Angel Rama escribe de Alvaro Cepeda
Enviado por Kowalski Sanchez • 25 de Noviembre de 2022 • Reseña • 3.414 Palabras (14 Páginas) • 252 Visitas
Ángel Rama escribe de Álvaro Cepeda
El escritor uruguayo, Ángel Rama, publicó en el diario "La Opinión" de Buenos Aires un ensayo sobre el libro de cuentos "Todos estábamos a la espera" de Álvaro Cepeda Samudio. El artículo del conocido crítico fue publicado en el suplemento cultural de] Diario bonaerense el día 18 de marzo de año en curso:
Escribe: ÁNGEL RAMA
Ahora esta espera ha concluido: Álvaro Cepeda Samudio ha muerto en un sanatorio de Nueva York, sin que el libro que la entrañable amistad del pintor Alejandro Obregón compusiera para recoger sus últimos textos narrativos saciara la espera en que estábamos quienes admirábamos la obra creativa de los años cincuenta del escritor colombiano, esos dos volúmenes juveniles y a la vez maduros que escribiera en su ciudad de Barranquilla, Todos estábamos a la espera (1954) -la versátil colección de cuentos escritos en los márgenes de la moderna narrativa, norteamericana- y La casa grande (1962), una novela por donde pasa el amor, el odio, la injusticia, la rebeldía, como papeles ardorosa, fragmentariamente escritos, a los que desperdiga el tiempo.
Antes que su nombre sea devorado por ese proceso de mitificación que parece consustancial a la cultura que ha forjado el área costeña colombiana; antes que ella lo pierda y lo recupere solamente en fugaces imágenes que muele tercamente el secreto dios caríbico que se parece mucho al olvido; antes que devenga un personaje levemente enigmático de las últimas páginas de Cien Años Soledad, todavía puede quedarnos un lapso para hablar de él como el gran escritor que frustró la vida, un creador que no cumplió las promesas de su juventud, pero cuyo escaso bagaje resiste el cotejo con tantos empecinados hacedores de libros como hay en nuestra América. Todavía la perdurabilidad de una obra no se mide por sus dimensiones sino por su toque en el arte; y las condiciones pre profesionales que rigen en tantos puntos del continente hacen que las historias de la literatura latinoamericana no sean de nombres, sino de obras sueltas. Botellas al mar que tardíamente son recogidas, a veces tan tarde como para que sus autores hayan perdido toda esperanza de ser oídos, hayan visto quebrar la fe en sus capacidades y hayan cedido a oficios que la sociedad, según pensaba Mallarmé, impone a sus poetas.
Pero no era así en el año 1950 cuando integraba el cenáculo de La Cueva, de Barranquilla, que García Márquez transformara en literatura, junto con éste y Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor, a la vera del magisterio de José Félix Fuenmayor y del sabio catalán Ramón Vinyes el hombre que había leído todos los libros. Entonces, la literatura era "el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente" (1) pero aún haciendo de ella una fabulosa "mamadera de gallo" para restarle toda prosopopeya y majestuosidad en la literatura, se podía vivir gozar y morir cómodamente porque previamente se la había identificado con el decurso vital del cual era expresión no más augusta ni menos provechosa que otras gozosas actividades: amar, conversar, correr, jugar, soñar. Y de toda la literatura del mundo ninguna como la que escribían los norteamericanos, que si no tenían lectores en su país contaban en una ciudad de la costa caríbica con un devorador de textos y un difusor empecinado dispuesto a convencer a sus amigos de que allí estaba el camino para un arte nuevo, ese camino que veían bloqueado dentro de su país y hasta dentro de su lengua.
En ese año 50 Cepeda retornaba de Nueva York, luego de pasar un año en los Estados Unidos, y su amigo y compañero Gabriel García Márquez, saludaba alborozado el retorno. Digamos desde ya que es imposible hablar de uno sin hablar del otro; no solo por la amistad inalterable de tantos años fraguada en el inicial descubrimiento juvenil del arte y la literatura, sino también porque por debajo de las diferencias de temperamento y singularidad artística, es común en ellos un proyecto cultural que los vincula estrechamente y que tiene que ver con una concepción nueva de las letras que nació en su experiencia viva regional y transitó por etapas de crecimiento similar a la búsqueda de su cabal formulación estética. Decía entonces García Márquez:
"Cuando Álvaro viajó a Columbia University, iba realmente empujado por un interés muy distinto al de hacerse un profesional del periodismo, aunque su apretada inteligencia le hubiera alcanzado para eso y para mucho más. Tengo la impresión de que iba más que por cualquier otra cosa, por conocer la abigarrada metrópoli de Dos Passos y poder decir después si el autor de “Manhattan Transfer” era realmente el genio que parecía ser o un imbécil más en la millonada de imbéciles que debe haber en Nueva York. Iba por conocer los pueblecitos del sur –no tanto del sur de los Estados Unidos como del sur de Faulkner- para poder decir a su regreso si es cierto que en Memphis los amantes ocasionales tiran por las ventanas a sus amantes ocasionales o si son esos episodios dramáticos patrimonio exclusivo de "Luz de Agosto”. Iba por saber si es cierto que hay por allá gente bestial, atropellada por los instintos, como las que viven en las novelas de Caldwell o si existían hombres acorralados por la naturaleza, corno Steinbeck. (2)
Si Esteban Echeverría trajo en sus maletas, de regreso de Europa, a los románticos franceses, Álvaro Cepeda Samudio trajo a la narrativa norteamericana, de las más creativas y vigorosas que hayamos conocido en nuestro siglo, no sólo la de los maestros mayores como Dos Passos, Faulkner, Hemingway y el secreto Thomas Wolfe, quienes cambiaron la escritura universal, sino también la de los más recientes en esa fecha, como William Saroyan o Truman Capote, cuya novela Otras voces, otros ámbitos o sus cuentos (como Myriam) parecían escritos para que los jóvenes barranquilleros aprendieran a contar la vida de sus pueblos, a descubrir a través de ellos los personajes misteriosos que los rodeaban bajo el sol aplanador del trópico. No sabían entonces -no podían saberlo en el general desconocimiento latinoamericano- que de punta a punta del continente, de Juan Rulfo a Juan Carlos Onetti, había descubridores como ellos puestos a una similar tarea.
En ese entonces la capacidad creativa de Cepeda Samudio parecía inagotable: los cuentos surgían con espontaneidad pasmosa entre uno u otro rapto deportivo o amoroso, y no alcanzaban las revistas disponibles para esa producción que parecía siempre atacada por una reverberación vertiginosa: una imagen cercana o cotidiana se superponía a otra de bares neoyorkinos, insolentes mulatas se confundían con aquellas “mujeres que pasáis por la Quinta Avenida tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida” que cantara Tablada. La oscuridad de estos textos deshilvanados resultaba propicia para resguardar un calor, una urgencia, una gesticulación confusa, la vitalidad del joven escritor luchando sin cesar con las resonancias de los textos literarios. Traducían la condición quizás definitoria de su personalidad: un soñador tratando de devorar la vida.
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