UNA SOCIEDAD DE COMPLICES
JOSY899 de Noviembre de 2012
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UNA SOCIEDAD DE COMPLICES
CONSECUENCIAS DE UN PACTO SOCIAL CLANDESTINO
GONZALO PORTOCARRERO.
Revista Libros & Artes.
Lima: Biblioteca Nacional del Perú. 2005
En este ensayo me propongo identificar un tipo de socialidad o vinculo intersubjetivo que está en la base misma del funcionamiento del orden social peruano. Se trata de la relación de complicidad, de una suerte de predisposición colectiva, o licencia social, para transgredir la normatividad pública.
I
Este tipo de vinculo, y las practicas que lo actualizan, está anclado sobre una poderosa ficción ideológica, precisamente sobre la imagen de que en el Perú “todos estamos en el fango”, que todos ya tenemos o, en todo caso, podemos tener, “rabo de paja”. Entonces, dado este convencimiento, la actitud verdaderamente lucida seria el cinismo, el aceptar que debajo de nuestra piel civilizada esta lo realmente decisivo: nuestro rechazo o prescindencia de la ley. Si aceptamos esta imagen como cierta sólo nos queda pensar que cualquier enjuiciamiento tiene como trasfondo un moralismo hipócrita.
En efecto, no seria honesto culpar a otro por hacer lo que nosotros mismos haríamos si estuviéramos en su posición. Por tanto, nadie debería meterse con nadie. No nos tomamos las cuentas pues, como se dice “entre gitanos no se leen las suertes”.
Si no reprochamos nadie nos reprochará. La consecuencia de este pacto social clandestino es que se inhibe la protesta contra el abuso. “Hoy por mi y mañana por ti”. Todos nos disculpamos mutuamente, apañamos nuestras culpas, nos solidarizamos en la falta. La transgresión se nos aparece como algo inevitable y hasta gracioso.
La complicidad es, a la vez, un tipo de vinculo social y, también, una propuesta “ideológica”, una forma de leer nuestra realidad, de dar por sentada, que tiene efectos decisivos en términos de legitimar la denominación social, presentándola como inevitable, como correspondiente a características esenciales, prácticamente inmodificables, de nuestra colectividad.
El tomar conciencia de esta ficción ideológica, de su capacidad estructurante para fundamentar la complicidad, es un hecho muy reciente de nuestra historia. Ahora bien, esta revelación resulta un fenómeno esperanzador pues nos urge a examinar los supuestos no pensados de nuestra vida colectiva, a conceptualizar lo que nos ocurre, hecho que facilita reforzar otros vínculos, realizar otros proyectos que, a diferencia de la “sociedad de cómplices”. Sean mucho más conducentes a un orden social justo y solidario. Es decir, por ejemplo, a una “sociedad de ciudadanos”.
El uso generalizado del termino corrupción pone en evidencia una creciente distancia crítica frente al modelo la “sociedad de cómplices”. En efecto, la proliferación del empleo de esta expresión implica visibilizar una serie de prácticas consuetudinarias que hasta hace poco estaban “naturalizadas”. Costumbres que no despertaban la atención que ciertamente merecen en tanto obstáculos a la consolidación de un orden civilizado en el Perú. En efecto, hubo que esperar el crecimiento exponencial de la corrupción, evidenciado en los “vladivideos”, para que la sociedad peruana tomara conciencia de que los procedimientos delictivos están profundamente entretejidos en nuestra vida cotidiana. En realidad, con el término corrupción ocurre algo similar a lo que aconteció con el término “racismo”. Durante mucho tiempo en el Perú se definió como una sociedad donde los prejuicios raciales no tenían ninguna vigencia. Eso del racismo era algo que ocurría en Sudáfrica o Estados Unidos, pero en el Perú, donde “quien no tiene de inga tiene de mandinga”. Con esta afirmación, desde el luego, se invisibilizaba la realidad cotidiana de la discriminación, la negación de la ciudadanía a amplios sectores de la población peruana. Como después ocurrió con el tema de la corrupción, en el caso racismo, hubo que esperar la violencia masiva e impune contra miles de campesinos para comenzar a admitirnos como un país racista. Sea como fuere, los términos” corrupción” y “racismo” no solo pone de manifiesto hechos desapercibidos de puros reiterados, sino que además implican una posición critica, de condena, respecto del fenómeno que enuncian. Desde el momento que se acepta la existencia del racismo la única actitud moral es combatirlo. De forma similar ocurre con el termino”corrupción”. En ambos casos, sin embargo, el “destape” y la denuncia no son, de modo alguno, garantía de éxito.
Son sólo el inicio de una larga lucha de resultados inciertos; donde, por lo demás, es imprescindible, para empezar, sentar un compromiso, una voluntad de combatir por la ciudadanía.
La corrupción puede ser: definida como un modo de gobernabilidad de las instituciones, donde estas se vierten, ante todo, en fuentes de retribuciones narcisistas y/o económicas a una persona o grupos de personas que ignoran la función de servicio publico que la institución esta llamada a cumplir. La corrupción implica la formación de una “mafia” compuesta por aquellos que comparten el poder. Ellos reciben los beneficios o prendas y resultan los protagonistas de la corrupción.
Por debajo de la mafia tenemos a los “clientes”. No participan en el poder, pero si apoyan con su complicidad activa o pasiva, y a cambio de ella reciben diversos tipos de incentivos. Por ultimo, están los excluidos, aquellos cuyos derechos son ignorados o burlados y que reciben muy poco nada. La gobernabilidad basada en la corrupción tiene a producir un “semblante” o “simulacro” de institución. No obstante, esta gobernabilidad es regresiva en términos de distribución de los beneficios y oportunidades, y es además, ineficiente en su funcionamiento cotidiano. En efecto, los ingresos de una institución son distribuidos en beneficio de la mafia y su clientela. El “exceso” de ventajas que este grupo recibe es, desde luego, la falta de oportunidades con la que se enfrentan los excluidos. De otro lado, este tipo de gobernabilidad tiende a la ineficiencia, puesto a que su meta no es, primariamente, el servicio del público, sino el beneficio del grupo que controla la institución. Esto implica que la burocracia, para hablar en términos weberianos, está compuesta de diletantes ineficientes cuyo merito es la incondicionalidad a la mafia. Estamos pues, en las antípodas de lo que seria una burocracia moderna basada en el profesionalismo y en el mérito, identificada con la causa que, transcendiendo los intereses de las personas, es la razón de ser de la institución.
La relación entre mafia, clientela y excluidos puede plantearse de distintas maneras. Cuando mayor sea la pasividad de los excluidos, y tanto menor será la clientela, mayores serán las oportunidades lucrativas que pueda encontrar el núcleo de los mafiosos. En todo caso, la protesta de los excluidos puede ser “cooptada” por la mafia a través de su integración en la clientela. Los lideres “peligrosos” son, entonces neutralizados mediante prebendas y convertidos en factores de apaciguamiento de los excluidos. De anterior se desprende que la condición básica para sanear una instrucción está dada por una movilización general y sostenida de los excluidos que, después de todo, son los grandes perdedores. Eventualmente, los disensos en el “bunker” de la mafia y/o el malestar de la clientela puede desestabilizar la gobernabilidad corrupta. No obstante, estas situaciones pueden ser reabsorbidas mediante reacomodos que preserven el orden corrupto.
Nuevamente es sólo la acción de los excluidos lo que puede desestabilizar en profundidad la gobernabilidad corrupta.
II
Ahora bien, un análisis de la corrupción desde la perspectiva utilitaria de la acción racional es incompleto y limitado. Ciertamente, la acción racional puede explicar el desacato de la ley cuando la autoridad es muy débil y la impunidad reina. En estas condiciones, donde “todo el mundo lo hace” y “no hay sanción a la vista”, un individuo puede encontrar muy razonable transgredir, abusando de los otros. Apropiándose, por ejemplo, de fonos que no le pertenecen. No obstante, esta supuesta “racionalidad” no puede explicar la “inmoderaciòn” o “voracidad” de la voluntad corrupta, especialmente en el caso del “empresario de la corrupción”, o el “capo”. Para dar cuenta de este fenómeno, hay que tener presente que la corrupción puede ser un “goce”. Es decir, convertirse en una actividad que es un fin en si misma, algo que se hace “por gusto”, pues produce algún tipo de satisfacción. el gusto por corromper que caracteriza al mafioso mayor en una recompensa libidinal que se deriva de la posesión de la voluntad de los otros, posesión que usualmente se legitima como estando al servicio de una causa trascendente. En un trabajo reciente, Juan Carlos Ubillús relata el gusto de Montesinos por ver una y otra vez, los videos que había mandado grabar y donde quedaban registrados los hechos dolosos por todos conocidos. Le resultaba más satisfactorio a Montesinos revivir el momento de “quiebre” de la integridad de los demás, el asentamiento de relaciones de complicidad, de solidaridad en la transgresión. Es decir, el proceso por el que se convertía en el poseedor de la voluntad de la otra persona. El corruptor es, pues, una figura decisiva en la gobernabilidad que examinamos. Su actuar no obedece solamente a motivaciones económicas, su gusto por minar la integridad de los demás, por sembrar dudas y tentaciones, por volver el otro incoherente, es un gusto por hacer el mal. El corruptor es un cínico que oscila entre la “caradura” que expone al público, negándolo
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