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Rios Profundos


Enviado por   •  10 de Agosto de 2014  •  1.597 Palabras (7 Páginas)  •  234 Visitas

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José María Arguedas: "Los ríos profundos"

Los ríos profundos de José María Arguedas es, a la vez, una novela de iniciación y la descripción de un duelo. La primera es visible – se cuenta el paso de la niñez a la juventud a través de la adolescencia, la relación entre el educando, su padre y sus maestros –; la segunda está implícita y es de carácter ambiguo.

El héroe de la novela presenta algunas peculiaridades que lo distancian del típico protagonista de las novelas educativas o de formación: tiene padre pero no madre, sólo mencionan su nombre los compañeros de colegio – más bien, de pandilla colegial –, ignoramos su apellido – por lo mismo, su ascendencia – y, en cuanto a su padre, figura siempre decisiva en las novelas de iniciación, sabemos que es un hombre vagabundo y, en ese sentido, que carece de uno de los atributos esenciales de la figura paterna: su relación con un hogar.

Más aún: cuando el padre deja a Ernesto en un colegio de curas, desaparece de la novela, por lo que este acto de entrega constituye más bien un abandono, es decir una dimisión de sus facultades paternas.

Ernesto, huérfano de una madre de la que nada conocemos, pasa a ser, de hecho, un huérfano de padre, que sólo halla un hogar en el colegio de curas, donde hay, sí, padres y hermanos, según la jerarquía de los sacerdotes, pero no auténtica familia, nacida del deseo que vincula a los padres efectivos. Doble huérfano, entonces, criado en un establecimiento público: un expósito. Sus padres ortopédicos son los curas; su madre simbólica, la Santa Madre Iglesia.

Antes, en su niñez, ha vivido entre indios (¿la familia de su madre, que no se menciona por ser la parte prohibida y maldita de su identidad?), de modo que su educación es doble y no desemboca en ningún lugar social. En efecto, Ernesto no puede ser indio, aunque sus compañeros lo motejen de tal y de foráneo, ni sabemos si ha de poder convertirse en criollo.

El final de la novela es abierto: el héroe parte solo hacia alguna parte, huyendo de la peste que ha invadido el pueblo, y distanciándose igualmente del colegio que simboliza su pertenencia a la cultura criolla, católica e hispánica. Sabe que el río lo lleva a la selva donde están los muertos, que el tiempo – alegorizado por el infatigable curso del agua – conduce a la muerte.

Tal vez sea la única lección de su aprendizaje: saberse y asumirse mortal, llegar en esa medida a la madurez. Pero la soledad final de Ernesto acentúa su no pertenencia, su impertinencia, tanto en el mundo indígena como en el mundo criollo.

En este orden, se aproxima a muchos personajes de la novela contemporánea, para los cuales el mundo es laberinto y desorientación, salvo la segura e inexorable señal de la muerte. La ilusión de sentido que lleva el río – en su doble nivel: el visible y superficial, y el profundo, el infinito, el que no tiene fondo, el abismo – en su incesante movimiento de avance sólo es tiempo: tiempo neutro, insignificante, sucesivo y tal vez eterno, sin principio ni final. Apenas si tiene principio y final la historia, la que nos cuenta el narrador.

También hay en Los ríos profundos la solapada descripción de un duelo, el de la madre ausente que se da por muerta. Esta madre es la que también le falta al padre y por ello Ernesto y él carecen de hogar. Falta la madre que, desde un lugar de la casa, señale al padre ante el hijo. Parece que el padre sólo existe para dejar al hijo en manos de los curas, de los educadores criollos que también serán capaces de retenerlo como no lo fueron sus protectores indígenas.

La ausencia de la madre condiciona la posición de la mujer en la novela. Hay unas muchachas de las cuales se enamora lírica y distanciadamente Ernesto, y a las que alcanza sólo con las miradas en las retretas del pueblo. Escribe alguna carta de amor pero la firma un compañero. Luego está la mujer de carne y hueso, la loca que frecuenta el patio del colegio y ofrece su cuerpo a los adolescentes. Carne, locura y suciedad, la demente es la mujer en tanto materia sin alma, destinada al sexo y a la muerte.

Su agonía entre hediondas basuras y piojos, en un contrucio del colegio cercano a las letrinas, es una de las más patéticas páginas del libro y la única escena en que Ernesto invoca a su madre, llamando mamita a la cocinera, a la mujer que le da de comer.

Hay, fugaz, otra figura femenina y, por lo tanto, materna: la mujer de ojos azules que rescata a Ernesto del desmayo tras el motín de las chicheras que asaltan el depósito de sal. Desaparece con la misma premura con que ha aparecido. Si es una figura materna, es un fantasma de madre, parte del mencionado duelo.

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