El cerebro y el carro
Enviado por maria fernanda aviles garcia • 27 de Noviembre de 2016 • Apuntes • 9.680 Palabras (39 Páginas) • 480 Visitas
3 El cerebro y el carro
¿Cuándo volveremos a reunimos los tres...? W. SHAKESPEARE, Macbeth E l cerebro de un pez es incipiente. Un pez posee un notocordio o médula espinal, al igual que otros invertebrados de inferior jerarquía. Un pez primitivo tiene, además, una pequeña protuberancia en el extremo frontal de su médula espinal que hace las veces de cerebro. En los peces más evolucionados esta protuberancia está más desarrollada, pero su peso aún no sobrepasa los dos gramos. En los animales superiores, esta turgencia corresponde al llamado cerebro posterior o rombencéfalo y al cerebro medio o mesencéfalo. El cerebro de los actuales peces está constituido en buena parte por el mesencéfaio y un diminuto prosencéfalo (cerebro anterior), a la inversa que en los reptiles y anfibios contemporáneos (véase la figura de la página 56). Y, sin embargo, los registros fósiles de los primeros vertebrados conocidos nos muestran ya configuradas las principales divisiones del cerebro del hombre actual (por ejemplo, regiones anterior, media y posterior). Hace quinientos millones de años, nadaban en ios mares primitivos unos vertebrados acuáticos pisciformes —los llamados placodermos y ostracodermos— cuyos cerebros tenían ostensiblemente las mismas divisiones básicas que los nuestros. Con todo, el tamaño y la importancia proporcional de sus partes, e incluso las funciones primitivas de las mismas, eran sin duda muy diferentes a los de nuestros días. Esquemas comparativos de los cerebros de un pez, un anfibio, un reptil, un ave y un mamífero. El cerebelo y la médula oblongada forman parte del cerebro posterior. Una de las perspectivas más interesantes de la ulterior evolución del cerebro es la crónica del continuo crecimiento y especialización de tres nuevas capas o membranas que coronan la médula espinal, el rombencéfalo y el mesencéfalo. Al término de cada fase de la evolución perviven las antiguas divisiones cerebrales, pero deben adecuarse al cambio y, además, se ha unido a ellas una nueva capa dotada de nuevas funciones. Paul MacLean, director del laboratorio de evolución cerebral y conducta del Instituto Nacional de Salud Pública, es en la actualidad el más destacado representante de esta teoría. Uno de los rasgos más sobresalientes del trabajo de MacLean es que abarca una amplia gama de especies animales, desde el lagarto hasta el tití. Otra nota acreditativa de su excelente labor es el minucioso estudio que él y sus colegas han llevado a cabo sobre el comportamiento social y de todo tipo de estos animales para así incrementar las posibilidades de descubrir qué actos de conducta concretos regula cada una de las partes del cerebro. Los titíes de rasgos faciales «exóticos» se saludan entre sí con arreglo a una especie de ritual exhibicionista. Los machos muestran la dentadura, sacuden las barras de la jaula, lanzan un chillido estridente —que a buen seguro tiene carácter intimidatorio en las colonias de estos platirrinos— y elevan las piernas dejando al descubierto el pene erecto. Si en la comunidad humana un comportamiento de este género se consideraría en muchos casos sumamente grosero, en lo que respecta a los titíes constituye un acto complejo que sirve para mantener la jerarquía de dominio en el ámbito de su comunidad. MacLean ha descubierto que basta la lesión de una pequeña porción del cerebro para que el tití no pueda acometer la exhibición referida, aun cuando mantenga intactas sus restantes facultades, como pueden ser las funciones sexuales y la agresividad. La parte afectada se halla en la parte más «vieja» del prosencéfalo, que tanto el hombre como otros primates comparten con los mamíferos y reptiles antecesores del hombre. En los mamíferos no pertenecientes al orden de los primates y en los reptiles se da un comportamiento ritual semejante que, al parecer, se regula desde la misma región cerebral. Las lesiones de este componente reptiloi-de pueden repercutir sobre otras actividades automáticas no precisamente rituales como, por ejemplo, los actos de andar o de correr. Entre los primates hallamos con frecuencia esta relación entre ostentación sexual y posición jerárquica del individuo. Por ejemplo, entre los macacos japoneses, la casta social se mantiene y refuerza mediante la monta diaria de los individuos de castas inferiores, que adoptan la sumisiva postura sexual característica de la hembra en celo mientras los machos dominantes efectúan una breve y formularia cubrición. Se trata no tanto de apareamientos de carácter sexual como de actos generalizados y rutinarios que denotan claramente la identidad social del individuo en el seno de una sociedad compleja. En un estudio sobre el comportamiento del tití Caspar, el animal dominante de la colonia y, con mucho, el más exhibicionista, no fue visto ni una sola vez copulando pese ai gran número de veces que hizo ostentación del miembro genital (las dos terceras partes del total computado); por lo demás, casi todas sus exhibiciones iban dirigidas a otros machos adultos. El hecho de que Gaspar se viera fuertemente inducido a dejar constancia de su dominio, pero en cambio muy poco estimulado en cuanto a sus apetitos sexuales, indica que aun cuando ambas funciones puedan suponer la intervención de los mismos órganos no guardan entre sí una relación directa. Los científicos que estudiaban ei comportamiento de la citada colonia llegaron a la conclusión de que «la exhibición de los genitales debe ser considerada como el signo socialmente más eficaz para delimitar la jerarquía del individuo dentro del grupo. Con este comportamiento de carácter ritual, el mono pare ce querer indicar: Aquí soy yo quien manda. Seguramente deriva de la práctica sexual, pero se utiliza con fines de comunicación social, sin relación con la actividad reproductiva. En otras palabras la exhibición fálica es un ritual derivado del comportamiento sexua! pero que cumple un fin social, no de orden reproductivo». Durante un programa televisivo con personajes invitados emití do en 1976, el entrevistador preguntó a un jugador de fútbol pro fesional si a los miembros del equipo les resultaba embarazoso mostrarse desnudos en el vestuario, a lo que ei interpelado contestó sin vacilar: «¡Qué va! ¡Nos gusta exhibirnos! Nadie se siente violento. Es como si nos dijésemos el uno al otro: ¡En, tío veamos qué calibre gastas!... Puede que con los entrenadores o los masa jistas no sea lo mismo». Las relaciones de comportamiento y neuroanatómicas entre apt tito sexual, agresividad y dominio se han visto confirmadas por una amplia variedad de estudios. El ceremonial que conlleva el apareamiento de los gatos monteses y muchos otros animales es difícilmente distinguible, al menos en las primeras fases, del combate entre dos individuos de la misma especie. Todo el mundo sabe que a veces el gato doméstico ronronea irritado mientras raspa lentamente con sus garras el tapizado de un mueble o la piel del hombre protegida por una liviana prenda de vestir. El empleo de la sexualidad como fórmula para fijar y mantener la relación de dominio se aprecia a veces en las prácticas heterosexuales y homosexuales del hombre (aun cuando no se trate, por supuesto, del único elemento que interviene en ellas), así como en muchas expresiones «obscenas». Téngase en cuenta la peculiaridad de que el más común de los insultos verbales en inglés (fuck-you, «jódete») y, también en muchos otros idiomas, hace referencia a un acto de intenso placer físico. Probablemente, la forma inglesa deriva del antiguo verbo alemán y holandés fokken, que significa «golpear», «atacar», «dar caña», etc. Este por lo demás enigmático empleo puede entenderse como un equivalente verbal del lenguaje simbólico del macaco, en el que el pronombre «yo» queda sobreentendido por ambas partes. Tanto esta expresión como otras de parecida índole parecen constituir un apareamiento de carácter ceremonial entre individuos de la especie humana. Como tendremos ocasión de ver, es probable que este comportamiento se retrotraiga a especies muy anteriores a los monos y se remonte cientos de millones de años en el pasado geológico. Partiendo de experimentos como los realizados con los titíes, MacLean ha elaborado un sugestivo modelo de la estructura y evolución cerebral que él llama cerebro «trino». Afirma que «estamos obligados a examinarnos a nosotros mismos y al mundo en general a través de tres mentalidades muy distintas», en dos de las cuales no interviene la facultad del habla. MacLean sostiene que el cerebro humano «equivale a tres computadores biológicos interconectados», cada uno de los cuales posee «su peculiar y específica inteligencia, subjetividad y sentido del tiempo y del espacio, así como sus propias funciones de memoria, motrices y de todo tipo». Cada cerebro corresponde a una etapa evolutiva de trascendental importancia. El referido investigador afirma también que los tres cerebros se distinguen tanto por su configuración neuroanatómica como por su funcionalidad, y que contienen proporciones muy dispares de dopamina y colinesterasa, dos sustancias químicas cerebrales. La parte más primitiva del cerebro humano comprende la mé dula espinal; la médula oblongata y la protuberancia anular (o pons), que forman el cerebro posterior; y el cerebro medio o mesencéfalo. MacLean llama «armazón neural» al conjunto integrado por la médula espinal, el cerebro posterior y el cerebro medio. Alberga los mecanismos neurales básicos de la reproducción y la autoconservación, aspecto que incluye la regulación del ritmo cardiaco, circulación sanguínea y respiración. En un pez o un anfibio este es casi todo el cerebro que existe, pero según MacLean, un reptil o animal superior privado de prosencéfalo (cerebro anterior) es «tan insensible y tan inútil como un vehículo parado sin conductor». Representación muy esquematizada del complejo-R, el sistema límbico y el neo-córtex en el cerebro humano, según MacLean. En mi opinión, la llamada epilepsia gravior o gran mal puede ser considerada como una dolencia en la que los impulsores cognoscitivos han quedado inutilizados debido a una especie de tormenta eléctrica sobrevenida en el cerebro, tras la cual, el sujeto afectado no dispone momentáneamente de más elemento operativo que el armazón neural. Se trata de una grave lesión que, momentáneamente, hace retroceder a la víctima varios cientos de millones de años. Los antiguos griegos, de los que seguimos utilizando el nombre con que denominaron a la enfermedad, reconocieron el carácter insondable de la misma y la llamaron «la enfermedad infligida por los dioses». MacLean distingue tres clases de elementos motrices del arma zón neural. El de formación más antigua envuelve el cerebro medio (integrado en buena parte por lo que los neuroanatomistas denominan la estría olfatoria, el cuerpo estriado y el globus palli- dus); lo comparten con nosotros los restantes mamíferos y los reptiles. Probablemente se desarrolló hace varios centenares de millones de años. MacLean lo denomina el complejo reptílico o complejo R. Rodeándolo se halla el sistema límbico, llamado así porque linda con el cerebro propiamente dicho. (En inglés, brazos y piernas se llaman limbs [miembros] por ser órganos periféricos al resto del cuerpo.) También los restantes mamíferos tienen un siste ma límbico, y en un grado mucho menos evolucionado lo poseen asimismo los reptiles. Seguramente se originó hace más de ciento cincuenta millones de años. Por último, rematando lo que resta del cerebro, se encuentra el neocórtex, sin duda la incorporación evolutiva más moderna. El hombre, al igual que los mamíferos superiores y los restantes primates, posee un neocórtex proporcionalmente grande. En los mamíferos más evolucionados se aprecia un aumento gradual de esta zona cerebral. El más perfecto es el nuestro (junto con el de los delfines y los grandes cetáceos como las ballenas). Probablemente se constituyó hace varias decenas de millones de años, pero con la aparición del hombre su desarrollo se aceleró en gran manera. En la página anterior ofrecemos una representación esquemática ajustada a esta descripción del cerebro humano, y en la parte superior de la página siguiente un cotejo del sistema límbico con el neocórtex en tres mamíferos contemporáneos. El concepto de cerebro «trino» concuerda de forma notable con la conclusión, derivada de forma independiente del estudio de la proporción entre masa cerebral y masa corpórea ofrecido en el capítulo anterior, de que la aparición de los mamíferos y de los primates (especialmente del hombre) vino acompañada de verdaderos hitos en el proceso de cerebración. Representación esquemática de la parte superior y lateral de los cerebros del conejo, el gato y el mono. Las zonas punteadas en negro constituyen el sistema límbico, que se aprecia más claramente en los esquemas laterales. La región en blanco, con presencia de surcos, representa el neocórtex, visible sobre todo en las figuras de la parte superior. Resulta muy difícil evolucionar alterando la estructura profunda de la vida. Cualquier intento de cambio puede resultar funesto. Aun así es posible que se produzcan transformaciones básicas mediante la superposición de nuevos sistemas a ios ya existentes. Ello nos trae a la memoria una teoría que Ernest Haeckel, el anatomista alemán del siglo xix, llamó de la recapitulación y que ha cono cido distintas fases de aceptación y rechazo entre los medios científicos. Decía Haeckel que durante su desarrollo embriológico un animal tiende a repetir o «recapitular» la secuencia evolutiva de sus antecesores. Asimismo, el feto humano, durante su vida intrauterina, pasa por distintas fases evolutivas muy semejantes a las de los peces, reptiles y mamíferos no primates antes de desarrollar aquellos rasgos fisiológicos que acreditan su condición de hombre. Durante la etapa pisciforme inclusive posee unas hendiduras branquiales, que no reportan utilidad alguna al embrión, ya que éste se alimenta a través del cordón umbilical, pero que son vitales dentro del proceso embriológico humano. En efecto, dado que las branquias eran un órgano fundamental para nuestros antepasados, el embrión humano pasa por una fase de desarrollo branquial. El cerebro de un feto humano también se desarrolla de dentro hacia afuera y, en términos aproximados, pasa por la secuencia armazón neural, complejo R, sistema límbico y neocórtex (véase en la página 204 un esquema seriado del desarrollo embrionario del cerebro humano). Las causas explicativas de la recapitulación pueden entenderse del siguiente modo. La selección natural opera tan sólo en los in dividuos, no en la especie, y escasamente sobre los huevos o los fetos. En este sentido, el último cambio evolutivo se produce después del parto. Puede que el feto presente determinados rasgos, como las ya citadas hendiduras branquiales de los mamíferos, que perjudicarían la adaptación del individuo al medio tras su nacimiento, pero mientras no causen daños al feto y desaparezcan antes del parto, el organismo las tolera sin dificultad. Nuestras hendiduras branquiales no son vestigios de los antiguos peces, sino de los primitivos embriones de peces. Muchos órganos de nueva génesis se constituyen, no por adición y conservación, sino por transformación de órganos primitivos en otros nuevos: las aletas se transforman en patas y las patas en miembros natatorios o alas; los pies se convierten en manos, y a la inversa; las glándulas sebáceas en glándulas mamarias; los arcos branquiales en los huesos del oído; las escamas de los tiburones en dientes, etc. Por lo tanto, la evolución por adición o superposición y la preservación funcional de la estructura preexistente se produce por una de estas dos razones: o bien porque la primitiva función es tan necesaria como la nueva, o bien porque no existe medio de relegar el órgano antiguo sin poner en peligro la supervivencia del individuo. La naturaleza nos ofrece muchas otras muestras de este tipo de desarrollo evolutivo. Para tomar un ejemplo, casi al azar, analice mos por qué las plantas son verdes. El proceso de fotosíntesis de las plantas verdes utiliza la luz de las bandas roja y violeta del espectro solar para romper las moléculas de agua, formar hidratos de carbono y acometer otras funciones vegetales. Sin embargo, el sol irradia más luz en las bandas amarilla y verde del espectro que en las bandas roja y violeta. Las plantas cuyo único pigmento fotosintético es la clorofila rechazan, pues, la fuente lumínica más abundante. Muchos vegetales parecen haber «advertido» un tanto tardíamente esta circunstancia y han llevado a cabo las pertinentes adaptaciones. También han ido apareciendo otros pigmentos que reflejan la luz roja y absorben la verde y la amarilla, como los carotenoides y ficobilinas. Tanto mejor. Cabe preguntarse, empero, si estas plantas que utilizan nuevos pigmentos en la operación de fotosíntesis han prescindido de la clorofila. La respuesta es negativa. La fotografía de esta página nos muestra la «fábrica» fotosintética de un alga roja. Las zonas estriadas contienen clorofila y las pequeñas esferas arrebujadas junto a ellas contienen ficobilinas, que son las que confieren a esta alga su típica coloración rojiza. Por regla general, estas plantas transfieren la energía que toman de las bandas verde y amarilla de la luz solar al pigmento de la clorofila, que aun cuando no la absorba, sigue siendo instrumento válido para salvar los desajustes entre la luz y los procesos químicos en la fotosíntesis de todas las plantas. La naturaleza no podía prescindir sin más de la clorofila para sustituirla con pigmentos más idóneos, y ello porque está profundamente urdida con la obra estructural de la vida. Que duda cabe, las plantas que poseen otros pigmentos suplementarios se diferencian de las restantes en cuanto que son más eficientes; pero de todas formas, en ellas hallamos como elemento clave del proceso de fotosíntesis la clorofila, que sigue activa aunque con responsabilidades muy disminuidas. Pues bien, estimo que el proceso evolutivo del cerebro ha seguido el mismo cauce y que las partes más internas, las más primitivas, continúan cumpliendo su misión. Fotografía de una pequeña planta llamada alga roja tomada con el microscopio electrónico. Su denominación científica es la de Porphyridium cruentum. El clo-roplasto, factoría fotosintética de este organismo, ocupa casi toda la superficie de la célula. La imagen ha sido ampliada 23.000 veces y fue tomada por la doctora Elizabeth Gantt, del laboratorio de Biología y Radiación de la Smithsonian Ins- titution. El complejo R Si la tesis que hemos avanzado es correcta, cabe suponer que en cierto modo el complejo R sigue desempeñando dentro del cerebro humano las mismas funciones que cumplía en el dinosaurio, y que la corteza límbica genera los estereotipos mentales de los pumas y los perezosos. Es indiscutible que cada nueva fase en el proceso de cerebración viene acompañada de transformaciones en la fisiología de los primitivos componentes del cerebro. La evolución del complejo R habrá acarreado cambios en el cerebro medio y en otras regiones del encéfalo. Pero sabemos que la regulación de buen número de funciones es tarea común de diferentes componentes cerebrales, y sería realmente extraño que los componentes cerebrales de la base del neocórtex no continuaran actuando en buena medida como lo hacían en tiempos de nuestros remotos antecesores. MacLean ha demostrado que el complejo R desempeña un papel importante en la conducta agresiva, la territorialidad, los actos rituales y el establecimiento de jerarquías sociales. Salvo excepciones esporádicas, a las que damos la bienvenida, tengo la impresión de que estos rasgos configuran en buena medida el comportamien to burocrático y político del hombre actual. No quiero decir con ello que el neocórtex no juegue también su papel en una convención política estadounidense o en una sesión del Soviet Supremo de la URSS. A fin de cuentas, se trata de rituales en los que prevalece la comunicación de tipo verbal, es decir, generada por aquel órgano. Pero sorprende comprobar en qué medida nuestros actos reales —en contraposición a lo que decimos o pensamos— pueden explicarse en función de las pautas que rigen la conducta de los reptiles. Hablamos muchas veces de asesinos que matan «a sangre fría». Entre los consejos de Maquiavelo al príncipe está el de «actuar a sabiendas como las alimañas». En lo que cabe considerar como una interesante anticipación parcial de estas ideas, la filósofa norteamericana Susanne Langer escribió: «La vida humana está punteada de actos rituales, como lo están los hábitos de los animales. Es una obra intrincada en la que se entremezclan la razón y el rito, el saber y la religión, la prosa y la poesía, la realidad y los ensueños... El ritual, como el arte, es en esencia la culminación activa de una transformación simbólica de la experiencia. Se engendra en la corteza, no en el "cerebro primitivo", pero es fruto de una necesidad elemental de dicho órgano, una vez desarrollado éste hasta acceder al estadio humano». Salvo el hecho de que el complejo R es parte del «cere bro primitivo», la autora de estas palabras da de lleno en el blanco. Quisiera hablar sin reticencias acerca de las repercusiones que tiene en el plano social la aseveración de que el cerebro del reptil influye en los actos del hombre. Si la conducta burocrática está esencialmente regulada por el complejo R, ¿significa esto que no hay esperanza para el futuro humano? Dos fotografías en el interior del tercer ventrículo del cerebro tomadas con el microscopio electrónico por Richard Steger, de la Wayne State University. Se observan en ellas minúsculos apéndices filamentosos o cilios de movimiento on dulante transportando pequeñas proteínas cerebrales esferoides. Parece que estamos ante una multitud por encima de cuyas cabezas cruzan grandes pelotas playeras. En el hombre, el neocórtex representa alrededor del 85 por 100 del cerebro, lo que refleja en cierta medida su importancia comparado con el cerebro posterior, el complejo R y el sistema límbico. Tanto la neuroanatomía, como la historia política y la propia introspección ofrecen pruebas de que el ser humano es perfectamente capaz de resistir el apremio de ceder a los impulsos emanados del cerebro del reptil. Es impensable, por ejemplo, que el complejo R pudiera registrar, y mucho menos concebir, la Declaración de los Derechos Humanos contenida en la Constitución norteamericana. Es precisamente nuestra adaptabilidad y largo proceso de maduración lo que impide que aceptemos servilmente las pautas de conducta genéticamente programadas de que somos portadores, y ello de forma más manifiesta que en las restantes especies. Pero, si bien el cerebro trino constituye un buen modelo del comportamiento del hombre, no podemos ignorar el componente reptüico de la naturaleza humana, sobre todo en lo que atañe a los actos rituales y jerárquicos. Por el contrario, el modelo del cerebro trino puede ayudarnos a comprender mejor la naturaleza profunda del ser humano. (Me pregunto, por ejemplo, si los aspectos rituales de muchas enfermedades psicóticas como la esquizofrenia hebefrénica pueden ser resultado de la hiperactividad de algún centro del complejo R o del fallo de algún emplazamiento neocortical cuya misión es contener o eliminar al complejo R. También me pregunto si el carácter ritual que posee muchas veces el comportamiento de los niños es consecuencia del todavía incompleto desarrollo de sus neocórtex.) En un pasaje que, curiosamente, viene muy al caso, G. K. Chesterton escribió: «Puedes liberar a las cosas de leyes accidentales o ajenas a las mismas, pero no de las que conciernen a su propia naturaleza... No vayamos a... forzar la situación hasta el punto de pretender que el triángulo rompa el marco carcelario de sus tres lados, pues en el momento en que lo haga, su vida acaba de forma deplorable». Pero no todos los triángulos tienen los lados iguales. En nuestra mano está efectuar algunos ajustes sustanciales del papel que proporcionalmente corresponde a los diversos componentes del cerebro trino. El sistema límbico En el sistema límbico se gestan las emociones intensas o singular mente vividas, circunstancia que amplía de inmediato nuestra perspectiva acerca de la mente del reptil, en cuanto que ésta no viene caracterizada por indómitas pasiones ni calamitosas contradicciones, sino más bien por una dócil y torpe aquiescencia al modelo de conducta que le dictan sus genes y su cerebro. Las descargas eléctricas en el sistema límbico producen en oca siones síntomas similares a los que ocasionan las psicosis o las drogas psicodélicas y alucinógenas. A decir verdad, la sede del efecto de muchas drogas psicotrópicas reside en el sistema límbico. Quizá sea dicho sistema el que controla la hilaridad, el sobrecogimiento y una gran variedad de sutiles emociones que solemos considerar privativas del hombre. La pituitaria, «glándula directriz» que influye en otras y domi na el sistema endocrino del hombre, forma parte esencial de la región límbica. Las alteraciones del ánimo que acarrean los desequilibrios endocrinos ofrecen interesantes indicios acerca de la conexión del sistema límbico con los estados mentales. En el sistema límbico hay una pequeña inclusión en forma de almendra, llamada amígdala, que desempeña un importante papel en la génesis de los impulsos agresivos y de los sentimientos de temor. La excitación eléctrica de la amígdala en pacíficos animales domésticos puede llevarles a grados de terror o agitación extremos. En el curso de un experimento, un gato se encogió de miedo a la vista de un ratoncito blanco. Por otra parte, animales salvajes como el lince se convierten en dóciles animalitos que se dejan acariciar y manejar a gusto del hombre tras serles extirpadas las amígdalas. Las perturbaciones del sistema límbico pueden originar irritaciones, miedo o emotividad intensa sin causa aparente. La hiperestimulación natural puede producir los mismos resultados. Quienes padecen esta dolencia experimentan sensaciones incomprensibles y sin conexión con la realidad que les categorizan como enajenados mentales. Parte al menos de la función reguladora de la emotividad que desempeñan glándulas endocrinas del sistema límbico como la pituitaria, la amígdala y el hipotálamo proviene de las pequeñas proteínas hormonales que segregan y que afectan a otras regiones cerebrales. Tal vez la más conocida sea la hormona adrenocorticotrópica (ACTH), proteína de la pituitaria, que puede tener repercusión en funciones mentales tan diversas como la retención visual, la ansiedad y el grado de atención. Algunas proteínas hipotalámicas de pequeño volumen han sido localizadas por vía experimental en el tercer ventrículo del cerebro, que conecta el hipotálamo con el tálamo, zona que también forma parte del sistema límbico. Las asombrosas imágenes de la página 67 tomadas con un microscopio electrónico muestran dos primeros planos de la actividad del tercer ventrículo. El esquema de la página 77 puede servir para clasificar algunos de los aspectos de índole neuroanatómica que acabamos de exponer. Existen motivos para creer que las raíces del comportamiento altruista se hallan en el sistema límbico. Ni que decir tiene que, salvo raras excepciones (sobre todo los insectos sociales), los mamíferos y las aves son los únicos organismos que se esmeran en el cuidado de su prole, fenómeno de orden evolutivo que, sobre la base del largo periodo de adaptabilidad que origina, saca partido de la considerable aptitud del cerebro de los mamíferos y primates en cuanto al procesamiento de datos. A lo que parece, el amor es invención de los mamíferos. . Sin embargo, esta norma sobre los cuidados proporcionalmente mayores que los mamíferos prodigan a sus crías frente a los reptiles tiene no pocas excepciones. El cocodrilo hembra del Nilo, por ejemplo, coloca con todo esmero a las crías recién salidas del cascarón en su boca y las deposita en las aguas fluviales, donde gozan de relativa seguridad, en tanto que el león macho del Serengeti, cuando se pone por vez primera al frente de una manada de leones, mata a todos los cachorros allí residentes. Pero, en conjunto, los mamíferos muestran mucho más apego hacia sus crías que los reptiles. Seguramente, esa diferencia era todavía más marcada cien millones de años atrás. Muchas facetas del comportamiento de los animales tienden a refrendar la noción de que las emociones intensas son básicamente privativas de los mamíferos y en menos grado de las aves. Las similitudes de las reacciones emotivas de los animales domésticos y las del hombre me parecen obvias. Es de sobras conocida la notoria tristeza que invade a las hembras de muchos mamíferos cuando se les arrebatan las crías. Uno se pregunta por la intensidad de estas emociones. ¿Acaso los caballos albergan a veces sentimientos de fervor patriótico? ¿Experimentan los perros hacia el hombre un cierto arrobo parecido al éxtasis religioso? ¿Qué otra clase de intensas y recónditas emociones albergan los animales que no comunican con nosotros? Apunte de la hipotética configuración corpórea del Lycaenops, reptil del mesozoi co, según John Germann. Posiblemente fueron criaturas de este género, semejantes a los mamíferos, las que primero experimentaron un sustancial desarrollo del sistema límbico. La parte más primitiva del sistema límbico es la corteza olfati va, relacionada con la percepción de olores, cuya intensa calidad emocional conocen bien la mayoría de los humanos. En el hipocampo, estructura situada dentro del sistema límbico, se localiza buena parte de nuestra capacidad de retención y evocación del pasado, conexión que se aprecia con toda claridad si se toman en cuenta los menoscabos de memoria que producen las lesiones en el mismo. Un caso famoso fue el de H. M., paciente con un largo historial clínico de ataques apopléticos y convulsiones, que sufrió extirpación bilateral de la región que circunda el hipocampo en un logrado intento de aminorar la frecuencia y la intensidad de aquéllos. Inmediatamente el enfermo experimentó amnesia, pero conservó casi intactas sus facultades perceptivas, consiguió asimilar nuevas técnicas motoras y conoció cierto grado de aprendizaje percep-tual. De todos modos, no acertaba a recordar un suceso a las pocas horas de acaecido. Según sus propias palabras, «cada día es un episodio aislado; con él se esfuman las alegrías y las tristezas que haya podido experimentar». Describió su vida como una prolongación incesante de esta sensación de aturdimiento que nos sobrecoge al despertar de un sueño sin que acertemos a recordar claramente su contenido. Lo más curioso es que a pesar de la grave lesión que padecía, el coeficiente de inteligencia de H. M. mejoró al serle extirpada la porción cerebral que envuelve al hipocampo. A lo que parece, percibía los olores, pero no acertaba a identificar por su nombre lo que producía dicho aroma. También mostraba una carencia total de apetitos sexuales. Otro caso conocido fue el de un joven piloto norteamericano que en el curso de un duelo fingido con otro compañero de escuadrilla sufrió una herida producida por un estilete en forma de florete que le penetró por la ceja derecha y perforó la pequeña zona del sistema límbico situada exactamente encima de la misma. La herida le ocasionó una grave pérdida de memoria, parecida a la que experimentó H. M., aunque menos seria, pues conservó buena parte de sus facultades perceptuales e intelectivas. Los trastornos de la memoria se manifestaron muy en especial en la dificultad para encontrar palabras con que expresarse. Por otro lado, el accidente le ocasionó impotencia sexual y le hizo insensible al dolor. En cierta ocasión paseó descalzo por la cubierta metálica de un buque de pasaje caldeada en extremo por el sol sin darse cuenta de que se estaba infligiendo graves quemaduras, hasta que los pasajeros próximos a él empezaron a quejarse de un nauseabundo olor a carne chamuscada; pero él no sintió dolor alguno ni percibió el desagradable olor a quemado. En base a los ejemplos expuestos, parece evidente que una actividad propia de los mamíferos tan compleja como la función sexual viene regulada simultáneamente por cada uno de los tres componentes del cerebro «trino»: el complejo R, el sistema límbico y el neocórtex. (Hemos aludido ya a la influencia del complejo R y del sistema límbico en la actividad sexual. El análisis introspectivo nos permite fácilmente recoger pruebas que demuestran la participación del neocórtex.) Una parcela del sistema límbico primitivo regula las funciones orales y gustativas, y otra las funciones sexuales. La relación entre olfato y actividad sexual es muy antigua y se manifiesta especial mente en los insectos, circunstancia que nos permite apreciar tanto la importancia como las desventajas que comportaba para nuestros antepasados el fiarlo todo a su capacidad olfativa. En una ocasión fui testigo de un experimento en el transcurso del cual se conectó la cabeza de una mosca verde, mediante un finísimo hilo eléctrico, a un osciioscopio que registraba en una especie de gráfico todos los impulsos eléctricos producidos por su aparato olfativo. (Conviene puntualizar que hacía muy poco que se había separado la cabeza dei cuerpo del insecto con objeto de facilitar el acceso al aparato olfativo, y que aquélla continuaba funcionando casi normalmente.) La cabeza y el cuerpo de un artrópodo siguen funcionando normalmente por breve tiempo aun separadas la una del otro. La manlis religiosa hembra suele responder al porfiado cortejo de un macho decapitándolo. Si entre ios hombres tal proceder sería socialmente execrable, no ocurre lo mismo entre los insectos. En efecto, al desgajar el cerebro del festo del cuerpo se eliminan las inhibiciones sexuales y se estimula el apareamiento con lo que queda del macho. Luego, la hembra completa ci festín con un ágape, por supuesto en solitario. Quizás esta reacción sea una, a modo de lección, medida cautelar contra la excesiva represión sexual. Los investigadores que llevaban a cabo el experimento produjeron emanaciones de muy distinta índole, incluso de gases repelentes y tóxicos, como el amoníaco, sin que se apreciara efecto alguno. La línea que trazaba el osciioscopio era absolutamente plana, sin alternancias en su trazado horizontal. Pero cuando se depositó ante la cabeza del insecto macho una ínfima cantidad del estimulante sexual que segrega la hembra de la mosca verde, el osciioscopio registró en el acto una violenta línea vertical. En una palabra, la mosca verde no podía oler otra cosa que el estimulante de la sexualidad, pero esa molécula la percibía fantásticamente bien. En los insectos suele darse esta especialización olfatoria. Por ejemplo, la mariposa macho del gusano de seda puede detectar el estimulante sexual con sólo que sus livianas antenas capten unas cuarenta moléculas por segundo de sustancia estimulante. Una hembra de la especie necesita liberar tan sólo una centésima de micro-gramo de sustancia estimulante para atraer a todos los machos que se hallan a una milla cúbica de distancia. Así queda asegurada la propagación de la especie. Quizá la muestra más palpable y curiosa de la importancia que reviste este fiar el hallazgo de la hembra al sentido olfativo con fines de propagación de la especie nos lo proporciona un escarabajo que vive en Sudáfrica, el cual, durante el invierno, se guarece en un hueco excavado en el suelo. Con la llegada de la primavera se caldea la tierra y emergen los insectos. Pero lo curioso es que los escarabajos machos asoman, aturdidos, unas semanas antes que las hembras. En esta misma región de Sudáfrica crece una especie de orquídea que desprende un aroma idéntico al de la sustancia sexual emanada por el escarabajo hembra. Lo cierto es que la evolución de la orquídea y del escarabajo ha coincidido en la producción de una molécula básicamente igual. Resulta, además, que el escarabajo macho es extremadamente «corto de vista», y los pétalos de las orquídeas presentan una configuración que el miope insecto confunde con una hembra de la especie en postura sexual-mente receptiva. Por espacio de varias semanas el insecto macho se despacha a gusto con las orquídeas, e imaginamos a las hembras abandonando su refugio invernal heridas en su amor propio y justamente indignadas. Entretanto, las orquídeas han sido fecundadas por polinización cruzada gracias a los enardecidos insectos machos, que, confundidos, hacen ahora cuanto pueden para asegurar la pervivencia de su especie. Con ello, uno y otro organismo logran su objetivo. (Digamos de pasada que no conviene a las orquídeas mostrarse demasiado irresistibles, ya que si los escarabajos no pudieran luego reproducirse entre sí aquéllas se verían en grave trance.) Acabamos de descubrir una de las limitaciones que presenta la estimulación puramente olfativa. Otra restricción radica en el hecho de que cada escarabajo hembra produce el mismo tipo de estimulante sexual, por lo que no es fácil que un individuo macho se prende, por decirlo de algún modo, de la hembra de sus sueños. Si bien en ciertos casos el macho hace ostentación de su calidad de tal para atraer a la hembra o, como ocurre con el ciervo volante, se traba por la mandíbula en singular combate con otro individuo para ganarse los favores de la dama, parece indudable que el papel determinante de la sustancia sexual en el apareamiento reduce la amplitud de la selección sexual entre los insectos. Los reptiles, pájaros y mamíferos han puesto en juego otros métodos para localizar a su par. Sin embargo, la relación de la función sexual con el sentido del olfato es todavía apreciable, en el marco de la anatomía cerebral, en los animales de orden superior, y en el plano anecdótico, en la experiencia del ser humano. A veces me pregunto si los desodorantes, sobre todo los desodorantes «femeninos», no constituyen un intento de encubrir los estímulos de orden sexual para que concentremos nuestra atención en otros menesteres. El neocórtex Incluso en los peces las lesiones del cerebro anterior repercuten en las pulsiones de iniciativa y cautela hasta destruirlas. En los animales superiores, estas mismas pulsiones, aunque mucho más perfeccionadas, parecen localizadas en el neocórtex, región donde se ubican muchas de las funciones cognitivas que mejor definen al hombre como tal. Al hablar de esta porción de la corteza cerebral suelen distinguirse en ella cuatro regiones o lóbulos: frontal, parietal, temporal, y occipital. Los primeros neurofisiólogos sostenían que, básicamente, las conexiones del neocórtex no rebasaban el marco de este órgano; pero hoy sabemos que existen gran número de conexiones neurales con el cerebro subcortical. De todos modos, no está claro, ni mucho menos, que las subdivisiones neocorticales constituyan auténticas unidades funcionales. Ciertamente, cada una de ellas regula multiplicidad de funciones, muy distintas unas de otras, pero es probable que algunas sean ejercidas por más de un lóbulo a la vez. Según se desprende de los estudios realizados, los lóbulos frontales están relacionados con la reflexión y la regulación de la acción; los lóbulos parietales, con la percepción espacial y el intercambio de información entre el cerebro y el resto del cuerpo, los lóbulos temporales cumplen una variedad de complejas tareas perceptuales y los lóbulos occipitales guardan relación con la vista, el sentido dominante en el hombre y en otros primates. Por espacio de muchas décadas la mayoría de neurofisiólogos han pensado que los lóbulos frontales, o sea la parte anterior de la corteza, albergan el mecanismo que nos permite anticiparnos y planear el futuro, facultades características del ser humano. Sin embargo, las últimas investigaciones llevadas a cabo demuestran que el panorama no es tan sencillo. El neurofisiólogo norteamericano Hans-Lukas Teuber, del Instituto Tecnológico de Massachu-setts, ha investigado un gran número de casos de lesiones frontales, debidas sobre todo a heridas de guerra o por arma de fuego. Teuber descubrió que muchas lesiones del lóbulo frontal apenas tienen incidencia perceptible en la conducta del individuo afectado. De todas formas, en casos de lesiones muy graves del lóbulo frontal, aun cuando «el paciente no llega a perder del todo la facultad de anticiparse a los hechos futuros, no acierta a imaginarse a si mismo como agente potencial en relación con ellos». Teuber subrayó que el lóbulo frontal pudiera estar relacionado tanto con la anticipación motora como con la cognoscitiva, sobre todo a la hora de evaluar las posibles consecuencias de los movimientos voluntarios. Por otra parte, parece que el lóbulo frontal interviene también en el nexo entre visión y postura erecta y bípeda. Así pues, los lóbulos frontales pueden intervenir en las funcio nes genuinas del ser humano de dos maneras distintas. Si regulan el sentido de anticipación del futuro, deben ser el emplazamiento obligado de los sentimientos de inquietud, los centros del ansia y la desazón. Esta es la razón de que el corte transversal del lóbulo frontal reduzca la ansiedad. Por otro lado, la lobotomía prefrontal puede mermar en gran manera la capacidad del hombre para comportarse como tal. El precio que pagamos por la previsión del futuro es la desazón que ello egendra. Sin duda, el augurio de una calamidad no resulta muy divertido. Poliana, con su optimismo desbordante, era mucho más dichosa que Casandra. Pero necesitamos de los componentes fatalistas de nuestra naturaleza para sobrevivir. Ellos fueron los artífices de una serie de doctrinas que aspiran en lo posible a interpretar el futuro y que han sido causa y origen de la ética, la magia, la ciencia y los códigos legales. La ventaja que procura el pronóstico de las catástrofes radica en la posibilidad de adoptar medidas para impedir que se produzcan, sacrificando las ganancias inmediatas en favor de unos beneficios a más largo plazo. Una sociedad que, como resultado de esta capacidad de anticipación, alcanza un alto nivel de seguridad material, genera el tiempo libre necesario para impulsar el progreso social y tecnológico. Corte lateral esquematizado del cerebro humano, en el que destaca el neocórtex, con un sistema límbico y un cerebro posterior más pequeños. No se aprecia el complejo-R. Otra función que se supone corresponde al lóbulo frontal es la que permite adoptar la postura bípeda al hombre. Esta conforma ción vertical, erecta, del cuerpo no habría sido posible sin el previo desarrollo de los lóbulos frontales. Más adelante veremos con mayor detalle cómo el hecho de asentarnos sobre dos pies liberó nuestras manos y nos permitió manipular con ellas, lo que posteriormente abocaría en un notable acrecentamiento de los rasgos culturales y fisiológicos del hombre. Cabe decir, sin exagerar un ápice, que la civilización tal vez sea producto de la actividad de los lóbulos frontales. La información visual llega al cerebro por conducto del ojo y se concentra primordialmente en el lóbulo occipital, a la altura de la coronilla, mientras que las impresiones auditivas quedan localizadas en la capa superior del lóbulo temporal, bajo la sien. Existen indicios de que los diversos componentes del neocórtex están bastante menos evolucionados en los sujetos ciegos y sordomudos. Las lesiones del lóbulo occipital —como las que, por ejemplo, produce una herida por arma de fuego— comportan con frecuencia una merma del campo visual. La víctima puede ser perfectamente normal en los demás aspectos, pero tendrá una visión periférica de los objetos, es decir, verá, frente a él, en el centro del campo visual normal, una densa mancha oscura. En otros casos se originan percepciones aún más extrañas, como las manchas movedizas de contornos geométricamente regulares que obstaculizan el campo y los «paroxismos visuales» en los que, a título de ejemplo, el paciente percibe momentáneamente los objetos que están a su derecha y en el suelo como flotando en el aire y a su izquierda, habiendo descrito un giro espacial de 180 grados. Incluso es posible determinar la parte del lóbulo occipital que regula determinada función visual mediante la estimulación sistemática de los obstáculos que interfieren el campo visual en base a diversas lesiones occipitales. El menoscabo de la visión tiene muchas menos posibilidades de convertirse en crónico tratándose de pacientes jóvenes, pues sus cerebros poseen la facultad de regenerarse por sí solos o de transferir funciones sin dificultad a otras regiones circundantes. La facultad de conectar los estímulos auditivos con los visuales también se localiza en el lóbulo temporal. Las lesiones de esta región cerebral pueden manifestarse en forma de afasia que incapacita al sujeto afectado para captar la palabra hablada. Resulta notable y significativo que ciertos pacientes aquejados de lesiones cerebrales puedan expresarse oralmente sin dificultad pero sean incapaces de plasmar sus ideas por escrito, o a la inversa. Unas veces pueden escribir pero no leer y otras descifrar los números pero no las letras, o bien nombrar los objetos pero no los colores. En el neocórtex se da una marcada separación de funciones, lo que invalida el tópico de que leer y escribir, identificar palabras o números, son actividades muy afines. Se habla también —aunque no ha podido confirmarse— de lesiones cerebrales que impiden al sujeto comprender las frases en voz pasiva, las oraciones prepositivas, o las construcciones con posesivos. (Tal vez un día descubramos qué punto del cerebro regula el empleo del subjuntivo. ¿Resul tará entonces que los latinos están sobremanera dotados y los anglosajones considerablemente mermados en lo que toca a esta pequeñísima porción de la anatomía cerebral?) Según parece, determinadas abstracciones, como, por ejemplo, las «partes gramaticales de la oración» se hallan «impresas» en regiones específicas del cerebro, hipótesis realmente asombrosa. En un caso clínico sorprendente, una lesión del lóbulo temporal impedía al paciente reconocer las caras de la gente, incluso de las personas más allegadas. Al serle mostrado el rostro de un individuo en la página opuesta a la que estaba examinando, dijo que «posiblemente» se trataba de una manzana. Incitado a que justificase esta interpretación, identificó la boca como una incisión en el fruto, la nariz como el rabillo doblado sobre la superficie y los ojos como dos agujeros o picaduras de gusano. El mismo paciente, podía, en cambio, identificar sin dificultad esbozos de casas y otros objetos inanimados. Un amplio capítulo de experimentos muestra que las lesiones del lóbulo temporal derecho producen amnesia en cuanto a ciertas manifestaciones de índole no verbal, en tanto que las lesiones del lóbulo temporal izquierdo originan una característica pérdida de memoria del lenguaje hablado. Nuestra capacidad para leer y levantar mapas, para orientarnos en el espacio tridimensional y valemos de los símbolos pertinentes —facultades que a buen seguro intervienen, si no en su uso, en la elaboración del lenguaje—, queda seriamente afectada por las lesiones del lóbulo parietal, ubicado cerca de la coronilla, detrás y por encima de la cisura central. Un soldado que sufrió un profundo desgarro del lóbulo parietal a causa de una herida de guerra estuvo todo un año sin poder orientar los pies para calzarse las zapatillas y menos todavía encontrar el camino hacia la cama en la sala del hospital. Sin embargo, terminó por recuperarse casi totalmente. Una lesión de la circunvolución angular del neocórtex, en el lóbulo parietal, engendra alexia, o sea, incapacidad para descifrar la escritura. A lo que parece, el lóbulo parietal interviene en todo lo relacionado con el lenguaje simbólico del hombre. De todas las lesiones cerebrales, las del lóbulo parietal son las que provocan mayor deterioro intelectivo si nos atenemos a las actividades de la vida cotidiana. Rostro descrito por un paciente como una manzana. (O, desde otro ángulo: manzana descrita por un médico como una cara.) Según Teuber. Entre las manifestaciones del pensamiento abstracto radicadas en el neocórtex del hombre destacan los lenguajes simbólicos, en especial la lectura, la escritura y la matemática, que parecen requerir la cooperación conjunta de los lóbulos temporal, parietal y frontal, y hasta quizá del occipital. Sin embargo, no todos los lenguajes simbólicos se localizan en las regiones neocorticales. Las abejas, en las que no existe la menor traza de neocórtex, poseen un complicado lenguaje inspirado en movimientos al modo de una danza. Karl von Frisen, entomólogo austríaco, descubrió que con sus evoluciones las abejas se comunicaban datos acerca de la distancia y dirección de la fuente de alimentos. Se trata de un lenguaje gestual que reproduce, exagerándolos, los movimientos reales de la abeja cuando va en busca de alimento. Es como si nosotros nos encaminásemos hacia el refrigerador y deteniéndonos en seco nos restregásemos el vientre y dejáramos colgar la lengua. Pero los vocabularios de tales lenguajes son en extremo reducidos; a lo sumo de unas docenas de palabras. El aprendizaje que experimentan los adolescentes durante el largo periodo de la niñez parece ser una función casi exclusiva de neocórtex. Si bien casi todo el proceso olfativo radica en el sistema límbico, una pequeña parte del mismo se produce en el neocórtex. La misma división de funciones parece ser aplicable a la memoria. Como ya he dicho, además de la corteza olfativa, una de las partes primordiales del sistema límbico es la corteza del hipocampo. Si se extirpa la corteza olfativa, los animales todavía pueden percibir los olores, aunque con mucha menos intensidad, lo que viene a demostrar una vez más que en el cerebro se da una redundancia de funciones. Existen indicios de que, en el hombre actual, la memoria olfativa «efímera» reside en el hipocampo. Puede que, originariamente, la función del mismo fuera tan sólo la retención momentánea de los olores, lo que sería de utilidad, por ejemplo, para seguir el rastro de una presa o para localizar a un individuo del sexo opuesto. Pero, en el hombre, una lesión bilateral del hipocampo constituye, como en el caso de H. M., un serio menoscabo de todo tipo de memoria «efímera». Los pacientes que sufren este tipo de lesiones olvidan sus experiencias, sin exagerar un ápice, a los pocos segundos. Es evidente que tanto el hipocampo como los lóbulos frontales tienen incidencia en la memoria efímera del ser humano. Una de las muchas e interesantes consecuencias que se derivan de este hecho es que tanto la memoria efímera como la duradera se localizan mayormente en distintas porciones del cerebro. Parece que los reflejos condicionados — como los clásicos de los perros de Pavlov, que segregaban saliva al toque de una campana— se hallan localizados en el sistema límbico. Se trata ciertamente de una memoria duradera, pero de un género muy restringido. La auténtica y compleja retentiva propia del ser humano se halla emplazada en el neocórtex, lo que se corresponde con la aptitud del hombre para planear y anticiparse al futuro. Conforme vamos envejeciendo solemos olvidar cosas que a veces acabamos de oír, en tanto somos capaces de recordar con claridad y exactitud sucesos de nuestra infancia. En tales casos poco tienen que ver la memoria efímera o la memoria duradera. La dificultad reside en el acarreo de nuevo material a la memoria duradera. Penfield estimaba que esta merma de posibilidades era producto de la falta de irrigación del hipocampo en la edad senil, bien a causa de una arteriesclerosis bien por otros impedimentos fisiológicos. Así pues, las personas ancianas —y otras que no lo son tanto— pueden tener serias dificultades para acumular datos en la memoria efímera sin que por ello se resienta ni su vitalidad ni su inteligencia. Existe un cúmulo de pruebas de tipo médico acerca de la conexión entre la irriga ción sanguínea y las facultades intelectuales. Se sabe desde hace tiempo que los pacientes privados de oxígeno por espacio de unos minutos pueden experimentar graves menoscabos mentales con carácter permanente. Las intervenciones quirúrgicas para limpiar las arterias carótidas obstruidas e impedir así el ataque apoplético han traído aparejadas consecuencias beneficiosas no previstas. Según datos recogidos en un estudio sobre el tema, a las seis semanas de operados, los pacientes mostraban un incremento medio del coeficiente intelectual de dieciocho puntos, lo que constituye una mejora sustancial. Asimismo, se discute si la inmersión en oxígeno hiperbárico —o sea, oxígeno a muy alta presión— aumenta el grado de inteligencia en los niños de corta edad. Este fenómeno muestra también la neta distinción entre memoria efímera y retentiva duradera, congruente con su localización en distintas partes del cerebro. Las camareras de los restaurantes de cocina rápida son capaces de recordar un impresionante número de datos, que luego transmiten correctamente a la cocina. Sin embargo, al cabo de una hora han olvidado todos los detalles ya que tal información se había almacenado únicamente en el área de la memoria efímera sin que mediara esfuerzo alguno para transferirla a la memoria duradera. La mecánica de rememoración puede llegar a ser muy comple ja. Muchas veces tratamos de evocar una palabra, un nombre, una cara, una experiencia del pasado sin conseguirlo, por más que nos esforzamos; la memoria se niega a suministrarnos el dato solicitado. Pero si acudimos a la evocación indirecta, rememorando algún detalle afín o marginal al objeto central de nuestra búsqueda, a menudo surge espontáneo el detalle que en vano tratábamos de recordar. (Algo parecido ocurre con el ojo humano.) Cuando miramos directamente a un objeto de luz tenue —una estrella, por ejemplo— entra en juego la fóvea, es decir la parte de la retina donde la agudeza visual alcanza su máximo y en donde hay más abundancia de las células llamadas conos. Pero si apartamos levemente los ojos del objeto, o, por decirlo de otro modo, lo contemplamos de soslayo o con el rabillo del ojo, provocamos la intervención de los llamados bastoncillos, unas células sensibles a la débil luminosidad y, en consecuencia, capaces de percibir la estrella de luz tenue. Sería interesante averiguar por qué el pensamiento indirecto activa el mecanismo de recordación. Puede que se deba a la simple conexión con el cauce recordatorio a través de otra senda neural. Pero ello no indica la existencia de una dinámica cerebral más efectiva. Todos estamos familiarizados con la experiencia del brusco des pertar de un sueño poblado de imágenes vividas, escalofriantes, premonitorias o destacables por otros conceptos, mientras nos decimos: «Ciertamente recordaré este sueño por la mañana»; y al día siguiente despertamos sin la menor idea del contenido del sueño o, a lo sumo, con leves trazos del tono emocional. Por otra parte, si el sueño me inquieta lo suficiente como para despertar a mi mujer en mitad de la noche y contárselo, por la mañana no tengo dificultad alguna en recordarlo. Asimismo, si me tomo la molestia de anotar lo que acabo de soñar, al día siguiente me acuerdo perfectamente de todos los detalles sin necesidad de consultar las notas. Otro tanto cabe decir, por ejemplo, cuando se trata de memorizar un número de teléfono. Si me dan un número y quiero grabarlo en la mente, lo más probable es que acabe olvidándolo o equivocando alguna cifra; pero si repito el número en voz alta o lo escribo en un papel, puedo recordarlo perfectamente. Ello significa sin duda que hay en nuestro cerebro una zona que retiene el sonido y la imagen, pero no el pensamiento puro. Me pregunto si este tipo de memoria se configuró antes de que nuestra mente albergara demasiados pensamientos, cuando era más importante recordar el silbo de un reptil amenazante o la sombra de un halcón lanzándose en picado sobre su presa que nuestras ocasionales reflexiones filosóficas. Acerca de la naturaleza humana A pesar de la misteriosa localización de funciones en el modelo de cerebro «trino», quiero señalar una vez más que no cabe hablar de una estricta separación de funciones so pena de simplificar en exceso la cuestión. Es indiscutible que en el hombre tanto el comportamiento ritual como el de carácter emotivo están fuertemente influenciados por el razonamiento abstracto de origen neocortical. Se han expuesto demostraciones analíticas acerca de la validez de convicciones puramente religiosas y se han aducido argumentos filosóficos para justificar el comportamiento jerarquizado, como puede ser la «demostración» de Thomas Hobbes sobre el hipotético derecho divino que asiste a los monarcas. De la misma manera, animales que nada tienen que ver con el hombre —y hasta algunos que ni siquiera pertenecen al orden de los primates— parecen estar en posesión de cierta capacidad de análisis. Esta es la impresión que decididamente me producen los delfines, como ya expuse en mi libro La conexión cósmica. Sin embargo, a la vez que conviene retener estas puntualizaciones, creemos que es útil una primera aproximación que considere que los aspectos rituales y jerárquicos de nuestras vidas están muy influenciados por el complejo R y que ambos son también patrimonio de nuestros antepasados reptiloides; que los rasgos altruistas, emocionales y religiosos de nuestras vidas se hallan localizados en buena medida en el sistema límbico, y que los compartimos con nuestros ascendientes mamíferos no pertenecientes al orden de los primates, y hasta es posible que con las aves; y que el intelecto o la razón es una función del neocórtex que en cierto grado compartimos con los primates superiores y con cetáceos como los delfines y las ballenas. Si bien la conducta ritual, las emociones y la función discursiva son todos ellos aspectos muy significativos de la naturaleza humana, cabe afirmar que el rasgo más específico del hombre es su capacidad de raciocinio y formulación de abstracciones. La curiosidad y el afán de resolver dilemas constituyen el sello distintivo de nuestra especie. Por otra parte, las actividades que mejor identifican al hombre como ser pensante son las matemáticas, la ciencia, la técnica, la música y las artes, una gama de temas algo más amplia de lo que normalmente se incluye bajo el epígrafe de las «humanidades». Ciertamente, tomado en su acepción más corriente, este término refleja una singular estrechez de miras acerca de lo genuinamente humano. La matemática entra en el capítulo de las humanidades con el mismo derecho que la poesía. Por lo demás, las ballenas y los elefantes pueden ser tan «humanos» como el hombre. Mosaico II, obra de M. C. Escher. El modelo de cerebro trino deriva de los estudios realizados sobre el comportamiento y la neuroanatomía comparados. Sin embargo, la especie humana no desconoce el análisis introspectivo veraz y genuino, y si el modelo de cerebro trino es exacto cabe esperar que hallemos algún indicio de su existencia en la historia del empeño humano por conocerse a sí mismo. La hipótesis más conocida y que recuerda hasta cierto punto la del cerebro trino es la división que establece Sigmund Freud del psiquismo humano al clasificarlo en las categorías del ello, el ego y el superego. Los aspectos relacionados con la agresividad y la sexualidad que hallamos en el complejo R corresponden satisfactoriamente a la descripción que Freud nos ofrece del ello (por ejemplo, la condición animal de nuestra naturaleza). Pero por lo que a mí se me alcanza, en su definición del ello Freud no da excesiva preponderancia a los aspectos rituales o sociojerárquicos del complejo R. El psicólogo vienes habla de las emociones —en particular la «experiencia oceánica», que viene a ser el equivalente freudiano de la epifanía religiosa como una función del ego. Sin embargo, no presenta al superego como el emplazamiento básico del razonamiento abstrac to, sino más bien como elemento de absorción de las constricciones sociales y familiares, que en el caso del cerebro trino sospechamos constituyen ante todo una función del complejo R. Por todo ello me veo obligado a considerar que la mente tripartita que propone el psicoanálisis presenta escasas concomitancias con el modelo del cerebro trino. Tal vez una metáfora más válida sea la división de la mente que efectúa Freud al hablar de lo consciente, lo preconsciente, es decir, de lo que permanece latente pero que es aprehensible, y del inconsciente, o sea, todo lo que por estar reprimido escapa a un primer análisis. Cuando Freud dijo, reñriéndose al hombre, que «su capacidad para contraer neurosis es simplemente el anverso de su capacidad para progresar en el orden cultural», el científico estaba pensando
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