Cuento: la directora
Enviado por dharmamaite • 7 de Octubre de 2020 • Tarea • 1.594 Palabras (7 Páginas) • 176 Visitas
La directora.
Me levanté temprano como siempre, pero hoy la rutina iría dictada por el nerviosismo de los nuevos comienzos. El uniforme del nuevo colegio reposa en mi cama desde la noche anterior y la hora en la que me llaman a desayunar llegó sin aviso, pero yo aún no me he atrevido a vestir la tela planchada porque cada que me acerco a ella se me contrae el estómago causando un terrible dolor. Antes de bajar me observo en el espejo de la escalera, el vestido azul es oscuro casi negro, me cuelga el cuello exageradamente grande de la blusa blanca y el ruedo soso más abajo de la rodilla. El retrato en el espejo es de alguien que no reconozco. Estoy aquí en Armenia muerta de nervios porque no conozco a nadie, vine porque mi abuela murió hace poco, vivió toda su vida aquí. Por nada más.
Tres mitades de hora después, estoy en el patio central de la institución.El recorrido a ese lugar es inhóspito, una calle disfrazada de avenida con cafes perpendiculares y colillas de cigarros arrumbadas en la acera. En el patio, los estudiantes nuevos miran hacia todos lados y yo solo miro al frente, con miedo de encontrarme con los ojos de un estudiante de otros años. Cuando mis ojos ya se han cansado del excesivo reflejo del sol sobre el cemento, sale una señora en capa desde una puerta al lado derecho en el segundo piso y camina muy rápido hacia el lado frontal del ejército de estudiantes. A ese piso se accede por dos escaleras que forman un trapecio, allí se ubica la directora, vestida con el mismo uniforme horroroso que yo tengo puesto, más una capa negra que le llega hasta los tobillos; es una señora menuda a la que se nota que los profesores le guardan reverencia.
La reunión doctrinal se ha sentido como una iniciación, los miembros de este colegio tienen códigos secretos que corresponden con los movimientos y las palabras de la directora. Quizás el desacomodo de mis órganos ante el evento no sea una premonición con valencia, sino la desgracia de no saber ninguna de las oraciones católicas en un colegio adscrito a un convento, esos son los códigos de los que hablo. Apenas acabó la alineación todos los estudiantes antiguos se dirigieron a los salones con pasos coordinados, los nuevos en cambio, somos árboles acicalados en el centro del colegio eclesial. Particularmente, la directora se ha esfumado antes de que todos los relegados nos ubicamos en un grupo tembloroso. En su lugar quedó una profesora muy alta que tomó el micrófono y nos dijo:
- Bienvenidos a La institución de La palia- se hizo alrededor un silencio brisado en susurro.
-Esperamos que su paso por este lugar los instruya para un futuro muy largo y prometedor, que logren desprenderse de todos sus vicios y sobre todo a que aprendan cómo comportarse. Tengan en cuenta, que este colegio es muy disciplinado y no aceptamos ningún tipo de rebeldía, si no siguen las humildes recomendaciones de la directora, tendrán que enfrentarse al castigo del mismo Dios- hizo énfasis en la ese, como si de esa letra viniera la brisa susurrante.
Los días transcurrieron muy lento. Los profesores hablaban con una misma voz ronca y cansada, como si llevaran años atrapados en las mismas cátedras estáticas, porque las monjas no dejaban que se actualizaran. En ese claustro se sentía que no pasaba el aire y por eso el tiempo fluía muy poco. Mis compañeros de clase no hablaban en el salón más allá de lo estrictamente necesario y cuando el profesor de religión explicaba la biblia se miraban entre ellos como si supieran escuchar entre líneas, rayas que yo no veía. Las que sí veía eran las líneas de los omoplatos de todas las chicas, que se marcaban incluso debajo de la tela oscura de lino grueso, al igual que las pelotas protuberantes alineadas en la espalda cuando se cansaban de estar erguidas. Todas eran excesivamente blancas, no era un blanco grisáceo sino un blanco amarillento.
Cada dos semanas, el lunes se repetía la misma reunión en el patio. El sol que alumbró el primer día nunca más volvió y desde el día siguiente el colegio fue ensombrecido por una nube gris permanente, que no llovía, que no lloraba. De hecho, nadie lloraba en aquel lugar. Varios días me entretuve en el recreo a observar a los únicos pequeños que corrían por ahí, dos o tres niños se cayeron en la carrera y las rodillas se rasparon, pero ninguno lloró. A los minutos llegaba una profesora y yo veía cómo hacía un recorrido rápido del primer piso al segundo, y de ahí a la oficina de la directora. A esos niños jamás los volví a ver jugar. Lo mismo pasó con las niñas de mi grado que más luz tenían en los ojos, las que participaban un poco más de la clase cuestionando ligeramente la retahíla vetusta de los profesores; las llevaron castigadas dos o tres veces a la oficina de la directora, volvían en un estado terrible, triste y con menos color, y un día ya no regresaron más. Sin embargo, nadie hablaba de eso.
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