Practica Lúnula y Violeta
Enviado por • 28 de Abril de 2013 • 1.039 Palabras (5 Páginas) • 412 Visitas
Lúnula y Violeta
Llegué hasta aquí casi por casualidad. Si aquella tarde no me hubiera sentido especialmente sola en el húmedo cuarto de la pensión, si la luz de una bombilla cubierta de cadáveres de insectos no me hubiera incitado a salir y buscar el contacto directo del sol, si no me hubiera refugiado, en fin, en aquel bar de mesas plastificadas y olor a detergente, jamás habría conocido a Lúnula. Fueron quizá mis ansias desmesuradas de conversar con un ser humano de algo más que del precio del café, o tal vez la necesidad, apenas disimulada, de repetir en alta voz los monólogos tantas veces ensayados frente al espejo, lo que me hizo responder con excesiva vivacidad a la pregunta ritual de una mujer desconocida. «Sí, la silla está libre», dije, y, asustada ante la posibilidad de no haber sido comprendida, lo repetí un par de veces. «No espero a nadie», insistí. «Está libre. Siéntese.» Turbada ante mi propia torpeza, me concentré en la taza de café ya fría, la tercera, la cuarta taza de café consumida sin ganas, alargada eternamente por miedo a dejar aquel local, a encontrarme de nuevo en la soledad ruidosa de la calle, a pasear fingiendo un rumbo en atención a esos rostros indiferentes que, en mi desmaña, me hacían sentirme observada. O abandonar angustiada mi único contacto con el mundo y recluirme una vez más en aquella habitación angosta. Un escalón, dos, tres, cuatro. Cinco pisos casi tan ruidosos como las calles de las que pretendía huir. Escaleras desgastadas por el paso diario de cientos de personas que, al igual que yo misma, estaban demasiado asustadas para balbucear un saludo o esbozar una sonrisa. Pero aquel día iba a revelarse distinto. Subí los escalones de dos en dos, con la felicidad de la pesadilla que termina, sonriendo, cantando por primera vez desde mi llegada a aquella ciudad inhóspita y difícil. Subía brincando como una colegiala estúpida, reteniendo en mi nariz aquellos olores que se me habían hecho cotidianos. Sofrito de cebolla, meados de gato, sábanas chamuscadas, herrín. Mis oídos iban saludando con alegría el trepidar de un tenedor contra la clara de huevo, los lloros de los niños, las peleas de los vecinos. Me sentía feliz y, al llegar a mi rellano, pulsé el timbre de la pensión sin importarme la advertencia hasta ahora religiosamente respetada: «Llame sólo una vez. No somos sordos». Al recoger mis cosas, mi última mirada fue para la luna desgastada de aquel espejo empeñado en devolverme día tras día mi aborrecida imagen. Sentí un fuerte impulso y lo seguí. Desde el suelo cientos de cristales de las más caprichosas formas se retorcieron durante un largo rato bajo el impacto de mi golpe.
Releo ahora mi cuaderno de notas:
«... La casa no es tan grande como había imaginado. Consta de un pequeño huerto, un pozo, un zaguán amplio y dos piezas holgadas en la planta baja. La habitación principal es soleada y agradable. Una mesa de nogal de estilo campesino, cuatro sillas recias y un par de butacones mullidos y resistentes constituyen el único mobiliario, si descontamos la enorme chimenea de piedra y las ruinosas estanterías de castaño, demasiado maltratadas
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