LA CONDICIÓN HUMANA ACTUAL UPN SEXTO SEMESTRE
Enviado por bananas12 • 20 de Febrero de 2014 • 2.863 Palabras (12 Páginas) • 1.096 Visitas
LA CONDICIÓN HUMANA ACTUAL
Una vez destruido el mundo medieval, el hombre de Occidente pareció encaminado hacia el logro final de sus más anhelados sueños y visiones. Se liberó de la autoridad de una Iglesia totalitaria, del peso del pensamiento tradicional, de las limitaciones geográficas de nuestro globo, sólo a medias descubierto. Construyó una ciencia nueva que con el tiempo llevó a la aparición de fuerzas productivas desconocidas hasta entonces y a la transformación completa del mundo material. Creó sistemas políticos que parecieron asegurar el desarrollo libre y provechoso del individuo; redujo el tiempo de trabajo hasta un punto tal que el hombre occidental tiene libertad para gozar de horas de ocio en una medida que sus antepasados difícilmente habrían podido imaginar.
¿Y a qué hemos llegado hoy?
El peligro de una guerra que lo puede destruir todo, pende sobre la humanidad: un peligro que no es superado en modo alguno por los vacilantes intentos que hacen los gobiernos para evitarlo. Pero aún en el caso de que a los representantes políticos del hombre les quede suficiente cordura como para impedir una guerra, la condición del hombre dista mucho de satisfacer las esperanzas de los siglos XVI, XVII y XVIII.
El carácter dela hombre ha sido moldeado por las exigencias del mundo que él creó con sus propias manos. En los siglos XVIII y XIX el carácter social de la clase media mostraba fuertes tendencias a la explotación y a la acumulación. Este carácter estaba de terminado por el deseo de explotar a otros, de reservarse las propias ganancias y de obtener mayor provecho. En el presente siglo el carácter del hombre se orienta más a una pasividad considerable y una identificación con los valores del mercado. El hombre contemporáneo es ciertamente pasivo en gran parte de sus momentos de ocio. Es el consumidor eterno; “se traga” bebidas, alimentos cigarrillos, conferencias, cuadros, libros, películas; consume todo, engulle todo. El mundo no es más que un enorme objeto para su apetito: una gran mamadera, una gran manzana, un pecho opulento. El hombre se ha convertido en lactante, eternamente expectante y eternamente frustrado.
En cuanto no es cliente el hombre moderno es comerciante. Nuestro sistema económico se centra en la función del mercado como determinante del valor de todo bien de consumo y como regulador de la participación de cada uno en el producto social. Ni la fuerza ni la tradición, tal como en periodos previos de la historia, ni tampoco el fraude ni las trampas, rigen las actividades económicas del hombre. Tiene libertad para producir y para vender; el día de mercado es el día del juicio para valorar sus esfuerzos. En el mercado no solo se ofrecen y venden bienes de consumo; el trabajo humano ha llegado a ser un bien de consumo, vendido en el mercado laboral en iguales condiciones de comercio recíproco. Pero el sistema mercantil se ha extendido hasta sobrepasar la esfera de bienes de consumo y trabajo. El hombre se ha transformado a sí mismo en un bien de consumo, y siente su vida como un capital que debe ser invertido provechosamente; si o logra habrá “triunfado” y su vida tendrá sentido; de lo contario será un “fracasado”. Su “valor” reside en el precio que puede obtener por sus servicios, no en sus cualidades de amor y razón ni en su capacidad artística. De allí que el sentido que tiene de su propio valor dependa de factores externos y que sentirse un triunfador esté sujeto al juicio de otros. De allí que viva pendiente de estos otros, y que su seguridad resida en la conformidad, en no apartarse nunca más de los pasos del rebaño.
El mercado no es empero lo único que determina el carácter del hombre moderno. Otro factor, estrechamente vinculado con la función mercantil, es el modo de la producción industrial. Las empresas se agrandan cada vez más; el número de personas que trabaja en ellas, sean obreros o empleados, crece incesantemente; la propiedad está separada de la dirección, y los gigantes industriales están gobernados por una burocracia profesional más interesada en el buen funcionamiento y expansión de su empresa que en los beneficios personales en sí mismos.
¿Qué clase de hombre requiere por lo tanto nuestra sociedad para poder funcionar bien?
Necesita hombres que cooperen dócilmente en grupos numerosos, que deseen consumir más y más, y cuyos gustos estén estandarizados y puedan se fácilmente influidos y anticipados. Necesita hombre que se sientan libres e independientes, que no estén sometidos a ninguna autoridad o principio o conciencia moral y que no obstantes estén dispuestos a ser mandados, a hacer lo previsto, a encajar sin roces en la máquina social; hombre que puedan ser guiados sin fuerza, conducidos sin líderes, impulsados sin meta, salvo la de continuar en movimiento, de funcionar, de avanzar. El industrialismo moderno ha tenido éxito en la producción de esta clase de hombre: es el autómata, el hombre enajenado. Enajenado en el sentido de que sus acciones y sus propias fuerzas se han convertido en algo ajeno, que ya no le pertenecen; se levantan por encima de él y en su contra, y lo dominan en vez de ser dominadas por él. Sus fuerzas vitales se han transformado en cosas e instituciones; y estas cosas e instituciones han llegado a ser ídolos. No son vividas como el resultado de los propios esfuerzos del hombre sino como algo separado de él, algo que adora y reverencia y a lo que se somete. El hombre enajenado se arrodilla ante la obra de sus propias manos. Sus ídolos representan sus propias fuerzas vitales en forma enajenada. El hombre se vive a sí mismo no como el portador activo de sus propias fuerzas y riquezas sino como una "cosa" empobrecida, dependiente de otras cosas que están fuera de él, en las que ha proyectado su substancia viviente.
El hombre proyecta sus sentimientos sociales en el Estado. Como ciudadano está dispuesto a dar la vida por sus semejantes; como individuo privado lo rige una egoísta preocupación por sí mismo. Por el hecho de haber encarnado sus propios sentimientos sociales en el Estado, adora a éste y sus símbolos. Sus sentimientos de poder, sabiduría y coraje los proyecta en sus líderes, a quienes reverencia como si fueran ídolos. Como obrero, empleado o dirigente, el hombre moderno está enajenado de su trabajo. El obrero ha llegado a ser un átomo económico que danza al compás de la dirección automatizada. No tiene parte en la tarea de planear el proceso de trabajo, no tiene parte en sus frutos; rara vez está en contacto con el producto completo. El dirigente, en cambio, sí está en contacto con tal producto completo, pero enajenado de él en cuanto algo útil y concreto. Su meta es emplear provechosamente el capital invertido por otros;
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