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Mala Ondis


Enviado por   •  8 de Agosto de 2011  •  10.869 Palabras (44 Páginas)  •  737 Visitas

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MALA ONDA

Miércoles 3 de septiembre de 1980

Estoy en la arena, tumbado, raja, pegoteado por la humedad, sin fuerzas siquiera para

arrojarme al mar y flotar un rato hasta desaparecer. Estoy aburrido, lateado: hasta pensar

me agota. Desde hace una hora, mi única distracción ha sido sentir cómo los rayos del sol

me taladran los párpados, agujas de vudú que alguna ex me introduce desde Haití o

Jamaica, de puro puta que es.

Pienso: no debí dejar los anteojos de sol en el hotel. Seguro me los va a robar alguno de los

imbéciles de mi curso; después van a achacárselo a una de esas camareras negras que los

muy huevones intentaron tirarse. Vuelvo a lo mismo: debí haberlos traído. No se puede

venir a la playa sin protección. No se puede andar sin gafas. Si estaban al alcance de mi

mano, en el velador, tan cerca. Incluso los estuve mirando un rato. Me los van a robar, de

puro huevón, de puro volado que soy.

Me dedico a pensar un poco, archivar el problema de los Ray-Ban, pasar a otro tema.

Reflexiono: es probable que nunca más haga tanto calor como hoy. Un grado más y todo

estalla, declaran estado de emergencia, evacúan toda la ciudad. Pero a nadie le importa. Lo

que para ellos es rutina, para mí es novedad. Y eso me apesta, me hace sentir un intruso, lo

peor.

Deben ser como las cuatro o las tres. Da lo mismo. Igual es tarde. Llegué al hotel cerca del

mediodía, cuando no quedaba nadie de mi curso, ni siquiera los más atinados. Los del B,

menos. Esos se levantan todos los días al alba para trotar, jugar vóleibol en la arena o ver el

sol aparecer en el mar. Después van a recorrer las tiendas de Rio Sul y compran esas

poleras para turistas gringos que dan vergüenza ajena.

Tengo sueño, creo que me voy. Recuerdo: cuando logré abrir los ojos y me di cuenta de que

estaba en el hotel, no en otro sitio como creía, pensé un poco, traté de ordenarme, planear,

por último justificar el día. No había muchas opciones: entre quedarme botado allí, sin aire

acondicionado —los del B lo echaron a perder—, o aprovechar el último día de playa para

agarrar aun más sol, no había donde perderse. Me levanté en la más tranquila y me vine

caminando hasta aquí frente al número Nueve de Ipane-ma, donde todos los que realmente

son alguien se apilan.

Mientras caminaba, me puse a divagar. Pensé en Chile y en mi vida, que es como lo que

más me interesa. Cuando algo parecido a una depresión comenzó a rondarme, cambié de

tema y me concentré en las vitrinas; caché, por ejemplo, que las poleras O'Brian se venden

en todas partes. Me sentí más seguro.

Después de andar varias cuadras así en la más lenta, sin alterarme porque estaba sudando y

todo eso, llegué a una plaza que marca el inicio de Ipanema, que es como el barrio bohemio

de Rio y está lleno de librerías y boutiques y bares muy chicos y caros.

A la Cassia le gusta Ipanema y esa plaza donde los hippies venden artesanía, recuerdos,

pinzas para, joínts, aros, las mismas cosas que venden los artesa a la entrada de la Quinta

Vergara en Viña, excepto, claro, las típicas chombas chilotas o esos espantosos posters de

la Violeta Parra. Aquí he conocido cierta gente, amigos de la Cassia, onda universitaria,

humanista, izquierdosa, que se junta a tomar cachaza con jugo de maracuyá y a escuchar

unos cassettes de la Mercedes Sosa o la Joan Baez, que es como peor. La Cassia les dijo

que yo era chileno y los tipos dieron un salto, animándose: y que Pinochet y la dictadura, y

que compañero-hermano, yo conocí a unos chilenos de Conce, exiliados, y luego uno o dos

poemas de Neruda en portugués, que Figuei-redo, o estos milicos hijos de puta que jodieron

a todo el continente... Yo callado, jugándome al tipo buena onda, claro, de acuerdo, tudo

bem, legal.

Me apesta este tipo de conversaciones. Los tipos parecían californianos pero pensaban como rusos y

eso era sospechoso. Uno de ellos, polera Che Guevara (yo, saco de huevas, pregunté quién era), nos

invitó a todos a Niteroi a escuchar a un panameño sedicioso que tocaba canciones de Silvio

Rodríguez. La empleada de mi casa, que está por el NO en el plebiscito, escucha Ojalá y otras

canciones en castellano; intuí, por lo tanto, lo que me podía esperar. A la Cassia, eso sí, le parecía

atractivo. Se rumoreaba que tal vez iría Chico Buarque; se suponía que era un recital clandestino,

contra Figuei-redo, contra Stroessner y Videla, contra Pinochet, hermano. El que lo dijo levantó el

puño izquierdo. Yo le dije a la Cassia que ni en broma, que para ver comunistas prefería el Kafé

Ulm en Santiago. No, no era mi onda, no tenía nada contra ese tipo de gente, pero qué pasaba si

llegaba la policía y me deportaban, media ni qué cagada que se desataría en Chile, me echarían de la

casa y bye bye, my Ufe, goodbye. Ella me encontró razón y terminamos juntos en la arena, mirando

las luces, atracando de lo lindo. Después la llevé al hotel, pero nos cachó mi profesora jefe y la muy

maraca no la dejó entrar. La Cassia me dijo que no importaba, que igual era tarde, que debía irse.

Yo me ofrecí a ir a dejarla. Ella dijo obrigada, puedo irme sola y desapareció.

Después de verla subir al bus, me refugié en una de las tantas pizzerías que hay junto a la

playa, en plena Avenida Atlántica. Pedí una pizza tropical y cerveza. Allí me entretuve

viendo pasar a los turistas. Poco después un negro con sombrero de paja y dientes de sobra

se mandó un feroz volón con sus tumbadoras ambulantes. Ahora que lo pienso, ahora que

estoy en la arena, solo, esperándola, compruebo que esa noche fue la primera vez que fui a

un restaurante solo. Nunca tan terrible, claro, pero igual raro.

Después me fui al hotel, a mi pieza, repleta de huevones durmiendo, roncando, más

hediondos que la cresta. Cox se despertó y me empezó a contar de una boíte donde había

unas mulatas increíbles, pero costaban no sé cuántos miles de cruzeiros, y a treinta y nueve

pesos el dólar, eso es mucha plata, compadre. Me empeloté, me metí a la cama y comencé a

enumerar mentalmente las calles de Rio que conocía, hasta que el sueño me ganó. Al otro

extremo de la pieza, en tanto, Cox se corría la paja: su cama crujía levemente, como

para no despertar al resto. Seguro que todos igual cacharon. Todos lo han hecho. Las

...

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