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La Amortajada


Enviado por   •  1 de Octubre de 2012  •  14.955 Palabras (60 Páginas)  •  902 Visitas

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LA AMORTAJADA

MARIA LUISA BOMBAL

Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si

quisiera mirar escondida detrás de sus largas pestañas.

A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la

transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no había logrado empañar. Respetuosamente

maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los veía.

Porque Ella veía, sentía.

Y es así como se ve inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho revestido ahora de las sábanas

bordadas, perfumadas de espliego, —que se guardan siempre bajo llave—y se ve envuelta en aquel

batón de raso blanco que solía volverla tan grácil.

Levemente cruzadas sobre el pecho y oprimiendo un crucifijo, vislumbra sus manos; sus manos que

han adquirido la delicadeza frívola de dos palomas sosegadas.

Ya no le incomoda bajo la nuca esa espesa mata de pelo que durante su enfermedad se iba

volviendo, minuto por minuto, más húmeda y más pesada.

Consiguieron, al fin, desenmarañarla, alisarla, dividirla sobre la frente.

Han descuidado, es cierto, recogerla.

Pero ella no ignora que la masa sombría de una cabellera desplegada presta a toda mujer extendida

y durmiendo un ceño de misterio, un perturbador encanto.

Y de golpe se siente sin una sola arruga, pálida y bella como nunca.

La invade una inmensa alegría, que puedan admirarla así, los que ya no la recordaban sino devorada

por fútiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda.

Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos.

2

Está su hija, aquella muchacha dorada y elástica, orgullosa de sus veinte años, que sonreía burlona

cuando su madre pretendía, mientras le enseñaba viejos retratos, que también ella había sido

elegante y graciosa. Están sus hijos, que parecían no querer reconocerle ya ningún derecho a vivir,

sus hijos, a quienes impacientaban sus caprichos, a quienes avergonzaba sorprenderla corriendo por

el jardín asoleado; sus hijos ariscos al menor cumplido, aunque secretamente halagados cuando sus

jóvenes camaradas fingían tomarla por una hermana mayor.

Están algunos amigos, viejos amigos que parecían haber olvidado que un día fue esbelta y feliz.

Saboreando su pueril vanidad, largamente permanece rígida, sumisa a todas las miradas, como

desnuda a fuerza de irresistencia.

El murmullo de la lluvia sobre los bosques y sobre la casa la mueve muy pronto a entregarse cuerpo y

alma a esa sensación de bienestar y melancolía en que siempre la abismó el suspirar del agua en las

interminables noches de otoño.

La lluvia, cae, fina, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer. Caer sobre los techos, caer hasta

doblar los quitasoles de los pinos, y los anchos brazos de los cedros azules, caer. Caer hasta anegar

los tréboles, y borrar los senderos, caer.

Escampa, y ella escucha nítido el bemol de lata enmohecida que rítmicamente el viento arranca al

molino. Y cada golpe de aspa viene a tocar una fibra especial dentro de su pecho amortajado.

Con recogimiento siente vibrar en su interior una nota sonora y grave que ignoraba hasta ese día

guardar en sí.

Luego, llueve nuevamente. Y la lluvia cae, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer.

Caer y resbalar como lágrimas por los vidrios de las ventanas, caer y agrandar hasta el horizonte las

lagunas, caer. Caer sobre su corazón y empaparlo, deshacerlo de languidez y de tristeza.

Escampa, y la rueda del molino vuelve a girar pesada y regular. Pero ya no encuentra en ella la

cuerda que repita su monótono acorde; el sonido se despeña ahora, sordamente, desde muy alto,

como algo tremendo que la envuelve y la abruma. Cada golpe de aspa se le antoja el tic-tac de un

reloj gigante marcando el tiempo bajo las nubes y sobre los campos

No recuerda haber gozado, haber agotado nunca, así, una emoción.

Tantos seres, tantas preocupaciones y pequeños estorbos físicos se interponían siempre entre ella y

el secreto de una noche. Ahora, en cambio, no la turba ningún pensamiento inoportuno. Han trazado

un círculo de silencio a su alrededor, y se ha detenido el latir de esa invisible arteria que le golpeaba

con frecuencia tan rudamente la sien.

A la madrugada cesa la lluvia. Un trazo de luz recorta el marco de las ventanas. En los altos

candelabros la llama de los velones se abisma trémula en un coágulo de cera. Alguien duerme, la

cabeza desmayada sobre el hombro, y cuelgan inmóviles los diligentes rosarios.

No obstante, allá lejos, muy lejos, asciende un cadencioso rumor.

Sólo ella lo percibe y adivina el restallar de cascos de caballos, el restallar de ocho cascos de caballo

que vienen sonando.

Que suenan, ya esponjosos y leves, ya recios y próximos, de repente desiguales, apagados, como si

los dispersara el viento. Que se aparejan, siguen avanzando, no dejan de avanzar, y sin embargo

que, se diría, no van a llegar jamás.

Un estrépito de ruedas cubre por fin el galope de los caballos. Recién entonces despiertan todos,

todos se agitan a la vez. Ella los oye, al otro extremo de la casa, descorrer el complicado cerrojo y las

dos barras de la puerta de entrada.

Los observa, en seguida, ordenar el cuarto, acercarse al lecho, reemplazar los cirios

consumidos, ahuyentar de su frente una mariposa de noche.

Es él, él.

Allí está de pie y mirándola. Su presencia anula de golpe los largos años baldíos, las horas, los días

que el destino interpuso entre ellos dos, lento, oscuro, tenaz.

—Te recuerdo, te recuerdo adolescente. Recuerdo tu pupila clara, tu tez de rubio curtida por el sol de

la hacienda, tu cuerpo entonces, afilado y nervioso.

Sobre tus cinco hermanas, sobre Alicia, sobre mi, a quienes considerabas primas —no lo éramos,

pero nuestros fundos lindaban y a nuestra vez llamábamos tíos a tus padres— reinabas por el terror.

Te veo correr tras nuestras piernas desnudas para fustigarlas con tu látigo.

3

Te juro que te odiábamos de corazón cuando soltabas nuestros pájaros o suspendías de los cabellos

nuestras muñecas a las ramas altas del plátano.

Una de tus bromas favoritas era dispararnos al oído un salvaje: ¡hu! ¡hu!, en el momento más

inesperado. No te conmovían nuestros ataques

...

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