El Hombre Que Calculaba
Enviado por 364322 • 27 de Diciembre de 2012 • 1.989 Palabras (8 Páginas) • 499 Visitas
L a G r a n E n c i c l o p e d i a I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o S a l ó n H o g a r
CAPITULO X
De nuestra llegada al Palacio de Iezid. El rencoroso Tara-Tir desconfía de los cálculos de Beremiz. Los pájaros cautivos y los números perfectos. El Hombre que Calculaba exalta la caridad del jeque. De una melodía que llegó a nuestros oídos, llena de melancolía y añoranza como las endechas de un ruiseñor solitario.
Pasaba muy poco tiempo de la cuarta hora cuando dejamos la hostería y tomamos el camino de la casa de Iezid-Abul-Hamid.
Guiados por el siervo amable y diligente, atravesamos rápidamente las calles tortuosas del barrio de Muassan y llegamos a un lujoso palacio constituido en medio de un atractivo parque.
Beremiz quedó maravillado del aire distinguido que el rico Iezid, procuraban dar a su residencia. En el centro del parque se erguía una gran cúpula plateada donde los rayos del sol se deshacían en bellísimos efectos policromos. Un gran patio, cerrado por un fuerte portón de hierro ornado con los más bellos detalles del arte, daba entrada al interior del edificio.
Un segundo patio interior, que tenía en el centro un bien cuidado jardín, dividía el edificio en dos pabellones. Uno de ellos estaba ocupado por los aposentos particulares; el otro estaba destinado a los salones de reunión y a la sala donde el jeque se reunía a menudo con ulemas, poetas y visires.
El palacio del jeque, a pesar de la ornamentación artística de las columnas, era triste y sombrío. Quien se fijara en las ventanas enrejadas no podría apreciar las pompas del arte con que todos los aposentos estaban interiormente revestidos .
Una larga galería con arcadas, sustentada por nueve o diez esbeltas columnas de mármol blanco, con arcos de herradura, zócalos de azulejos sin relieve y el piso de mosaico, comunicaba los dos pabellones y dos soberbias escaleras de honor, también de mármol blanco, llevaban al jardín, donde había un manso lago rodeado de flores de formas y perfumes diversos.
Una gran jaula llena de pájaros, ornada también de arabescos de mosaico, parecía ser la pieza más importante del jardín. Había allí aves de canto exótico, formas singulares y rutilante plumaje. Algunas, de peregrina belleza, pertenecían a especies desconocidas para mí.
Nos recibió, muy cordialmente, el dueño de la casa llegando a nuestro encuentro desde el jardín. Le acompañaba un joven moreno, flaco, de anchos hombros, que no demostró demasiada amabilidad en su comportamiento. Ostentaba en la cintura un riquísimo puñal con empuñadura de marfil. Tenía una mirada penetrante y agresiva. Su manera de hablar, agitada e inquieta, resultaba muy desagradable.
—¡Vaya! ¿Así que es ese el calculador? Observó subrayando sus palabras con un tono de desdén. ¡Qué buena fe tienes, querido Iezid! ¿Y vas a permitir que un mendigo cualquiera se acerque y dirija la palabra a la bella Telassim? ¡Es lo que faltaba! ¡Por Allah! ¡Mira que eres ingenuo!
Y prorrumpió en una injuriosa carcajada.
Aquella grosería me indignó y me dieron ganas de acabar a puñetazos con la descortesía de aquel atrevido. Beremiz, sin embargo, no perdió la calma. Era incluso posible que el calculador descubriera en aquel momento, en las palabras insultantes que acababa de oír, nuevos elementos para hacer cálculos y resolver problemas.
El poeta, molesto por la actitud poco delicada de su amigo, dijo:
—Perdona, Calculador, el juicio precipitado de mi primo el-hadj Tara-Tir. El no conoce y, por tanto, no puede valorar debidamente, tu capacidad matemática, y está más preocupado ue cualquier otro por el futuro de Telassim.
El joven exclamó:
—¡Pues claro que no conozco los talentos matemáticos de este extranjero! No me importa en absoluto saber cuántos camellos pasan por Bagdad en busca de sombra y alfalfa, replicó el iracundo Tara-Tir con aire desdeñoso y sonriendo torvamente.
Y luego, hablando de prisa, atropellándose las palabras, continuó:
—Puedo probar en pocos minutos, querido primo, que estás completamente equivocado con respecto a la capacidad de este aventurero. Si me lo permites, voy a acabar con su ciencia fundamentada en dos o tres banalidades que oí a un maestro de Mosul.
—¡Claro que sí!, ¿por qué no ha de permitírtelo?, consistió Iezid. Ahora mismo puedes interrogar a nuestro Calculador y plantearle el problema que se te ocurra.
—¿Problemas? ¿Para qué? ¿Quieres confrontar la ciencia que aúlla?, exclamó groseramente. Te aseguro que no va a ser necesario inventar ningún problema para desenmascarar al sufista ignorante. Llegaré al resultado que pretendo sin necesidad de fatigar la memoria, y mucho antes de lo que piensas.
Y señalando hacia la gran pajarera interpeló a Beremiz clavando en él sus ojos menudos que destelleaban con fuerza inexorable y fría.
—¡Respóndeme, “Calculador del Anade”. ¿Cuántos pájaros hay en esa pajarera?
Beremiz Samir se cruzó de brazos y se puso a observar con viva atención el vivero indicado. Sería prueba de locura —pensé yo— intentar contar los pájaros que revoloteaban inquietos por la jaula, saltando con increíble ligereza de una percha a otra.
Se hizo un silencio expectante.
Al cabo de unos segundos, el calculador se volvió hacia el generoso Iezid y le dijo:
—Os ruego, ¡oh jeque!, que mandéis soltar inmediatamente a tres de esos pájaros cautivos; será así más sencillo y agradable para mí anunciar el número total…
Aquella petición tenía todo el aire de un disparate. Es lógico que quien sea capaz de contar cierto número podrá contarlo también con tres unidades más.
Iezid, intrigadísimo con la inesperada petición del Calculador, hizo venir al encargado de la pajarera y dio orden de que fuera atendida la petición de Beremiz. Liberados de la prisión, tres lindos colibríes volaron raudos hacia el cielo.
—Ahora hay en esta pajarera, declaró Beremiz en tono pausado, cuatrocientos noventa y seis pájaros.
—¡Admirable!, exclamó Iezid con entusiasmo. ¡La cifra exacta! ¡Y Tara-Tir lo sabe! Yo se lo dije: medio millar exacto había en mi colección. Ahora, libres los tres que soltamos y un ruiseñor que mandé a Moscú, quedan 496…
—Acertó por casualidad, refunfuñó Tara-Tir con gesto de rencor.
El poeta Iezid, instigado por la curiosidad, le preguntó a
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