EL CUENTO ENVENENADO DE ROSARIO FERRÉ
Enviado por tiagolandia • 28 de Junio de 2011 • 3.488 Palabras (14 Páginas) • 4.305 Visitas
Rosario Ferré
EL CUENTO ENVENENADO
Y el rey le dijo al sabio Ruyán:
-Sabio, no hay nada escrito,
-Da la vuelta a unas hojas más. El rey giró otras páginas más y
no transcurrió mucho tiempo sin que circulara el veneno rápidamente
por su cuerpo, ya que el libro estaba envenenado. Entonces
el rey se estremeció, dio un grito y dijo:
-El veneno corre a través de mí.
de Las mil y una noches
Rosaura vivía en una casa de balcones sombreados
por enredaderas tupidas y se pasaba la vida
ocultándose tras ellos para leer libros de cuentos.
Rosaura. Rosaura. Era una joven triste,
que casi no tenía amigos; pero nadie podía adivinar el
origen de su tristeza. Como quería mucho a su padre, cuando
éste se encontraba en la casa se la oía cantar y reír por
pasillos y salones, pero cuando él se marchaba al trabajo
desaparecía como por arte de magia y se ponía a leer
cuentos.
Sé que debería levantarme y atender a los deudos, volver a
pasar la bandeja de café por entre mis clientas y la del
cognac por entre sus insufribles esposos, pero me siento
agotada. Lo único que quiero ahora es descansar los pies, que
tengo aniquilados; dejar que las letanías de mis vecinas se
desgranen a mi alrededor como un interminable rosario de
tedio. Don Lorenzo era un hacendado de caña venido a
menos, que sólo trabajando de sol a sol lograba ganar lo
suficiente para el sustento de la familia. Primero Rosaura y
luego Lorenzo. Es una casualidad sorprendente. Amaba
aquella casa que la había visto nacer, cuyas galerías sobrevolaban
los cañaverales como las de un buque orzado a toda
vela. La historia de la casa alimentaba su pasión por ella,
porque sobre sus almenas había tenido lugar la primera
resistencia de los criollos a la invasión hacía ya casi cien
años. Al pasearse por sus salas y balcones, don Lorenzo
sentía inevitablemente encendérsele la sangre y le parecía
escuchar los truenos de los mosquetes y los gritos de guerra
de quienes en ella habían muerto en defensa de la patria. En
los últimos años, sin embargo, se había visto obligado a
hacer sus paseos por la casa con más cautela, ya que los
huecos que perforaban los pisos eran cada vez más numerosos,
pudiéndose ver, al fondo abismal de los mismos, el
corral de gallinas y puercos que la necesidad le obligaba a
criar en los sótanos. A pesar de estas desventajas, a don
Lorenzo jamás se le hubiese ocurrido vender su casa o su
Vuelta.
hacienda. Como la zorra del cuento. se encontraba convencido
de que un hombre podía vender su piel, su pezuña y hasta
sus ojos, pero que la tierra, como el corazón, jamás se vende.
No debo dejar que los demás noten mi asombro, mi
sorpresa. Después de todo lo que nos ha pasado, venir ahora
a ser víctimas de un pila de escritorcito de mierda. Como si
no me bastara con la mondadera de mis clientas. “Quién la
viera y quien la vio”, las oigo que dicen detrás de sus
abanicos inquietos, “la mona, aunque la vistan de seda,
mona se queda”. Aunque ahora ya francamente no me
importa. Gracias a Lorenzo estoy más allá de sus garras,
inmune a sus bájame un poco más el escote, Rosa, apriétame
acá otro poco el zipper, Rosita, y todo por la misma
gracia y por el mismo precio. Pero no quiero pensar ya más
en eso.
Al morir su primera mujer, don Lorenzo se sintió tan
solo que, dando rienda suelta a su naturaleza enérgica y
saludable, echó mano a la salvación más próxima. Como
náufrago que, braceando en el vientre tormentoso del mar,
tropieza con un costillar de esa misma nave que acaba de
hundirse bajo sus pies, y se aferra desesperado a ella para
mantenerse a flote, así se asió don Lorenzo a las amplias
caderas y aún más pletóricos senos de Rosa, la antigua
modista de su mujer. Restituida la convivencia hogareña, la
risa de don Lorenzo volvió a retumbar por toda la casa y se
esforzaba porque su hija también se sintiera feliz. Como era
un hombre culto, amante de las artes y de las letras, no
encontraba nada malo en el persistente amor de Rosaura
por los libros de cuentos. Aguijoneado sin duda por el
remordimiento, al recordar cómo la niña se había visto
obligada a abandonar sus estudios a causa de sus malos
negocios, le regalaba siempre, el día de su cumpleaños, un
espléndido ejemplar de ellos.
Esto se está poniendo interesante. La manera de contar
que tiene el autor me da risa, parece un firulí almidonado,
un empalagoso de pueblo. Yo definitivamente no le simpatizo.
Rosa era una mujer práctica, para quien los refinamientos
del pasado representaban un capricho imperdonable, y
aquella manera de ser la malquistó con Rosaura. En la casa
abundaban, como en los libros que leía la joven, las muñecas
raídas y exquisitas, los roperos hacinados de rosas de repollo
y de capas de terciopelo polvoriento y los candelabros de
cristales quebrados, que Rosaura aseguraba haber visto en
las noches sostenidos en alto por deambulantes fantasmas.
Poniéndose de acuerdo con el quincallero del pueblo, Rosa
fue vendiendo una a una aquellas reliquias de la familia, sin
sentir el menor resquemor de conciencia por ello.
El firulí se equivoca. En primer lugar, hacía tiempo que
Lorenzo estaba enamorado de mí (desde mucho antes de la
muerte de su mujer, junto a su lecho de enferma, me
desvestía atrevidamente con los ojos) y yo sentía hacia él
una mezcla de ternura y compasión. Fue por eso que me casé
con él y de ninguna manera por interés, como se ha insinuado
en este relato. En varias ocasiones me negué a sus
requerimientos y, cuando por fin accedí, mi familia lo consideró
de plano una locura. Casarme con él, hacerme cargo de
las labores domésticas de aquel caserón en ruinas, era un
especie de suicidio profesional, ya que la fama de mis creaciones
resonaba, desde mucho antes de mi boda, en las
boutiques de modas más elegantes y exclusivas del pueblo.
En segundo lugar, vender los cachivaches de aquella casa no
sólo era saludable sicológica sino también económicamente.
En mi casa hemos sido
...