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Democracia


Enviado por   •  1 de Diciembre de 2013  •  2.289 Palabras (10 Páginas)  •  273 Visitas

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El problema de la Democracia

... Apenas si es necesario recordar que, según las enseñanzas de la Iglesia, no está prohibido el preferir para la república una forma de gobierno popular, salva siempre la doctrina católica sobre el origen y ejercicio del poder, y que la Iglesia no reprueba ninguna forma de gobierno con tal que sea apto para la utilidad de los ciudadanos.

...Nos dirigimos Nuestra atención al problema de la democracia, a fin de examinar las normas según las cuales habrá de regularse, para que se pueda llamar verdadera y sana democracia, adaptada a las circunstancias del momento presente, esto indica con claridad que la preocupación y la solicitud de la Iglesia se dirige no tanto a su estructura y organización exterior-las cuales dependen de las aspiraciones peculiares de cada pueblo-, cuanto al hombre, como tal, que, lejos de ser el objeto un elemento pasivo de la vida social, es, por el contrario, y debe ser y permanecer, su sujeto, su fundamento, su fin.

Una vez concedido que la democracia, entendida en amplio sentido, admite distintas formas y puede tener su realización así en las monarquías como en las repúblicas, a Nuestro examen se presentan dos cuestiones: 1ª ¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres que viven en la democracia y bajo el régimen democrático? 2ª¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres que en la democracia ejercen el poder público?

I. LOS CIUDADANOS

Manifestar su propio parecer sobre los deberes y los sacrificios que le vienen impuestos, no estar obligado a obedecer sin haber sido escuchado: he ahí dos derechos del ciudadano que encuentran su expresión en la democracia, según indica su propio nombre. Por la solidez, por la armonía, por los buenos frutos de este contacto entre los ciudadanos y el gobierno del Estado, puede reconocerse si una democracia es verdaderamente sana y equilibrada, y cuál es su fuerza de vida y de desarrollo. En lo que toca después a la extensión y a la naturaleza de los sacrificios requeridos a todos los ciudadanos- en nuestros tiempos en que tan vasta y decisiva es la actividad del Estado-, la forma democrática de gobierno aparece a muchos como un postulado natural impuesto por la misma razón. Pero, cuando se aboga por una mayor y mejor democracia, semejante exigencia no puede tener otro significado que el colocar al ciudadano en condiciones cada vez mejores de tener su propia opinión personal, y de expresarla y hacerla valer de manera conducente al bien común.

De esto se deriva una primera conclusión necesaria, con su práctica consecuencia. El Estado no contiene en sí mismo y no reúne mecánicamente, en un determinado territorio, una aglomeración amorfa de individuos. En realidad es, y debe ser, la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo.

Pueblo y multitud amorfa o, según suele decirse, masa, son dos conceptos distintos. El pueblo vive y se mueve por su propia vida; la masa de por sí es inerte, y no puede ser movida sino desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales -en su propio puesto y según su propio modo- es una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. Por lo contrario, la masa espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones, dispuesta a seguir, cambiando sin cesar, hoy esta, mañana aquella otra bandera. De la exuberancia de vida de un verdadero pueblo se difunde la vida, abundante, rica, por el Estado y por todos sus organismos, infundiéndoles, con un vigor sin cesar renovado, la conciencia de su propia responsabilidad, el verdadero sentimiento del bien común. Es verdad que el Estado puede también servirse de la fuerza elemental de la masa, manejada y aprovechada con habilidad: en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos agrupados artificialmente por tendencias egoístas, el mismo Estado puede, con apoyo de la masa, reducida ya a no ser sino una simple máquina, imponer su voluntad a la parte mejor del verdadero pueblo: el interés común que da así gravemente herido por largo tiempo, y la herida muy frecuentemente es difícil de curar.

De donde se deduce clara otra conclusión: la masa-según Nos la acabamos de definir ahora-es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad.

En un pueblo digno de ese nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su propia libertad, unida al respeto de la libertad y de la dignidad ajenas. En un pueblo digno de ese nombre, todas las desigualdades, que se deriven no del capricho, sino de la naturaleza misma de las cosas, desigualdades de cultura, de riquezas, de posición social-sin perjuicio, naturalmente, de la justicia y de la mutua caridad- no son en realidad obstáculo alguno para que exista y predomine un auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad. Más aún, esas desigualdades, lejos de menoscabar en modo alguno la igualdad civil, le confieren su legítimo significado, esto es, que, frente al estado, cada uno tiene el derecho de vivir honradamente su propia vida personal, en el puesto y en las condiciones ñeque los designios y las disposiciones de la Providencia le hayan colocado.

En contraposición a este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad, en un pueblo que esté gobernado por manos honradas y previsoras, ¡qué espectáculo ofrece un Estado democrático que quede abandonado al arbitrio de la masa! La libertad, como deber moral de la persona, se transforma en una pretensión tiránica de dar libre desahogo a los impulsos y a los apetitos humanos, con daño para los demás. La igualdad degenera en una nivelación mecánica, en una uniformidad monócroma. El sentimiento del verdadero honor, la actividad personal, el respeto a la tradición, la dignidad, en una palabra, todo cuanto da un valor a la vida, poco a poco se hunde y desparece. Y entonces tan sólo sobreviven, de una parte las víctimas engañadas por el atractivo aparente de la democracia, confundido ingenuamente con el espíritu mismo de la democracia, con la libertad y la igualdad, y, de otra parte, los explotadores más o menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o e la organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada y aun el mismo poder.

II. LOS GOBERNANTES

El Estado democrático, sea monárquico o republicano, debe, como toda otra forma de gobierno, estar investido con el poder de mandar con autoridad verdadera y eficaz. El mismo orden absoluto de los seres y de los fines, que señala al hombre como persona autónoma, o sea, como sujeto de deberes y de derechos inviolables, raíz y término de su vida social, abraza también al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad,

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