando Beltrán
Nada reconcilia tanto con los otros, y aun con uno mismo, que escribir.
Sainte Beuve
El amor es a la necesidad sexual lo que el gusto es al hambre.
Gourmont
Lo superfluo, esa cosa tan necesaria.
Voltaire
Toda experiencia puede convertirse en un escrito.
Á. Uribe
Este país tiene todavía muchas cárceles.
Paco Ignacio Taibo 2
La primera vez
Preparaban el itacate de playa un domingo en la mañana del mes de noviembre. Procurarse establecer a buena hora frente a las costas de la bahía les obligó en breve tiempo cocinar la carne únicamente con cebolla, freír veinte embutidos, armar una pinchurrienta ensalada de jitomate y lechuga sin sazón y atascar la cubeta de tecates. Hielera no había. De dos hombres solteros, con ínfimas nociones de ciencia gastronómica, no había mucho qué esperar, pero no había pedo. El plan era apreciar la bahía desde un recodo escondido de la carretera federal antes de llegar a Mismaloya, evitar el gentío clásico de cualquier caleta y que reinara el silencio para sostener la charla, darse un alivio del traqueteo de la jornada semanal, depositar los pies en la arena y ambientar la estancia con las rolas de la santanera o la dinamita hasta El Tri o el Haragán. Piezas maestras que suelen escucharse rara vez en Puerto Vallarta.
Tras descender de una empinada empedrada de un fraccionamiento burgués cuyas casas tenían propietarios de apellido alemán y estadounidense, y sortear los obstáculos de unas cuantas rocas grisáceas, encontraron un lugar preciso después del medio día, por mucho que apuraron todos los preparativos. De los variados acantilados escondidos que se encuentran a lo largo de la carretera federal, este tenía sombra que proporcionaba un árbol frondoso y buena parte del suelo arenoso era plano. No había forma de meterse al agua; deleitarse con el panorama sería la función.
Desde ahí se podía ver muy cerca la curvatura de la bahía, a la izquierda, las muelas del diablo, apelativo entre los pata salada para referir a dos rocas enormes que emergen de las aguas a no poca distancia de la costa, y a la derecha la casi interminable franja hotelera que come más y más la fachada de las playas vallartenses, menos las nayaritas, pero solo es cuestión de tiempo. Navegaban yates y parachutes, embarcaciones pesqueras, lanchas de tránsito de nombres La princesa o La sirena, que transportan a los turistas de las embarcaciones que se toman en el puerto internacional, y los dirigen a playas recónditas como Quimixto, Las Ánimas o Yelapa, destinos clásicos de los viajes en barco.
Habían conducido desde La Aurora, un complejo habitacional popular de pésima fama que se ubica detrás de Liverpool, en mero en frente del embarcadero internacional que recibía todos los fines de semana los cruceros transatlánticos, al menos en temporada alta. En la unidad alquilaban un apartamento en el tercer piso del edificio 2018C, y tu amigo había conducido con soberana hueva en la nueva troca que había comprado hacía unos meses atrás.
¿Cómo diablos podías seguir sobreviviendo en ese apartamento de segunda, en el mejor de los casos? ¿No estabas ya hasta la madre de tus vecinos que no dejaban de tocar música banda todos los días desde temprano hasta pasado el crepúsculo, y de esas escaleras malolientes y mugrosas que recorrían más de tres pisos a las que, si tú no las aseabas, nadie nunca lo hacía? ¿La universidad donde laborabas no quedaba bastante lejos de ahí y no era óptimo trasladarte a Mezcales o Mezcalitos o Valle Dorado, en el otro estado, en Nayarit? Hasta podías ir caminando a la tecnológica. De todo este escenario enrarecido, lo único bueno era la vecina; estaba casada, con dos hijos, pero movía las caderas bien sabroso. Percibiéndola no pocas veces cuando regresabas del Gutiérrez Rizo cargando las bolsas de mandado, reconociste lo maravilloso de los vestidos ligeros de playa, muy por encima de las rodillas.
En el trayecto pasaron por el centro de Puerto Vallarta y sus tres colonias que le dan vida. Recorrieron todo el afamado Malecón, que en ese entonces era una calle grande y empedrada, larga, edificada frente a la mar, la más concurrida por los visitantes y naturales de la ciudad. Cuando lo recorrían, del lado izquierdo se presentaban en edificios de dos o tres pisos, bares, restaurantes, tiendas de souvenirs, pequeños establecimientos de autoservicio, antros todavía apagados pero escandalosísimos en las noches y sitios de taxis. El color blanco de las fachadas sobresalía, así como las franjas negras de los bordes de las ventanas y los tejados color rojizo. Del derecho, a un desnivel de metro y medio, un andador peatonal decorado de estatuas de corte surrealista, palmeras alineadas cada cinco metros y bancas de piedra color blanco. Y abajo, en la playa, las itinerantes figuras de iguanas y de la Virgen María de Guadalupe hechas de arena, piedritas y rocas que formaban parte también de este enclave turístico, a cuyos escultores debía uno darles propina.
Avanzaron por el Malecón y después por la zona romántica, lugar éste de restaurantes tipo bohemio y para extraviarse de noche; dejaron atrás el río Cuale, el más importante de entre todos los caudales que descienden de las serranías y que se intiman con las aguas saladas; después por la zona gay, una playa famosa en el mundo donde la otra vez habías cruzado con unos vales que corrían por la arena en tanga roja y amarilla, quienes te habían dicho “qué tal, guapo”, a quienes respondiste “putos” pero de manera quedo, porque eran dos negros que hacían de sus músculos una atracción sin igual; finalmente, conducían sobre la carretera federal.
En el transcurso hasta el descenso, le subió a tope a Necesito decírtelo, de los Cardenales de Nuevo León, y reconocías, cagándote de risa, que incluso ustedes dos, exiliados capitalinos, variaban nada o muy poco el clásico menú musical de todas las horas, de todo el tiempo. Inconscientemente se aplicaba el famoso dicho de a donde fueres, haz lo que vieres. Pasaron las últimas calles del viejo Vallarta hasta el acantilado cantando el coro interminable que hacía honor a su título. Destaparon ahí las segundas chelas.
Llegaron al mirador. Comieron como cerdos, no era poco y todo se terminaron, bebieron hasta que la última desapareció. Platicaron de las nimiedades de la vida cotidiana y de los proyectos en la bahía, de la chamba y de las viejas, de lo bellas y mamasistas que habían visto la otra vez en el centro de El Pitillal, y disfrutaron de una panorámica despejada. No hacía tanto calor, pues noviembre
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