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El Amol Es Una Falicia


Enviado por   •  8 de Marzo de 2014  •  3.873 Palabras (16 Páginas)  •  374 Visitas

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EL AMOR ES UNA FALACIA”

Yo era frío y lógico. Agudo -calculador, perspicaz, certero y astuto- todo eso era yo. Mi cerebro era tan poderoso como dinamo, tan preciso como las balanzas de un químico, tan penetrante como el bisturí de un médico. Y - ¡piensen en esto!- solo tenía 18 años.

No sucede a menudo que alguien tan joven tenga un intelecto tan gigantesco. Tomen, por ejemplo, a Petey Bellows, mi compañero de cuarto en la universidad. La misma edad, el mismo origen social, pero tonto como un buey. Un tipo bastante agradable, pero sin nada en la cabeza. Del tipo emocional. Inestable. Impresionable. Y lo peor de todo, esclavo de la moda. Opino que las modas son la verdadera negación de la razón. Ser barrido y arrastrado por cada nueva locura que llega, rendirse a la idiotez sólo porque todos los demás lo hacen – esto, para mí, es el pináculo de la irracionalidad. Sin embargo, no lo era para Petey.

Una tarde encontré a Petey tirado en su cama con una expresión tal de desesperación en su cara, que inmediatamente diagnostiqué apendicitis. “No te muevas”, le dije. “No tomes ningún laxante. Llamaré un médico”.

- “Mapache”, murmuro con voz ronca.

- “Mapache” pregunté, deteniéndome en mi carrera.

- “Quiero un abrigo de mapache”, se lamentó Petey.

Me di cuenta de que su problema no era físico, sino mental. “¿Por qué quieres un abrigo de mapache?”

- “Debí haberlo sabido”, grito, golpeándose las sienes. “Debí haber sabido que volverían cuando el Charleston volvió. Como un estúpido gasté todo mi dinero en textos de estudio y ahora no puedo comprarme un abrigo de mapache.”

- “Quieres decir”, dije incrédulamente, “¿que la gente realmente está usando abrigos de mapache de nuevo?”.

- “Todos los grandes hombres del campus los usan. ¿Dónde has estado tú?

- “En la biblioteca”, dije, nombrando un lugar no frecuentado por los grandes hombres del campus.

Petey saltó de la cama y se paseó por el cuarto. “¡Tengo que tener un abrigo de mapache!”, dijo apasionadamente. “¡Tengo que tenerlo!”.

- “Pero, ¿por qué, Petey? Míralo desde una perspectiva racional. Los abrigos de mapache son insalubres. Echan pelos. Huelen mal. Pesan demasiado. Son desagradables de ver. Son...”

- “Tu no entiendes”, me interrumpió con impaciencia. “Es lo que hay que hacer. ¿No quieres estar con el boom?”

- “No”, respondí con toda verdad.

- “Bueno, yo sí”, declaro. “Daría cualquier cosa por un abrigo de mapache. ¡Cualquier cosa!

Mi cerebro, ese instrumento de precisión, comenzó a funcionar a toda máquina. “¿Cualquier cosa?”, Pregunte mirándolo escrutadoramente.

- “Cualquier cosa”, respondió en vibrantes tonos.

Golpee mi barbilla pensativamente. Sucedía que yo sabía cómo poner mis manos en un abrigo de mapache. Mi padre había tenido uno en su época de estudiante. Ahora estaba en un baúl en el altillo de mi casa. También sucedía que Petey tenía algo que yo quería. No la tenía exactamente, pero tenía primer derecho sobre ello. Me refiero a su chica, Polly Espy.

Por mucho tiempo yo había ambicionado a Polly Espy. Permítaseme enfatizar que mi deseo por esta joven no era de naturaleza emocional. Ella era, por cierto, una chica que me excitaba las emociones, pero yo no era alguien que fuera a dejar que mi corazón gobernara sobre mi cabeza. Yo quería a Polly por una razón astutamente calculada, enteramente cerebral.

Yo era un estudiante de primer año de leyes. En pocos años saldría a practicar la abogacía y estaba bien consciente de contar con el tipo adecuado de esposa para promover la carrera de un abogado. Los abogados exitosos que yo había observado estaban, casi sin excepción, casados con mujeres hermosas, gráciles e inteligentes. Con una sola omisión, Polly llenaba estas características perfectamente.

Era hermosa. No era aun de proporciones perfectas, pero yo estaba seguro de que el tiempo supliría la falta. Ella ya tenía todos los atributos necesarios para lograrlo.

Era grácil. Por grácil quiero decir llena de gracia. Tenía una distinción al caminar, una libertad de movimiento, un equilibrio, que claramente indicaba la mejor educación. En la mesa sus modales eran exquisitos. Yo la había visto en el restaurante de la esquina del campus comiendo la especialidad de la casa- un sándwich que consistía en trozos de carne asada, salsa, nueces picadas y una gran porción de chucrut- sin ni siquiera humedecerse los dedos.

Inteligente no era. De hecho se orientaba en la dirección opuesta. Pero yo pensaba que bajo mi tutela y guía se pondría más despierta. En todo caso, valía la pena hacer el intento. Después de todo, es más fácil hacer inteligente a una hermosa niña tonta que hacer hermosa a una fea niña inteligente.

- “Petey”, le dije, “¿estás enamorado de Polly Espy?”.

- “Pienso que es una chica aguda”, contesto, “pero no sé si llamarlo amor. ¿Por qué?”.

- “¿Tienes”, le pregunte, “algún tipo de arreglo formal con ella? Me refiero a sí estás pololeando con ella o algo por el estilo.

- “No. Nos vemos bastante, pero ambos tenemos otras citas. ¿Por qué?

- ¿“Existe”, pregunte, “otro hombre por el cual ella siente algún cariño particular?”

- “No que yo sepa. ¿Por qué?”.

- “En otras palabras”, dije con satisfacción, “si tu estuvieras fuera del cuadro, el campo estaría libre. ¿No es así?”

- “Supongo que sí. Pero, ¿Qué estas tramando?”

- “Nada, nada”, dije inocentemente, y saque mi maleta del closet.

- “Oye”, me dijo, agarrándome del brazo con gran desesperación, “cuando estés en tu casa, ¿no podrías conseguir algo de plata con tu viejo?, ¿podrías?, ¿Y prestármela para que yo pudiera comprarme un abrigo mapache?”

- “Puedo hacer algo mejor que eso”, dije haciéndole un misterioso guiño y cerré mi maleta y me fui.

- “ ¡Mira!” le dije a Petey cuando volví el lunes en la mañana, y abrí de golpe la maleta dejando ver el grande, peludo y deportivo objeto que mi padre había usado en su Stutz Beercat en 1925.

- “¡Por Santo Toledo!”, Grito Petey reverentemente. Hundió sus manos en el abrigo de mapache y luego hundió su cara y repitió “¡por Santo Toledo!” Quince o veinte veces.

- “¿Lo quieres?”, Le pregunté.

- “¡Claro que sí!” Gritó apretando la grasienta piel contra su cuerpo. Luego una mirada prudente apareció en sus ojos: “¿qué quieres a cambio?”

- “A tu chica”, dije sin escatimar palabras.

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