Antologia, Mario Vargas
Enviado por CarCam21 • 15 de Abril de 2014 • 4.568 Palabras (19 Páginas) • 343 Visitas
CONFLICTO SIN ODIO
Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo my rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatían siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la Avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras como te odio!". Y antes todavía, en la iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decidirme, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: " No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la Avenida Pardo desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no me friego". Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella: el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo". Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.
-Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempoo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.
Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la Avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y tercer ficus, pasando el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación, pequeñitos y perfectos.
-Mira Miguel -dijo Flora; su voz era suave,, llena de música, segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.
-Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -insistió Miguel- ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos.
-Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo -dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos, añadió: -Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.
Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.
-¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -dijo humildemente.
-No seas sonso -replicó ella, con vivacidadd-. No estoy enojada.
-Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel.. Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?
-Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha.
Una correntada cálida y violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y ahora parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de servicios, el derecho a espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.
-No seas así, Flora. Vamos a la matinée como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.
-No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.
Ni siquiera en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era simple competir con un simple adversario, pero no con Rubén.
Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado.
Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando al horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.
Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama: y luego Rubén, con su mandíbula insolente, y su sonrisa hostil: estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente, mientras su boca avanzaba hacia Flora.
Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. "No la verá; decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada".
La Avenida pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce de la Avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío: había olvidado el saco en su
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