El Extranjero
Enviado por Neko1914 • 9 de Mayo de 2014 • 9.317 Palabras (38 Páginas) • 161 Visitas
ALBERT CAMUS
EL EXTRANJERO
Primera parte
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: "Falleció
su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias." Pero no quiere decir nada. Quizá
haya sido ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el
autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana
por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una
excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: "No es culpa mía." No
me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía
por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo
hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si
mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto
archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.
Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste
como de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: "Madre hay
una sola." Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido
pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una
corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos meses.
Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera,
añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo.
Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que
me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije "sí" para no tener que hablar más.
El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá
enseguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y enseguida vi
al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de
Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto
tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: "La señora de
Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén." Creí que me reprochaba
alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: "No tiene usted por
qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus
necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas,
era más feliz aquí." Dije: "Sí, señor director." El agregó: "Sabe usted, aquí tenía amigos,
personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella
debía de aburrirse con usted."
Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome
con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero
era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera
retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último
año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo
de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: "Supongo que
usted quiere ver a su madre." Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la
escalera me explicó: "La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no
impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se sienten
nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio." Atravesamos un patio en
donde había muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando
pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un
sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me
abandonó: "Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho.
En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así
podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a
menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi
cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted." Le di las gracias. Mamá, sin ser
atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba
amueblada con sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes
sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos
apenas, destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una
enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido.
Tartamudeó un poco: "La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted
pueda verla." Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: "¿No quiere usted?"
Respondí: "No." Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho
esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: "¿Por qué?", pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: "No sé." Entonces, retorciendo el bigote blanco,
declaró, sin mirarme: "Comprendo." Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco
roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se
levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: "Tiene un chancro." Como no
comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que
le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro sólo se
veía la blancura del vendaje.
Cuando hubo salido, el portero habló: "Lo voy a dejar solo." No sé qué ademán hice,
pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la
...