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Cuentos Felipe Garrido


Enviado por   •  30 de Noviembre de 2014  •  3.376 Palabras (14 Páginas)  •  229 Visitas

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Selección de cuentos de Felipe Garrido

Material de Lectura de la UNAM

Fin de la fiesta

Soñó la agonía que siempre había soñado. Estar desnudo y solo. En la orilla del mar. Morir de día. Cubierto por la sombra de las olas. Hundirse bajo el vacío de un cielo sin tacha.

Abrió los ojos y vio al médico que regulaba el goteo en la botella de suero. La mancha opaca de la lámpara. Una sombra proyectada en el techo por alguien que estaba de pie al lado de la cabecera. Escuchó una risa en el pasillo o detrás de algún muro.

Dejarse arrastrar por el viento, como la arena seca. Sentir el peso de una mirada antigua. Aguzar en la memoria una imagen final. Abrir la boca para morder un tumbo de sal.

Debajo de la lengua sintió un resabio metálico. Con un tirón de la cabeza se arrancó una de las sondas que le entraban por la nariz. Empleó lo último de sus fuerzas en volverse hacia la pared.

Oro

Toña abrió la puerta de la cocina y entraron a un tiempo la tarde dorada, la lluvia en sordina y el aroma del pato en salsa de mango y tejocote. Las primas memoriosas se quedaron con la boca abierta y los brazos en alto. Martín echó hacia atrás el copete rubio y se volvió a vernos, divertido con el asombro que cada quien iba poniendo.

-Parece de oro exclamó Fermín, arrodillado en la silla para vigilar cómo la tía Celia cubría el muslo en turno con la bendición de la salsa.

-Hoy todo es de oro- dijo la Beba mientras se servía tepache, desde muy alto para que espumara.

-Házmela buena- gruñó el Nene, que andaba urgido de fondos.

Toña apareció de nuevo, con la ensalada de yemas. La tía Martucha le abrió espacio en la mesa y la aderezó con aceite y azafrán. Antes de servirle a Fermín, rebañó la vertedera con un pedacito de pan.

-Volvió a subir...el oro -informó Celia, que es contadora, con un trocito de tejocote ensartado en el tenedor.

-¡Quién tuviera unos patines de oro! -dijo Fermín, que tomaba las yemas con la mano y se limpiaba los dedos en las piernas.

-A veces -dijo Martucha, mordiendo un hueso- el oro es peligroso -y el Nene la miró escéptico, pero no abrió la boca.

-Pero los Reyes -protestó Fermín-, los Reyes Magos le llevaron oro al Niño.

-No todos -dijo Martucha con acento de misterio, mientras nos veía con los ojos transparentes porque el sol le daba en la cara-; algunos iban más bien buscándolo.

-Los Evangelios... -comenzó a decir la Beba, con aire canónico, pero la tía no permitió que la interrumpiera. Tomó un cigarro entre los dientes y le prendió en la punta una llamita dorada con su encendedor de oro. A las primeras palabras dejó escapar una larga bocanada de humo que subió entre los prismas de la lámpara.

-Hubo además -siguió Martucha-, pues los Evangelios no lo cuentan todo, otros tres reyes que también vieron la estrella. Pero eran tres reyes ambiciosos; creían que los regalos que le llevaran al Niño les serían devueltos con creces y enseguida. Por eso querían verlo. Organizaron largas caravanas de camellos, caballos y elefantes. Dormían durante el día y por la noche avanzaban, con la mirada fija en la estrella y los pensamientos perdidos en todo aquello que, según creían, el Niño les daría a cambio de sus regalos.

Fermín hundió el índice en la salsa del pato; el Nene volvió a servirse ensalada; Toña entreabrió la puerta de la cocina para escuchar.

-Una noche, con las ansias por llegar, no acamparon a tiempo y el sol los sorprendió antes de que se hubieran dormido. Vieron, a mitad del desierto, despuntar la aurora sobre las dunas. Enloquecieron con el resplandor de la arena. La creyeron de oro. No escucharon las voces de sus acompañantes. Aguijonearon las monturas. Siguieron de frente. Perdieron la estrella. Nadie los volvió a ver.

Un gran silencio, macizo como el oro, nos dejó escuchar a los gorriones. Toña sacudió las áureas arracadas. Las primas suspiraron. El Nene tomó un bolillo y lo partió en dos. La tía Celia se llevó a la boca un pedazo de pato y puso los ojos en blanco.

CONJURO

De una inscripción trazada en la arena y abandonada al viento: “...te convoco y te condeno a que no puedas cerrar los ojos sin verme, ni abrir los labios sin llamarme, ni saciar la sed sin sentir en tu boca la mía, ni tocar tu cuerpo sin creer que me acaricies, ni doblar una esquina sin la esperanza de hallarme, ni alzar el teléfono sin oír en mi voz tu nombre, ni abrir un libro sin leer estas palabras, porque el único amor que me hace falta es el tuyo, y lo necesito de esta manera desmesurada en que yo te...”

UNA CIUDAD PRODIGIOSA

Después de comer, mientras Toña nos servía café, galletas y nieve de membrillo, la tía Martucha pidió que le trajeran los cigarros.

Martucha es una mujer pequeñita, un poco jorobada. Le gusta usar joyas de fantasía y vestir blusas de seda. Tiene el cabello blanco y crespo, la piel floja, los ojos claros y cansados. Cuando fuma, la memoria se le vuelca; su voz tenue, sin matices, comienza a bordar en el recuerdo:

“Del otro lado del mar —dijo la tía mientras las primeras, espesas volutas de humo subían por los prismas de la araña y por el sol de la tarde incipiente—, más allá del agua interminable, hay una ciudad de prodigio, toda ella edificada en las orillas de un gran río. Altas construcciones de piedra la forman; grises y almenadas por infinitas chimeneas. Todos sus tejados, que la lluvia abrillanta, se encuentran habitados por gorriones. En los jardines, de setos cuidadosamente recortados, al pie de álamos de oro crecen hermosas mujeres de bronce que no conocen el frío. Bajo los puentes, que son innumerables, de múltiples formas, canta la corriente una melodía irrepetible. En las calles adoquinadas, que perfuman el pan y la cebolla, los niños juegan en corros y montan caballitos de palo. A la luz del crepúsculo, muchachas bellas como la aurora pasean por el fondo de los estanques. Y cuando cae la noche, la paz y el deseo se trenzan en un abrazo que remeda el del río y la ciudad.

“Hay en el centro de la ciudad prodigiosa —dijo la tía mientras nuevamente le aplicaba lumbre al cigarro y le pedía a Toña otro plato de nieve— una altísima torre de plata. Tanto se eleva por encima del río que la arrulla, que muchas veces se pierde entre las nubes. De día es difícil mirarla, pues la luz del sol le otorga un deslumbrante fulgor. Pero en las noches claras resplandece como si fuera de hielo. Los habitantes de la ciudad le componen canciones y, cuando tienen la conciencia tranquila, sueñan con ella. Los forasteros se la llevan por el mundo en el corazón. Dicen que una vez cada mil años hay un coro de ángeles que la celebra en

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