HOBBES - EL ESTADO DE NATUALEZA
Enviado por guidoeluno • 1 de Noviembre de 2013 • 1.867 Palabras (8 Páginas) • 345 Visitas
TEXTOS SELECCIONADOS POR LA CATEDRA
Thomas Hobbes (1588-1679) Leviatán (1651)
SEGUNDA PARTE
DEL ESTADO
CAPITULO XVII
DE LAS CAUSAS, GENERACIÓN Y DEFINICIÓN DE UN "ESTADO"
El fin del Estado es, particularmente, la seguridad. Cap. XIII. La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV.
Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes.
Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres. En todos los lugares en que los hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor.
Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores se recuerdan con tales hechos.
Ni de la conjunción de unos pocos individuos o familias. No es la conjunción de un pequeño número de hombres lo que da a los Estados esa seguridad, porque cuando se trata de reducidos números, las pequeñas adiciones de una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son suficientes para acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino por comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad del enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a intentar el acontecimiento de la guerra.
Ni de una gran multitud, a menos que esté dirigida por un criterio. Y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello defensa ni protección contra un enemigo común ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opiniones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos suponer Igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.
Y esto, continuamente. Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece
como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.
Por qué ciertas criaturas sin razón ni uso de la palabra, viven, sin embargo, en sociedad, sin un poder coercitivo. Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas) y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos,
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