Intoducion Al Derecho
Enviado por raymundo1582 • 18 de Noviembre de 2013 • 3.235 Palabras (13 Páginas) • 269 Visitas
-
a) Explica cómo se pueden aplicar los números reales en la resolución de problemas en tu contexto.
Los números reales son de gran importancia ya que los utilizamos a diario, tanto sea cuando vamos al banco, a la tienda y o al supermercado.
Dos pesos de agua
[Cuento. Texto completo.]
Juan Bosch
La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:
-Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.
Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.
-Y no se ve nadita de nubes -comenta.
Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva... Y nada. Nada.
-Nos vamos a acabar, Remigia -dice.
La vieja comenta:
-Pa lo que nos falta.
La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales.
Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.
La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día...
***
Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en una higera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.
-Pa ti trabajo, muchacho -le decía-. No quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr, como tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.
La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos tamaños.
Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:
-Tiempo bravo, Remigia.
Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
-Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.
Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo...
-Esta noche sí llueve, Remigia -aseguraban los hombres que cruzaban.
-¡Por fin! Va a ser hoy -decía una mujer.
-Ya está casi cayendo -confiaba un negro.
La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.
Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.
-Se acaba esto, Remigia. Se acaba -lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
-Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
-Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre -recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
-Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.
-Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar
...