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Enviado por   •  18 de Junio de 2015  •  2.583 Palabras (11 Páginas)  •  328 Visitas

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LUNA LLENA

Edgar Allan García (Ecuador)

Y se encontraron después de muchos siglos y de al menos cuatro vidas de buscarse ilusionados e incansables, pero sin éxito. Ninguno de los dos sabía exactamente cómo habían llegado hasta la esquina de aquel barrio de casas descascaradas y se habían detenido justo ahí, a esa hora tan extraña para ambos, a esperar un taxi trashumante que con un poco de suerte los llevaría a sus respectivas casas.

La noche estaba fría, aunque no demasiado, y el cielo parecía un silencioso enjambre de luciérnagas inmóviles. Ella miraba distraída la desembocadura de la calle principal y, de pronto, tuvo ganas de cerrar los párpados cansados, de replegarse para entrar en la queda oscuridad de sí misma; entonces lo sintió venir; fue un presentimiento nunca antes experimentado, un inesperado sobresalto que la puso a temblar cinco segundos antes de que él apareciera entre la penumbra de la calle lateral como un espectro emergiendo de las sombras. Cuando abrió los ojos, sintió un fogonazo, como si una veloz salamandra hubiera subido por su columna vertebral hasta la nuca. Paralizada por aquella visión, no pudo voltear la cabeza para verlo una vez más y permaneció ahí, congelada en el rectángulo de la parada del trole, dándole las espaldas, fingiendo buscar en su cartera algún objeto indispensable, algo tan diminuto e inexistente que sin duda tardaría en aparecer.

Él se situó detrás de ella, con las manos en los bolsillos; no podía dejar de verla de arriba abajo, deteniéndose de vez en cuando en esas manos nerviosas que rebuscaban inútilmente dentro aquella cartera negra de boca desmesurada. Cuando huyó de la fiesta de Carlos, su antiguo compañero de colegio, no imaginó que no habría un solo taxi luego de más de cuarenta y cinco minutos de caminata por calles desoladas y desconocidas, así que decidió buscar una estación de trole, un lugar medianamente céntrico donde esperar un milagro.

Fue entonces cuando se internó en la oscuridad de una callejuela tortuosa que prometía llevarlo a un lugar más iluminado, pero solo se encontró con otra más estrecha y tenebrosa que la anterior. Regresó, pero fue a parar a un callejón sin salida donde ladraba un perro insomne tras una malla desgarrada. Jaloneado por una intensa sensación de asfixia, trotó hacia lo que parecía un paraíso de luces de neón que se desvanecían a medida que se acercaba y, de súbito, se encontró ahí, justo ahí, hipnotizado por aquella mujer a la que pareció reconocer de lejos y a la que se acercó como si fuera a saludar, a abrazar y besar, pero ya a pocos centímetros de su rostro huidizo y de ese cuerpo esbelto cuyo pulóver dorado no lograba disimular el atractivo contorno de sus nalgas, se detuvo. No, no la conocía, y al mismo tiempo le era familiar. Sin saber qué hacer, se paró detrás de ella, en un ángulo desde el que ella no podía verlo. Mientras se balanceaba con las manos en los bolsillos, para su propia sorpresa empezó a desear que el taxi no llegara nunca y que ese extraño, pero intenso momento se congelara para siempre en su vida.

Ella, en un gesto maquinal movió sus cabellos hacia atrás y de inmediato él aspiró su perfume, una leve fragancia dulce y oleaginosa que entró por sus ternillas, descendió como un licor añejo por su garganta y le estalló en el plexo un segundo antes de bajar como un relámpago hasta su bajo vientre. Ella se movió apenas, lo justo como para mirar de reojo a aquel hombre que no se movía de sus espaldas y cuyo silencio no le hacía temer sino temblar con una rara emoción que le erizaba los vellos de la espalda. Sentía al mismo tiempo sus nalgas brotadas, germinando bajo la seda negra, imantándose hacia él, dejándose acariciar por esas miradas que, ella sabía, la recorrían de arriba abajo con una avidez de fuego casi palpable. Con la mano que por fin había dejado de buscar inútilmente en la cartera, deslizó otra vez su resplandeciente cabellera para atrás, lentamente, abriéndose finas matas de cabello con los dedos. Con oscura emoción se dio cuenta de que su perfume se esparcía como una lluvia secreta y que una parte muy íntima de ella había empezado a revolotear en brisa fría rumbo a las entrañas de aquel hombre misterioso.

Arriba la luna llena tenía un conejo tatuado en su vientre de harina, ¿o era un rostro? Sí, un rostro de hombre, de pronto se acordaba, aquel que había observado desde niña y ahora, pensándolo bien, se parecía mucho al hombre que permanecía silencioso a sus espaldas. Escuchó entonces su propia respiración y se dio cuenta de que había empezado a respirar con más profundidad y frecuencia que antes. El silencio era casi total, apenas si se escuchaba un murmullo a lo lejos, en algún rincón del universo estrellado, en tanto la ciudad semejaba el luminoso telón de fondo de un teatro abandonado. Solo ella y él estaban vivos, percibiéndose cada vez más cerca, escuchándose respirar el uno al otro. El corazón le dio un vuelco, por un momento sintió que él se había acercado aun más, que ya solo faltaban unos pocos centímetros de penumbra para que sus cuerpos se rozaran, se tocaran, se palparan suavemente y empezaran a temblar abrazados. Si su auto recién salido de la mecánica no se hubiera dañado en aquel barrio desolado, si el celular que siempre llevaba en la cartera no hubiera agotado su batería en un momento tan crítico, seguramente a estas horas se estaría bañando antes de ir a la cama, desnuda como todas las noches, para continuar la lectura de aquella pequeña novela sobre un amor imposible que, de manera consciente, se había demorado en leer más de la cuenta.

Si Carlos no se lo hubiera encontrado en la calle, si no hubiera insistido tanto en que fuera a su fiesta de cumpleaños, si se hubiera dado cuenta con solo verlo que ahora estaba frente a un solitario irreductible, ante alguien a quien nunca le gustaron las celebraciones, que siempre había detestado los “hip hip hip hurra” y los “cumpleaños-feliz”, porque creía que en el fondo no había nada que celebrar. Pero una vez cometido el error de haber aceptado, tenía que huir, no aguantaba más el ambiente opresivo de aquellos seres que fingían estar felices. Los vio como a través de un lente que podía penetrarlos, que dejaba en carne viva sus secretos dramas, su absurda patraña. ¿No se ven acaso?, ¿quieren que les pase un espejo? mírense, son tristes, o peor aun, patéticos, les dijo, les gritó en silencio mientras bailaban indiferentes a su enfado. Entonces, no sabe aún cómo, dio un paso hacia atrás y luego otro hasta desaparecer por la puerta que alguien había dejado entreabierta. Se sintió mejor con la noche fría sobre sus hombros, con la soledad de las calles rodeándolo, con la luna arriba persiguiéndolo por entre aquel laberinto como una loba silenciosa, esa misma

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