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Poner En Tela De Juicio La Normalidad, No La Anormalidad


Enviado por   •  8 de Diciembre de 2014  •  6.053 Palabras (25 Páginas)  •  417 Visitas

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Poner en tela de juicio la normalidad, no la anormalidad.

Argumentos y falta de argumentos con relación a las diferencias en educación

CARLOS SKLIAR*

Acerca de los argumentos de educación y sus (aparentes, fosforescentes, evanescentes y permanentes) cambios.

Se pregunta sobre los cambios en la educación, sobre los argumentos de los cambios en la educación, pero: ¿podemos afirmar que la educación que cambia, que es cambio, que nos cambia a nosotros mismos, que cambia a los otros, a los demás, es un argumento mismo de cambio, el cambio? ¿Y que la educación es también un material hecho de cam¬bio? ¿Un argumento que cambia siempre de argumento? ¿Cómo diferenciar entonces entre el cambio cuyo movimiento es perpetuo y sinuo¬so (argumento de la metamorfosis), de aquel cambio que sólo juega a mover¬se, sin salirse de su sitio, permane¬ciendo siempre en un mismo lugar, su lugar propio (argumento de la metás¬tasis)? ¿Y qué podremos decir acerca del argumento mismo del cambio, es decir, del cambio como argumento, como razón primera y como finalidad última de la educación? ¿La educación más, mucho más, como cambio que como educación?

Hoy parece que el argumento del cambio se instala en algunas -y sólo algunas- regiones de la educación: cambian los parámetros curriculares nacionales, regionales, estatales y mu¬nicipales; cambian las leyes de accesi¬bilidad de la población a las escuelas de sus comunidades de origen; cam¬bian las ideas acerca de la universali¬zación de la enseñanza; cambian las fuerzas de la obligatoriedad de la edu¬cación; cambian los planes para la for¬mación de maestras y maestros; cam¬bian las imágenes de escuelas exclu-yentes volviéndose, casi por fuerza de ley, casi por fuerza de texto, imágenes de escuelas inclusivas, etcétera.

Aquello que nos resta por saber -por pensar y por sentir- es si, cuando cam¬bia la educación, cambia el argumento mismo de la educación, cambian los argumentos de la pedagogía, se re¬nuevan, se vuelven inéditos, se hacen casi posibles. La cuestión no es banal, ni siquiera es ociosa, y quisiera plan¬tearla más precisamente en los si¬guientes términos: ¿a cada cambio en educación corresponde un cambio de argumentos en educación? ¿Cambia/n el/los argumento/s o cambia de eje, de perfil, de silueta, simplemente, el propio cambio? ¿Hay, digamos, una ex¬periencia de cambio, o apenas una nueva desorientación pedagógica, un desorden que es rápidamente puesto bajo la luz de los textos canónicos de la pedagogía y bajo la fuerza de la ley, de las leyes educativas? ¿Se cambia, entonces, por el orden o por el desor¬den educativo? ¿Fetichismo o pura vi¬talidad de los cambios educativos?

Antes de intentar responder a estas cuestiones (intento que supongo, des¬de ya, más que vano y pueril), me gus¬taría profundizar un poco acerca del problema del "argumento" o, mejor aún, de los "argumentos" de la educa¬ción, en la educación.

La expresión "argumento/s de la edu¬cación" es problemática, pues ya supo¬ne un primer dilema del todo insolu¬ble: ¿se trata acaso de los argumentos de la educación, que son de la educa¬ción, que son propiedad de la educa¬ción, que son inherentes a toda insti¬tución y a toda pedagogía? ¿Argumen¬tos que, por lo tanto, no habitan en nuestros cuerpos, en nuestras mentes? ¿Argumentos que, entonces, recibimos casi pasivamente durante toda nuestra formación? ¿O bien, por el contrario, se trata de argumentos que son nues¬tros? ¿Argumentos que (nosotros) le damos a la educación? ¿Argumentos nuestros que argumentan la educa¬ción? ¿Nuestros argumentos en rela¬ción con la educación? ¿Los argumen¬tos con que hacemos y pensamos –y sentimos y vivimos- la educación?

Para aquello que me propongo en es¬e texto, baste con decir que hay argu¬mentos educativos que parecen ser perennes y que conforman una cierta -calidad distante, por cierto que abs¬tracta, del mundo educativo; argumen¬tos que sólo pueden explicitarse a través de una cierta mirada perdida, co-mo quien mira desde fuera, con algo de desconfianza en los ojos de quien mira. Aun cuando esta suerte de dis¬tancia, esta mirada ajena, nos resuene como imposible -pues "educación" de¬bería ser, está claro, sinónimo de "rela¬ción", sinónimo de "conversación"-, ella aparece en la desazón que com-partimos, con mucha frecuencia, al ver la escuela y al vernos en la escuela.

Hago aquí una referencia puntual a aquellos argumentos que parecen probar que la escuela es algo más que ne¬cesaria, digamos que insustituible, in¬delegable en otra institución; argumen¬tos que, en síntesis, configuran la tau¬tología que la propia escuela hace de sí misma, en sí misma, por sí misma.

Una cuestión que me parece crucial aquella de volver a preguntarnos: ¿de quién son, entonces, esos argumentos? ¿Son nuestros argumentos? ¿O son los argumentos de la educa¬ción entendida como disciplina, como saber, como poder institucional? ¿Son los argumentos pétreos de las leyes, aumentos incólumes de los textos pedagógicos? ¿O bien están en me¬dio de nuestras identidades de edu¬cadores y educadoras? ¿En nuestra más profunda y misteriosa intimidad pedagógica?

Diré, sólo provisoriamente, que se trata de aquellos argumentos que, si bien respiran cómodamente en las leyes y en los textos, también suelen hablar en nosotros mismos, nos conminan a argumentar siempre acerca de la impe¬riosa necesidad de la escuela, nos obli¬gan a ser, nosotros mismos, argumen-tos vivos de esos argumentos.

Consideraré apenas algunos de esos argumentos, los argumentos más visi¬bles, aquellos que tal vez más nos irri¬ten, aquellos que, sin duda, más reve¬lan el carácter de colonialidad del pro¬ceso educativo, aquellos que más re¬flejan el tipo de vínculo habitual que se establece con relación al otro, para enseguida abordar con mayor detalle el argumento de la diferencia en la idea de integración educativa.

Hay por ejemplo, y cómo negarlo, un argumento de completud en la educa¬ción: la escuela está allí pues algo de¬be, puede y merece ser completado. Si considerásemos, por ejemplo, la imagen tradicional de la infancia y/o de la juventud como algo incompleto, como algo que aún no es, como algo que no es en sí misma (sino a través de una fútil y soberbia comparación con aquello que se supone el ser adulto); si entendiésemos la alteridad deficiente como algo incompleto, co¬mo algo que aún no es, como algo que no es en sí misma (sino por me¬dio de una burda y obstinada compa¬ración con aquello que se piensa co-mo normal); si mirásemos a los niños y niñas de clases populares, o a los jó¬venes,

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