UNA SILLA EN LA HERRADURA
Enviado por octavior • 30 de Septiembre de 2013 • Documentos de Investigación • 2.759 Palabras (12 Páginas) • 326 Visitas
UNA SILLA EN LA HERRADURA
Ese jueves de febrero esperábamos a algún personaje, pero ya en El dorado, la línea aérea anunció que el vuelo de Buenos Aires traía un retardo de cinco horas. Eso es normal en Colombia y por la costumbre, uno encuentra pasatiempos que le ayudan a quemar la espera. El más común para los periodistas es visitar dependencias, hablar con los empleados, tomar café con la gente de las aerolíneas o recorrer las áreas de seguridad.
Entonces el DAS (policía secreta), tenía unas pequeñas oficinas prácticamente escondidas en la zona de entrega de equipajes internacionales, por las cuales pasaban algunas veces casos insólitos, pero aquella tarde, aparte de tres deportadas que venían del Japón, no había "nada especial".
El jefe era un hombre que sumaba a su experiencia como policía, el don de saber contar las historias que vivía en el trabajo. Desde luego, prefería aquellas que tuvieran que ver con mujeres y eso lo centró en el de las deportadas:
Las colombianas que devuelven del Japón son muy buenas. Buenísimas. Regresan por Los Angeles y llegan aquí demacradas por el cansancio del viaje y por la falta de baño... Pero sin embargo se ven bellas. Mire, esas viejas son algo especial: Una vez las agarran sin visa de trabajo, las dejan dos o tres semanas en el calabozo en Tokio. Luego las mandan a California (cerca de doce horas en avión) y prácticamente sin dormir, las meten en un vuelo de ocho horas hasta aquí. Y, ¿sabe una cosa? Llegan riéndose porque quince días o un mes después se vuelven a hacer lo mismo pero en yenes, una moneda más dura que el dólar.
Por lo que sé, el asunto funciona más o menos así: Aquí en Colombia hay una cadena, (con japoneses metidos en el negocio), que las contacta y se las lleva primero a trabajar en el Caribe, generalmente Aruba. Allá las prueban y si resultan cariñosas, es decir, buenas trabajadoras, las regresan y luego son embarcadas para Tokio. Ellas dicen que les quitan más o menos la mitad de lo que ganan y sin embargo logran guardar muy buen dinero para traer un año después. Ahora, por lo que cuentan, se ve que los japoneses no capturan ni a un uno por ciento de las que se van".
Los deportados llegan a estas oficinas y de allí son remitidos a la central del DAS en la ciudad, donde luego de repasar los archivos y cerciorarse de que no tienen antecedentes penales, los dejan libres.
La historia era nueva para mí y la mañana siguiente fui hasta la Oficina de Deportados, cuya jefe, la abogada Diva Rojas, era aficionada a las estadísticas. Ella llevaba en pequeños cuadernos el dato de todos los colombianos que iban siendo devueltos por las autoridades de otros países, pero al mirarlo, más que un acopio interminable de nombres, cédulas y direcciones —generalmente falsas— me pareció encontrar allí todo un mapa con los caminos del emigrante colombiano que abarcaba desde Australia hasta los Estados Unidos, incluyendo al Japón, Holanda, Alemania, España, Francia, Italia, México, Ecuador, Panamá y lógicamente, Venezuela.
En adelante frecuenté esa oficina con alguna regularidad y en febrero de 1984 la abogada dijo que el número de personas que estaban abandonando el país era algo sin antecedentes, a juzgar por la cantidad de deportados. Las estadísticas mostraban a los Estados Unidos en primer lugar, y de todas las ciudades norteamericanas, Nueva York era el punto clave.
Durante las semanas siguientes busqué una base de trabajo en Nueva York, pensando en algún sitio común para la colonia colombiana, lejos de aquella angustia que determina la vida de las grandes sociedades industriales. Un lugar que conservara algo de familiaridad, en el cual hubiera tiempo para sentir y para vibrar y, de golpe, para dejar correr el reloj y darse cuenta de que aún se estaba vivo, sin tener que arrepentirse más tarde por haberle robado espacio a las horas extras en la fábrica.
Luego de descartar una serie de posibilidades, a finales de marzo hice contacto telefónico con Rubén Peña, propietario de La Herradura, un restaurante típico ubicado en Queens, suburbio donde vivían entonces alrededor de trescientos mil colombianos —buena parte indocumentados— y por lo que alcanzamos a hablar, pensé que había encontrado el lugar ideal. Dos días más tarde, el 26, llegué a Nueva York.
Queens está separado de la gran ciudad por el East River y desde el corazón de Manhattan, el tren elevado emplea cuarenta minutos, tiempo suficiente para alejarse de Norteamérica.
En la misma estación de partida, parece ocioso buscar el número siete y la circunferencia violeta que identifican la línea del "subway", porque las caras cetrinas, los ojos negros o casta—ños, los crucifijos de oro colgando sobre el pecho, los mocasines brillantes con incrustaciones metálicas en el tacón, la ropa de verano cuando aún son necesarios un paraguas o una gabardina o una buena chaqueta para torear la lluvia, permiten confirmar que definitivamente, uno se ha ubicado en la calzada correcta: allí se detendrá el tren que cruza por Jackson Heights, cuya traducción al colombiano es, "Chapinerito".
A las cuatro y media de la tarde, los ascensores de los edificios, las calles, los paraderos de buses, las estaciones del tren y del subterráneo están invadidas por el hormiguero humano que se mueve a zancadas en busca de transporte. Muchos han comenzado a cenar mientras caminan, sorbiendo de un gran vaso de cartón, sopa o café caliente acompañados por un emparedado que devoran con dificultad porque también llevan portafolios o el diario para leer durante el viaje de regreso a casa.
Pero los latinos se distinguen, entre otras cosas, porque en lugar de comer en la calle, hablan a grandes voces y en el momento de abordar el tren, arremeten llevándose por delante a quien se les atraviese. Desde luego, al ingresar a la estación uno que otro se cuida de no comprar el "token" que sirve como pasaje y en su lugar embute en la máquina de control un trozo de latón moldeado. Anteriormente introducían una moneda colombiana de veinte centavos.
El "subway" hace una serie de paradas antes de abandonar Manhattan y luego se sumerge en el túnel que atraviesa el río para salir a la superficie en las primeras calles de Queens: Vernon Boulevard, Doce, Quince, Veintiuna... La numeración va creciendo a medida que avanza hacia el Este y más adelante corre por una plataforma de acero, construida a manera de segundo piso sobre la Avenida Roosevelt.
En Woodside (cincuenta y ocho) parece establecerse
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