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El Malestar De La Lectura O La Satanización De Las Ideas


Enviado por   •  19 de Septiembre de 2013  •  3.539 Palabras (15 Páginas)  •  429 Visitas

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El malestar de la lectura o la satanización de las ideas

Joaquín Robles Zabala

No puede haber una escritura liberal

si el pensamiento de la sociedad que

la produce no lo es.

Roland Barthes

Uno

Siempre he creído que la escritura no se enseña, como tampoco se puede enseñar el hábito por la lectura ni amor por los libros. En los talleres de composición se formulan pautas, técnicas, procedimientos para la elaboración de oraciones y párrafos; se señalan las características que diferencian un texto de otro: un ensayo de una reseña; una crónica de un comentario; una monografía de una tesis. Se enseña también que estos géneros no son monolíticos, que en ocasiones uno atraviesa los límites del otro. Pero la escritura, en su sentido amplio, no. La escritura sólo se aprende, como se aprende quizá a caminar o a montar bicicleta: a veces sólo recibimos el empujoncito. Nadie, en realidad, puede obligarnos a hacer lo que no queremos ni a enamorarnos de quien no deseamos. La historia es diciente en este aspecto: la relación entre los grandes hombres, la escritura y los libros ha sido, por los siglos de los siglos, una relación amorosa. Un amor que nace en el calor de la sala de una biblioteca o, por qué no, en la vitrina de la librería de la esquina, y que el tiempo va transformando en algo más: en una enfermedad incurable que sólo puede detener la muerte.

Jorge Luis Borges, ese gran maestro de las letras universales a quien nunca le dieron el Nobel, decía, más en serio que en broma, que él se enorgullecía de los libros que había leído mientras que otros lo hacían con aquellos que habían escrito. Felipe Santiago Colorado, un legendario profesor de la Universidad de Cartagena, les recalcó siempre a sus jóvenes pupilos que un escritor es mil veces lector. Algo similar decía ese gigantesco poeta alemán, Rainer María Rilke, en uno de sus numerosos ensayos: “Para escribir un sólo verso, el poeta debía haber visto muchas ciudades, debía haber visto mucha gente y, por supuesto, haber leído muchos, pero muchísimos libros”.

En este sentido, escribir está más allá de un simple acto de fe, más allá todavía de la inspiratio-onislatina, de las musas que recorrían los salones de los palacios, las orillas de los ríos y los lagos para insuflar de motivos al poeta-cantor. La polémica creada en torno a la enseñanza de la escritura, parte precisamente de la compleja realidad de que ésta es sólo el final de un largo proceso, un proceso que nace en las páginas de otros libros, en las ideas de otros autores, en el amor por la vida que esos escritores, llámese poeta, novelista o ensayista, desbordan en las cuartillas que escriben. Es que escribir es también un acto de amor, pero viciado por la lectura.

La historia del libro ha estado siempre asociada a la historia de la lectura porque ésta es su fin último: los libros se escriben para ser leídos. Y la lectura es en realidad un acto de protección, de blindaje contra los prejuicios y una cura indolora contra la ignorancia, porque lo que nos enseñan los libros es, precisamente, aprender a pensar, y no hay nada más peligroso y subversivo en un país tercermundista como el nuestro que un pueblo pensante. Alberto Manguel, el escritor argentino, autor de los libros Una historia de la lectura y La biblioteca de noche, nos recuerda en una de de sus últimas entrevistas para El País de España, que “la tareadel político es mucho más fácil frente a un pueblo idiota”, que “educarnos en la estupidez es simplemente quitarnos los libros, y esa ha sido siempre una tarea de los dictadores”.

La censura de los libros ha sido, es y será una censura contra el conocimiento. En el largo periodo en el que instaura la Edad Media, la lectura estaba sólo destinada a unos pocos. Primero, por el alto nivel de analfabetismo existente entre las comunidades; segundo porque las bibliotecas eran patrimonio único de la Iglesia, y el conocimiento que se impartía en las abadías y conventos estaba sesgado por la religiosidad, por lo que no era de extrañar que la visión del hombre medieval sobre su entorno estuviera ligada a un orden cósmico, a una jerarquía suprema, a un Dios castigador y vengativo: cielo e infierno se fundían en una sola coacción de premio y castigo. Umberto Eco, en su ya clásica novela El nombre de la rosa, nos narra una historia que se desarrolla en una abadía del siglo XII, y nos describe la lucha intestina de unos monjes por guardar los secretos de unos libros no aptos para el buen desarrollo de la fe cristiana. El interés por no develar la información que subyace en las páginas de los manuscritos es tan poderoso que no escatiman incluso el asesinato.

Pero esta no es sólo una práctica de vieja data, como parecería, de seres incivilizados que en nombre de sus creencias no vacilaron en llegar a los excesos con el fin de mantener parado el edificio de su fe. En la década de 1920, en Inglaterra, uno de los países más modernos del mundo, cuna del desarrollo industrial y del pensamiento científico, un escritor como D. H. Lawrence, autor de títulos tan exquisitos como El amante de Lady Chatterley y Mujeres enamoradas, era perseguido y condenado a muerte por las élites victorianas que creían ver en sus libros una mala influencia para las nuevas generaciones de jóvenes ingleses, quienes, siguiendo los pasos de los personajes del escritor, se internaban en los bosques y en los parques para darle rienda suelta a sus instintos sexuales, lo que llevó, por ende, a que la natalidad aumentara aceleradamente en Londres y sus alrededores. No obstante, lo más curioso de este caso es que hasta 1960 la censura sobre los libros de Lawrence continuaba, tanto así que un juez ordenó el cierre de una editorial porque ésta, a petición de unos clientes, había publicado una colección completa de la obra del autor, evitando de esta manera que los libros cumpliesen con su fin último: llegar a nuevos lectores, ser descodificados y valorados a luz de un nuevo paradigma.

Dos

Hoy, en pleno desarrollo del siglo XXI, la tiranía contra los libros y la censura del pensamiento liberal continúan. Sólo basta con echar un vistazo a un pasado no muy lejano para saber que eloscurantismo no fue sólo un problema de la Edad Media, sino también un propósito bien fundamentado de los gobiernos seudodemocráticos de Latinoamérica. En Argentina, por ejemplo, ese gran país que Borges vertió en sus relatos de gaucheros que se destripaban a cuchillazos, que Roberto Arlt mitificó en sus novelas y que Julio Cortázar romantizó en sus cuentos, se constituyó durante varias décadas de dictadura militar en una tierra satanizada para la libre expresión. De allí salió para París el autor de Rayuela en un exilio que duró toda su vida; de allí, igualmente, partió

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