De La Cocina De La Escritura
Enviado por dairon10 • 1 de Marzo de 2015 • 6.762 Palabras (28 Páginas) • 245 Visitas
Rosario Ferré
"LA COCINA DE LA ESCRITURA"
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Rosario Ferré
"LA COCINA DE LA ESCRITURA"
Si Aristóteles hubiera guisado,
mucho más hubiera escrito.
Sor Juana
I
DE CÓMO DEJARSE CAER DE LA SARTÉN AL FUEGO
A lo largo del tiempo, las mujeres narradoras han escrito por múltiples razones: Emily
Brontë escribió para demostrar la naturaleza revolucionaria de la pasión; Virginia Woolf
para exorcizar su terror a la locura y a la muerte; Joan Didion escribe para descubrir lo que
piensa y cómo piensa; Clarisse Lispector descubre en su escritura una razón para amar y ser
amada. En mi caso, escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una
posibilidad de crecimiento y de cambio. Escribo para edificarme palabra a palabra; para
disipar mi terror a la inexistencia, como rostro humano que había. En este sentido, la frase
"lengua materna" ha cobrado para mí, en años recientes, un significado especial. Este
significado se le hizo evidente a un escritor judo llamado Juan, hace casi dos mil años,
cuando empezó su libro diciendo: "En el principio fue el Verbo". Como evangelista, Juan
era ante todo escritor, y se refería al verbo en un sentido literario, como principio creador,
sean cuales fuesen las interpretaciones que posteriormente le adjudicó la Teología a su
célebre frase. Este significado que Juan le reconoció al Verbo yo prefiero atribuírselo a la
lengua; más específicamente, a la palabra. El verbo-padre puede ser transitivo o
intransitivo, presente, pasado o futuro, pero la palabra-madre nunca cambia, nunca muda de
tiempo. Sabemos que si confiamos en ella, nos tomará de la mano para que emprendamos
nuestro propio camino.
En realidad, tengo mucho que agradecerle a la palabra. Es ella quien me ha hecho posible
una identidad propia, que no le debo a nadie sino a mi propio esfuerzo. Es por esto que
tengo tanta confianza en ella, tanta o más que tuve en mi madre natural. Cuando pienso que
todo me falla, que la vida no es más que un teatro absurdo sobre el viento armado, sé que la
palabra siempre está ahí dispuesta a devolverme la fe en mí misma y en el mundo. Esta
necesidad constructiva por la que escribo se encuentra íntimamente relacionada a mi
necesidad de amor: escribo para reinventarme y para reinventar el mundo, para
convencerme de que todo lo que amo es eterno.
Pero mi voluntad de escribir es también una voluntad destructiva, un intento de aniquilarme
y de aniquilar el mundo. La palabra, como la naturaleza misma, es infinitamente sabia, y
conoce cuándo debe asolar lo caduco y lo corrompido para edificar la vida sobre cimientos
nuevos. En la medida en la que yo participo de la corrupción del mundo, revierto contra mí
misma mi propio instrumento. Escribo porque soy una disgustada de la realidad; porque
son, en el fondo, mis profundas decepciones las que han hecho brotar en mí la necesidad de
recrear la vida, de sustituirla por una realidad más compasiva y habitable, por ese mundo y
por esa persona utópicos que también llevo dentro.
Esta voluntad destructiva por la que escribo se encuentra directamente relacionada a mi
necesidad de odio y a mi necesidad de venganza; escribo para vengarme de la realidad y de
mí misma, para perpetuar lo que me hiere tanto como lo que me seduce. Sólo las heridas,
los agravios mas profundos (lo que implica, después de todo, que amo apasionadamente el
mundo) podrán quizá engendrar en mi algún día toda la fuerza de la expresión humana.
Quisiera hablar ahora de esa voluntad constructiva y destructiva, en relación a mi obra. El
día que me senté por fin frente a mi maquinilla con la intención de escribir mi primer
cuento, sabía ya por experiencia lo difícil que era ganar acceso a esa habitación propia con
pestillo en la puerta y a esas metafóricas quinientas libras al año que me aseguraran mi
independencia y mi libertad. Me había divorciado y había sufrido muchas vicisitudes a
causa del amor, o de lo que entonces había creído que era el amor: el renunciamiento a mi
propio espacio intelectual y espiritual, en aras de la relación con el amado. El empeño por
llegar a ser la esposa perfecta fue quizá lo que me hizo volverme, en determinado
momento, contra mí misma; a fuerza de tanto querer ser como decían que debía ser, había
dejado de existir, había renunciado a las obligaciones privadas de mi alma.
Entre éstas, la más importante me había parecido siempre vivir intensamente. No agradecía
para nada la existencia protegida, exenta de todo peligro pero también de responsabilidad,
que hasta entonces había llevado en el seno del hogar. Deseaba vivir: experimentar el
conocimiento, el arte, la aventura, el peligro, todo de primera mano y sin esperar a que me
lo contaran. En realidad, lo que quería era disipar mi miedo a la muerte. Todos le tenemos
miedo a la muerte, pero yo sentía por ella un terror especial, el terror de los que no han
conocido la vida. La vida nos desgarra, nos hace cómplices del gozo y del terror, pero
finalmente nos consuela, nos enseña a aceptar la muerte como su fin necesario y natural.
Pero verme obligada a enfrentar la muerte sin haber conocido la vida, sin atravesar su
aprendizaje, me parecía una crueldad imperdonable. Era por eso, me decía, que los
inocentes, los que mueren sin haber vivido, sin tener que rendir cuentas por sus propios
actos, todos van a parar al Limbo. Me encontraba convencida de que el Paraíso era de los
buenos y el Infierno de los malos, de esos hombres que se habían ganado arduamente la
salvación o la condena, pero que en el Limbo sólo había mujeres y niños, que ni siquiera
sabíamos cómo habíamos llegado hasta allí.
El día de mi debut como escritora, permanecí largo rato sentada frente a mi maquinilla,
rumiando estos pensamientos. Escribir mi primer cuento significaba, inevitablemente, dar
mi primer paso en dirección del Cielo o del Infierno, y aquella certidumbre me hacía vacilar
entre un estado de euforia y de depresión. Era casi como si me encontrara a punto de nacer,
asomando tímidamente la cabeza por las puertas del Limbo. Si la voz me suena falsa,
...