Cuento El Josco De Abelardo Díaz Alfaro
Enviado por gloriel_marie • 23 de Marzo de 2015 • 1.539 Palabras (7 Páginas) • 505 Visitas
El Josco
[Cuento. Texto completo]
Abelardo Díaz Alfaro
Sombra imborrable del Josco sobre la loma que domina el valle del Toa. La cabeza erguida, las aspas filosas estoqueando el capote en sangre de un atardecer luminoso. Aindiado, moreno, la carrilluda en sombras, el andar lento y rítmico. La baba gelatinosa le caía de los belfos negros y gomosos, dejando en el verde enjoyado estela plateada de caracol. Era hosco por el color y por su carácter reconcentrado, huraño, fobioso, de peleador incansable. Cuando sobre el lomo negro del cerro Farallón las estrellas clavaban sus banderillas de luz, lo veía descender la loma, majestuoso, doblar la recia cerviz, resoplar su aliento de toro macho sobre la tierra virgen y tirar un mugido largo y potente para las rejoyas del San Lorenzo.
-Toro macho, padrote como ése, denguno; no nació pa yugo -me decía el jincho Marcelo, quien una noche negra y hosca le parteó a la luz temblona de un jacho. Lo había criado y lo quería como a un hijo. Su único hijo.
Hombre solitario, hecho a la reyerta de la alborada, veía en aquel toro la encarnación de algo de su hombría, de su descontento, de su espíritu recio y primitivo. Y toro y hombre se fundían en un mismo paisaje y en un mismo dolor.
No había toro de las fincas lindantes que cruzase la guardarraya, que el Josco no le grabase en rojo sobre el costado, de una cornada certera, su rúbrica de toro padrote.
Cuando el cuerno plateado de la luna rasgaba el telón en sombras de la noche, oí al tío Leopo decir al jincho:
-Marcelo, mañana me traes el toro americano que le compré a los Velilla para padrote; lo quiero para el cruce; hay que mejorar la crianza.
Y vi al jincho luchar en su mente estrecha, recia y primitiva con una idea demasiado sangrante, demasiado dolorosa para ser realidad. Y tras una corta pausa musitó débilmente; como si la voz se le quebrase en suspiros:
-Don Leopo, ¿y qué jacemos con el Josco?
-Pues lo enyugaremos para arrastre de caña, la zafra se mete fuerte este año, y ese toro es duro y resistente.
-Usté dispense, don Leopo, pero ese toro es padrote de nación, es alebrestao, no sirve pa yugo.
Y descendió la escalera de caracol y por la enlunada veredita se hundió en el mar de sombras del cañaveral. Sangrante, como si le hubieran clavado un estoque en mitad del corazón.
Al otro día por el portalón blanco que une los caminos de las fincas lindantes, vi al jincho traer atado a una soga un enorme toro blanco. Los cuernos cortos, la poderosa testa mapeada en sepia. La dilatada y espaciosa nariz taladrada por una argolla de hierro. El jincho venía como empujado, lentamente, como con ganas de nunca llegar, por la veredita de los guayabales.
Y de súbito se oyó un mugido potente y agudo por las mayas de la colindancia de los Cocos, que hizo retumbar las rejoyas del San Lorenzo y los riscos del Farallón. Un relámpago cárdeno de alegría iluminó la faz macilenta del jincho.
Era el grito de guerra del Josco, el reto para jugarse en puñales de cuernos la supremacía del padronazgo. Empezó a mover la testa en forma pendular. Tiró furiosas cornadas al suelo, trayéndose en el filo de las astas tierra y pasto. Alucinado, lanzó cabezadas frontales al aire, como luchando con una sombra.
El jincho en la loma, junto a la casa, aguantó al toro blanco. El Josco ensayó un tranco ligero, hasta penetrar en la veredita. Se detuvo un momento. Remolineó ágil y comenzó a estoquear los pequeños guayabos que bordean la veredita. La testa coronada se le enguirnaldó de ramas, flores silvestres y bejucales.
Venía lento, taimado, con un bramar repetido y monótono. Alargaba la cabeza, y el bramar culminaba en un mugido largo y de clarinada. Raspó la tierra con las bifurcadas pezuñas hasta levantar al cielo polvaredas de oro. Avanzó un poco. Luego quedó inmóvil, hierático, tenso. En los belfos negros y gomosos la baba se le espumaba en burbujas de plata. Así permaneció un rato. Dobló la cerviz, el hocico pegado al ras del suelo, resoplando violentamente, como husmeando una huella misteriosa. En la vieja casona la gente se fue asomando al balcón. Los agregados salían de sus bohíos. Los chiquillos de vientres abultados perforaban el aire con sus chillidos:
-El Josco pelea con el americano de los Velilla.
En el redondel de los cerros circunvecinos las voces se hicieron ecos. Los chiquillos azuzaban al Josco.
-Dale, Josco, que tú le puedes.
El Josco seguía avanzando, la cabeza baja, el andar lento y grave. Y el jincho no pudo contenerse y soltó el toro blanco. Este se cuadró receloso, empezó a escarbar la tierra con las anchas pezuñas y lanzó un bronco mugido.
Jey... Jey... Oiseee... Josco -gritaba la
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