Casa Tomada
Enviado por Marcosfs • 11 de Junio de 2013 • 1.928 Palabras (8 Páginas) • 372 Visitas
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas
sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de
nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa
casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas
habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre
puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos
resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos
dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió
María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años
con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,
era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos
moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la
echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros
mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se
pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo
creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no
hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,
medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo
destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los
sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con
los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar
una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura
francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un
libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día
encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes,
lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle
a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los
meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la
entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas
viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos
canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la
biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira
hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa
parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un
zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por 2
el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el
pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o
bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo
más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía
uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que
se edifican ahora, apenas para moverse. Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la
casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza,
pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires es una ciudad
limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el
aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre
los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se
suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los
pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene
estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió
poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta
de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla
sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo
tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas
hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de
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