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Mario Kaplun


Enviado por   •  25 de Junio de 2014  •  8.525 Palabras (35 Páginas)  •  285 Visitas

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mitir el texto de un telegrama en signos del alfabeto Morse es

codificarlo; descifrarlo, volver a ponerlo en letras del alfabeto corriente,

es decodificarlo. Analógicamente, poner una música en notas, escribir

la partitura, es codificar; leer las notas y tocarlas en el piano o en la

guitarra, reconvertirlas en sonidos, es hacer su decodificación.

LA NECESIDAD DE UN CÓDIGO COMÚN

¿Por qué es tan importante hablar de los códigos? ¿Qué ganamos con

tomar conciencia de su existencia?

Porque ello nos remite a una cuestión central de la comunicación.

Como hemos venido viendo a través de numerosos ejemplos, para que

el destinatario pueda decodificar la información y recibir el mensaje,

necesita conocer el código utilizado, comprenderlo, dominarlo. Para

que se logre la comunicación, el emisor debe emplear el mismo código

que usa el destinatario: un código que a este le resulte inteligible y

claro. En caso contrario, oirá, verá o leerá los signos, pero, como le

serán extraños, no conseguirá descifrarlos, interpretar su sentido. No

podrá decodificarlos.

Gran parte de los fracasos en la comunicación vienen del hecho frecuente

de que pretendamos comunicarnos con los demás usando un

código diferente al suyo. Un código que ellos no dominan.

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NO HAY COMUNICACIÓN POSIBLE SIN UN CÓDIGO

COMÚN, SIN IDENTIDAD DE CÓDIGOS.

Para comunicarnos eficazmente, necesitamos conocer el código de

nuestros destinatarios y transmitir nuestro mensaje en ese código.

EL CÓDIGO DE LOS SIGNOS

Hay un primer nivel elemental de codificación: el de los signos que

empleamos. Podríamos llamarlo «código perceptivo», ya que corresponde

a los signos que el destinatario percibe en el primer contacto

inmediato con el mensaje (o, si queremos emplear un término más técnico,

«código semántico»: referido a los signos y a su significado). En el

caso del idioma, este código corresponde a las palabras, al vocabulario

que empleamos.

Las palabras de un idioma son signos convencionales sobre los que

la sociedad se ha puesto de acuerdo para asignarles un determinado

significado. Por ejemplo, si utilizamos una determinada herramienta para

clavar con ella, necesitamos identificarla; para eso disponemos de un

signo verbal que viene a representarla: la palabra «martillo». Cuando

queremos significar tal objeto, recurrimos a ese signo que, por haberlo

acordado así, lo designa.

El objeto llamado «martillo» es una parte de la realidad; la palabra

«martillo» es un signo representativo de esa realidad. Cuando el destinatario

percibe el signo y lo asocia con el objeto a que este alude, la

palabra adquiere un significado para él, «quiere decir» algo.

Los signos, pues, no tienen significado por sí mismos. Somos los

hombres, en cuanto seres sociales, los que les adjudicamos significados.

Cuando el destinatario no tiene experiencia sobre algún signo mediante

el cual su interlocutor intenta comunicarse con él, tampoco tiene un

significado para ese signo. Simplemente, no lo entiende, no le puede

asignar sentido.

Los misioneros católicos en Madagascar refieren que, cuando comenzaron

a celebrar la misa para los nativos conversos, se encontraron

con una inesperada dificultad. Las invocaciones a Cristo como «Cordero

de Dios», tan expresivas en la simbología bíblica, no significaban

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absolutamente nada para los malgaches, porque en su isla no hay corderos

y jamás habían visto uno. Cordero era para ellos un sonido, como

no tenían «la experiencia cordero», no podían atribuirle ningún significado.

No les era posible, pues, decodificar el mensaje.

El código lingüístico o verbal que cada uno de nosotros maneja,

representa el conjunto de experiencias que de uno y otro modo hemos

conocido y cuyo nombre hemos aprendido. Decodificamos y entendemos

un mensaje si podemos asociar sus signos —las palabras— a

esas experiencias. En caso contrario, ellas no «querrán decir» nada

para nosotros. No suscitarán ningún significado. Y, por tanto, no habrá

comunicación.

En los materiales educativos que redactan, los profesionales universitarios

y los técnicos son muy proclives a usar y abusar de su terminología

especializada. Afirman que ese vocabulario no puede ser sustituido.

En realidad, no hablan o escriben pensando en el público, sino que

tienen como referentes inconscientes a sus colegas, ante quienes temen

desprestigiarse si no emplean las palabras consagradas por la ciencia.

O exhiben ese lenguaje como una forma de dominación y poder.

Cuando decimos «martillo», «silla», «mesa» o «libro», estas palabras

serán con seguridad captadas por todos cuantos hablan el castellano;

todos tenemos experiencia de esos objetos y de su uso y las asociamos

a esas palabras. No es tan probable, en cambio, que expresiones como

«explosión demográfica», «geopolítica», «producto nacional bruto»,

«economía de mercado», «neoliberalismo», «transnacionales», «economía

monoproductora», «balanza de pagos», «términos de intercambio»,

«equilibrio ecológico», aunque también pertenezcan al idioma que nos

es común, evoquen en la mayoría de nuestros interlocutores de los

sectores populares alguna experiencia conocida; y que frases que contengan

expresiones como estas puedan ser decodificadas, a menos que

facilitemos su comprensión mediante datos y ejemplos que conecten

estos vocablos con el mundo vivencial de los destinatarios.

Otro tanto cabe decir de la terminología política que encontramos

con frecuencia en muchos textos supuestamente destinados a sectores

populares. Términos como «plusvalía», «neocolonialismo», «sistema»,

«relaciones de producción», «dialéctica», «estructuras», «concentración

de la propiedad de los medios de producción», «economía de

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mercado», «plutocracia», «oligopolio», «filosofía monetarista» corresponden

a un código técnico, especializado, que no es el de los destinatarios,

con lo cual se dificulta —o, peor aún— directamente se

bloquea la comunicación.

En una reciente investigación, por demás interesante y valiosa, realizada

en la República

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