El Valor De Educar Capitulo 2 Y3
Enviado por ayenoventa • 13 de Junio de 2014 • 8.277 Palabras (34 Páginas) • 346 Visitas
CAPÍTULO 3
El eclipse de la familia
Constatemos para empezar un hecho obvio: los niños siempre han pasado mucho
más tiempo fuera de la escuela que dentro, sobre todo en sus primeros años. Antes de
ponerse en contacto con sus maestros ya han experimentado ampliamente la influencia
educativa de su entorno familiar y de su medio social, que seguirá siendo determinante
—cuando no decisivo— durante la mayor parte del período de la enseñanza primaria.
En la familia el niño aprende —o debería aprender— aptitudes tan fundamentales como
hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más pequeños (es decir,
convivir con personas de diferentes edades), compartir alimentos y otros dones con
quienes les rodean, participar en juegos colectivos respetando los reglamentos, rezar a
los dioses (si la familia es religiosa), distinguir a nivel primario lo que está bien de lo
que está mal según las pautas de la comunidad a la que pertenece, etc. Todo ello
conforma lo que los estudiosos llaman «socialización primaria» del neófito, por la cual
éste se convierte en un miembro más o menos estándar de la sociedad. Después la
escuela, los grupos de amigos, el lugar de trabajo, etc., llevarán a cabo la socialización
secundaria, en cuyo proceso adquirirá conocimientos y competencias de alcance más
especializado. Si la socialización primaria se ha realizado de modo satisfactorio, la
socialización secundaria será mucho más fructífera, pues tendrá una base sólida sobre la
que asentar sus enseñanzas; en caso contrario, los maestros o compañeros deberán
perder mucho tiempo puliendo y civilizando (es decir, haciendo apto para la vida civil)
a quien debería ya estar listo para menos elementales aprendizajes. Por descontado,
estos niveles en la socialización y el concepto mismo de «socialización» no son tan
plácidamente nítidos como la ortodoxia sociológica puede inducirnos a pensar.
En la familia las cosas se aprenden de un modo bastante distinto a como luego tiene
lugar el aprendizaje escolar: el clima familiar está recalentado de afectividad, apenas
existen barreras distanciadoras entre los parientes que conviven juntos y la enseñanza se
apoya más en el contagio y en la seducción que en lecciones objetivamente
estructuradas. Del abigarrado y con frecuencia hostil mundo exterior el niño puede
refugiarse en la familia, pero de la familia misma ya no hay escape posible, salvo a
costa de un desgarramiento traumático que en los primeros años prácticamente nadie es
capaz de permitirse. El aprendizaje familiar tiene pues como trasfondo el más eficaz de
los instrumentos de coacción: la amenaza de perder el cariño de aquellos seres sin los
que uno no sabe aún cómo sobrevivir. Desde la más tierna infancia, la principal
motivación de nuestras actitudes sociales no es el deseo de ser amado (pese a que éste
tanto nos condiciona también) ni tampoco el ansia de amar (que sólo nos seduce en
nuestros mejores momentos) sino el miedo a dejar de ser amado por quienes más
cuentan para nosotros en cada momento de la vida, los padres al principio, los
compañeros luego, amantes más tarde, conciudadanos, colegas, hijos, nietos... hasta las
enfermeras del asilo o figuras equivalentes en la última etapa de la existencia. El afán de
poder, de notoriedad y sobre todo de dinero no son más que paliativos sobrecogidos y
anhelosos contra la incertidumbre del amor, intentos de protegernos frente al desamparo
en que su eventual pérdida nos sumiría. Por eso afirmaba Goethe que da más fuerza
saberse amado que saberse fuerte: la certeza del amor, cuando existe, nos hace
invulnerables. Es en el nido familiar, cuando éste funciona con la debida eficacia, donde
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uno paladea por primera y quizá última vez la sensación reconfortante de esta
invulnerabilidad. Por eso los niños felices nunca se restablecen totalmente de su
infancia y aspiran durante el resto de su vida a recobrar como sea su fugaz divinidad
originaria. Aunque no lo logren ya jamás de modo perfecto, ese impulso inicial les
infunde una confianza en el vínculo humano que ninguna desgracia futura puede
completamente borrar, lo mismo que nada en otras formas de socialización consigue
sustituirlo satisfactoriamente cuando no existió en su día.
Me refiero a una cosa rara, rarísima, quizá en cierto modo perversa, los niños
felices, no los niños mimados o superprotegidos. Puede que se trate de un ideal
inalcanzable en referencia al cual sólo pueden existir grados de aproximación, nunca la
perfección irrebatible (también la felicidad familiar es una de esas capacidades abiertas
de las que hablábamos en el capítulo precedente). En cualquier caso, tal es el ideal que
justifica a la familia y también lo que más la compromete. La educación familiar
funciona por vía del ejemplo, no por sesiones discursivas de trabajo, y está apoyada por
gestos, humores compartidos, hábitos del corazón, chantajes afectivos junto a la
recompensa de caricias y castigos distintos para cada cual, cortados a nuestra medida (o
que configuran la medida que nos va a ser ya siempre propia). En una palabra, este
aprendizaje resulta de la identificación total con sus modelos o del rechazo visceral,
patológicamente herido de los mismos (no olvidemos, ¡ay!, que abundan más los niños
infelices que los felices), nunca de su valoración crítica y desapasionada. La familia
brinda un menú lectivo con mínima o nula elección de platos pero con gran condimento
afectivo de los que se ofrecen. Por eso lo que se aprende en la familia tiene una
indeleble fuerza persuasiva, que en los casos favorables sirve para el acrisolamiento de
principios moralmente estimables que resistirán luego las tempestades de la vida, pero
en los desfavorables hace arraigar prejuicios que más tarde serán casi imposibles de
extirpar. Y claro está que la mayor parte de las veces principios y prejuicios van
mezclados de tal modo que ni siquiera al interesado, muchos años más tarde, le resulta
sencillo discernir los unos de los otros...
En cualquier caso, este protagonismo para bien y para mal de la familia en la
socialización primaria de los individuos atraviesa un indudable
...